La lectura de un texto siempre se carga de prejuicios.
Barthes está muerto, digo yo. Lo hemos matado. La escritura podrá ser la destrucción de toda voz, de todo origen, un lugar neutro donde acaba por perderse toda identidad, pero es el lector quien se encarga de la resurrección de la idea del autor sobre el texto. Aunque la escritura ya no es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar el sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe. El lector tampoco es un hombre (o mujer) sin historia, sin biografía y sin psicología. El lector es el hipócrita hermano que siempre llega repleto de dígitos que le preceden.
Funciona de esta manera: cuando el texto es abordado por primera vez, si el texto y/o su autor son desconocidos previo al acto lector, la subjetividad toma formas de lo anticipado. Nunca es una lectura en crudo. Siempre existirá un pre-texto contra el cual se extrapolará el texto por descubrirse. Es una relación matemática. El texto será mayor o menor al conjunto de asociaciones previas. Nunca será igual, pues no hay dos textos iguales.
Ocurre igual cuando se “conoce” al autor y el texto pasa a ser secundario. La estima del segundo dependerá de la valoración que se tiene del primero. El texto se torna en accidente. Nuevamente, la reconstrucción del trabajo literario en la lectura trabaja como la ideología: a través de los sujetos.
Barthes decía que en cuanto un hecho pasa a ser relatado, “con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo”, se produce la ruptura. La voz se desprende su matriz. El autor se disuelve en su propia muerte. Se emancipa la escritura.
Pero solo hasta que alguien lo lee. Leer es zombificar.
Es frecuente escuchar que X trabajo es “excelente” por haber sido escrito por Y autor. Lo he venido atestiguando en talleres de creación literaria, en conversaciones con colegas y hasta en opiniones críticas de libros. La idea también me asaltó cuando yo investigaba sobre la novela puertorriqueña En Babia, de José I. De Diego Padró, proceso en el que encontré reseñas que versaban en torno a la “importante figura” del autor y no en base a las cualidades del texto (que, de paso, sí son merecedoras de elogio). La relevancia de De Diego Padró en las vanguardias literarias en Puerto Rico se impuso a su obra En Babia, un texto que, además de difícil, fácilmente entierra al autor, aún cuando el autor es un personaje dentro de la narrativa. Igual, nos referimos a Borges, Kafka y Cortázar como sinécdoques de cuerpos literarios, contrario a lo que ocurre con nuestra veneración de Don Quijote, que reclama existencia sobre la de Cervantes.
Hoy día, el posicionamiento del texto también queda interpelado por otro sinnúmero de factores previos, como lo podría ser un premio literario, una campaña de publicidad o la estima personal que se tenga del autor. De esta manera, el lector queda intervenido por factores exo-literarios que son parte del sistema de gratificación inmediata (y mutua) al que nos sometemos continuamente en la cultura de la espectacularización. En la medida que nos acercamos al texto, este se convierte en refracción intima, mas no por los valores de su operación textual, sino en la medida que su autor/a significa algo para el lector. Así, si el autor en algún momento murió, como declaró Barthes, entonces lo hemos zombificado.
Es una relación de necrofilia la del autor y su lector. El zombi es un eros sublimado.
El objeto de apreciación en este caso lo tomo del campo de experiencia inmediato, que es la literatura. Pero igual sucede en otros ámbitos como el arte plástico, la música y hasta la política.
El ojo de la afectación rastrea la sintaxis de la opinión crítica, sea “autorizada” o no. Es una lectura a primera vista. Ante la falta de publicaciones especializadas o espacios dedicados a la literatura en los medios de prensa convencionales, las plazas de esta emergente zombificación del autor han encontrado espacio fértil en los foros de redes sociales, blogs y revistas electrónicas, por mencionar los más frecuentados. Sucede que ya el escritor no sirve al reino exclusivo de las plataformas convencionales de impresión. Un escritor es un Homo Ciberneticus.
La afectación aludida puede ser suscitada por cualquier estímulo de placibilidad en el lector: afiliación política, presencia social, marketeabilidad, amistad y hasta su físico. O en su defecto, lo contrario ocurre: una desafectación, si se quiere, cuya mecánica es la misma fuerza en sentido inverso. En la medida que el autor es colocado en baja estima, su trabajo es devaluado o rechazado. Pero, en cualquier caso, se ratifica la presencia del autor nuevamente. Un muerto no-muerto.
Un agente literario me preguntó recientemente: ¿cuántos seguidores y amigos tienes en Twitter y Facebook? Yo pregunté: ¿Importa? Parecería que ya no lee un texto por lo que representa el texto mismo.
Sustituir la muerte del autor por su zombificación parecerá, supongo, una extensión de las teorías del reader’s response, pero en todo caso, va más allá y es más morboso: es un planteamiento post-mortem.
Así los textos son acomodados en demarcaciones limítrofes. Gustan o no gustan, mas el gusto es hábito, costumbre, familiaridad. Pensar fuera de la caja se convierte en la caja misma. Es el imperioso deseo de desarticular un orden para darle otro de carácter interior. Somos tales criaturas.
(Darle “Me gusta”)
Esto presenta un problema: ¿cuándo el texto es realmente bueno? ¿O cuándo el texto es realmente malo? ¿Cuándo el autor carga al texto o cuándo lo condena? ¿Dónde se desprende el culto a la personalidad de la personalidad del texto?
Ansiedad o paranoia, hablo de que la valoración del texto es un bien de consumo transferible como un fetiche. Es la danza de convención. La imagen se centraliza. El círculo se cierra. El cuerpo zombi es verbalizado. Es decir, repetido. Como Dorian Gray frente a su retrato. El autor es un yo desdoblado. El autor ya no es discreto y fantasmagórico. El autor es un resucitado.
Beware. Los autores comen gente como el aire.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter @elidiolatorre