Preámbulo.
Lo que están por leer es una suerte de crónica y, con toda seguridad desconocida hasta hace poco de la vida del santo jesuita San Francisco de Jasso Azpilcueta Atondo y Aznares de Javier en tierras niponas y, traducida del manuscrito original que fue escrito en latín por un anónimo amanuense en una fecha indeterminada. Si bien algunos expertos especulan con una data no más tardía que escasamente veinte años de contado del fallecimiento de Francisco Javier en la isla Shangchuan el 3 de diciembre de 1552 y con apenas 46 años de vida.
Por otra parte, pues antes bien lo merece este asunto sin duda de lo más extraordinario, o sea darles al menos, una breve explicación de nuestra parte sobre el hallazgo de tan importante escrito a fin de que una pieza más en la hagiografía del santo misionero.
Comenzó todo, al punto de que se comprara, por esos impulsos consumistas cuando el precio de algo inservible es atractivo, una pequeña caja fuerte de combinación en un trivial mercadillo de pulgas en las afueras de la capital española (y es de suponer que el documento fue expoliado durante la guerra civil por uno de los dos bandos en pugna para terminar, bien sea por resguardo o negligencia, clandestino desde 1939) y, donde se encontró en su interior el mentado original y, en un estado bastante deplorable empero del largo tiempo a mansalva transcurrido en el abandono más completo y, que fue entregado expedito al profesor cordobés de latín, A. Monterroso Peña, quien amablemente se encargó de su traducción.
Madrid, septiembre de 2012.
1.
Junto a Anjirō, de la misma manera hombre conocido como Paulo de Santa Fe, un asesino japonés que huyó de su país natal para radicarse en Malaca [y que eventualmente se convertiría en el traductor del navarro], lugar donde conoció al santo [Francisco Javier], los dos hombres [además de Cosme de Torres y Juan Fernández] parten hacia el Japón [dejando puerto un domingo de Ramos de 1549 y arribando el 27 de julio pero no fueron admitidos en tierras niponas hasta el 15 de agosto] desembarcando en Kagoshima [permaneciendo en esta ciudad, antigua capital del reino japonés del sur, durante un año entero] al momento de una escueta aserción salida de la boca [del] penitente y otrora criminal:
“Le pregunté [a Anjirō] si los japoneses se convertirían en cristianos si yo iba con él a [su] país, y él respondió que sí aunque no inmediatamente (…) pero primero me hizo muchas preguntas y así saber lo que yo conocía. Sobre todo quería saber si mi vida correspondía con mis enseñanzas.”
Impulsado sin duda [por ese su corazón flameante] se decide a cristianizar esas tierras orientales [que a simple vista indómitas] Francisco Javier opta por hacer traducir el libro [Declaración de los artículos de la Fe] que memoriza en japonés y que le sirve pues que instrumento de evangelización recitándolo en las esquinas [frente a innúmeros y desafectos viandantes].
A la postre, desilusionado ante la falta de nuevos adeptos, decide partir [en el año del Señor de 1550] rumbo al [norte] con la idea de buscar presentarse [ante el rey del Japón] con la esperanza [de que si éste se convertía al catolicismo el pueblo entero de igual forma lo haría]. Llega hasta Hirado donde auxiliado por el Espíritu Santo funda una pequeña comunidad cristiana antes de continuar en dirección de [Yamaguchi] para alcanzar por fin Sakai antes de enfilarse hacia Kioto, que es, su destino final. Ahí, imposibilitado de hacer pleno proselitismo, por las autoridades regionales, a favor de las enseñanzas de aquel loable carpintero y, asimismo en parte por la infranqueable barrera del idioma [Anjirō en plena labor de traductor, se limitaba a intervenir durante los intercambios suscitados con algún transeúnte que, curioso, se acercaba a Francisco Javier pero, no en la importante y dificultosa tarea de predicar las buenas nuevas], es puesto a prueba de contado de que un rico mercader de la ciudad le implora perentorio su intervención directa luego de múltiples fracasos de los bonzos locales de aniquilar algo que los nativos aludían con un desbocado terror como [Yōkai que es una palabra cuyo significado es tanto fantasma, aparecido, espanto, espantajo o sea una extraña aparición que son una clase de monstruos sobrenaturales en el folklor japonés].
2.
Llegó hasta una de las orillas del poco profundo río [Ōi] desde donde se miraba con claridad esa misteriosa turgencia que ofrecía la comarca, esa montaña [Arashiyama], un lugar tempestuoso donde se contaba vivía un feroz monstruo [Oni que no es más que una gigantesca criatura tipo ogro y que tiene unas afiladas zarpas para desmenuzar la carne humana; el pelo revuelto por la suciedad en la que gusta vivir y dos largos cuernos crecientes de su cabeza de modo que ponzoñosas púas. Son antropoides por lo general, aunque en ocasiones, estos poseen características antinaturales pues que números impares de ojos o dedos de más] que al parecer tenía secuestrada a la hija menor del rico mercader con toda la intención de devorarla hasta los huesos. Y persignándose [Francisco Javier] se adentra a los bosques tupidos de la montaña en busca del monstruo [con la intención plena dentro de ese su corazón flameante de no sólo dar caza pero a la vez de vencer teologalmente a ese demonio de protuberantes cuernos no muy diferente al Lucifer propio para salvar así a la muchacha y demostrar de paso, tal está descrito en la Vita Columbae la manera cómo San Columba enfrentó valeroso ese lacustre saurio que aterrorizaba a los Pictos, el inmenso poder y gloria de nuestro Señor Jesucristo] en compañía de dos criados del rico mercader que le servirían de guía [y no más que esto] hasta la guarida del temido [Oni] que mantenía en cautiverio a la pobre chiquilla.
Iban pues a medio camino cuando una espantosa lluvia de pedradas [provocada de hecho por el vandálico Oni] mató [a los dos criados al partírseles los cráneos por la fuerza sobrehumana que impulsaba a esos guijarros] y el santo sólo se salvó [al tropezar milagrosamente y rodar pendiente abajo] bañándose con la bendita sangre de Cristo.
Instantes después y, todavía jadeando [por la resbalada que sin duda le salvó la vida] y, recostada su espalda empapada de traspiración al tronco áspero de uno de los espesados árboles [del muy arcano bosque] se dio cuenta que, infelizmente para sus pies, había perdido las sandalias. [Se encontró descalzo en aquel momento y] perdido de este modo en el interior de ese agreste bosque que amenazaba sin palabras con tragárselo para siempre.
3.
Al caer la noche esa fronda que lo cercaba [a manera de adversario se transformó en un algo incluso más fantasmal que de día] sumando el ulular del viento que hacía que cada tronco, rama y hoja de ese bosque gruñeran un enlutado canturreo […] en lugar [frío] que [al futuro santo le amenazó con extinguir ese su flameante corazón que parecía ser entre tanto un mero rescoldo apenas aferrándose a su irradiación propia] su fe lo [preservó] de todo mal que [asiendo ese mismo crucifijo que según la tradición le fue devuelto por un cangrejo luego de haberlo perdido durante una tempestad].
Cuando por fin despuntó el alba, en seguida de un sueño incómodo además de lo más azorado y, acompañado en este momento por un silencio tan perfecto que oía […] decidió dejar esa [extraviada posición] dentro del bosque con la esperanza de [ser guiado por la misericordiosa mano del Altísimo para] volver a encaminar bien sus pasos al presente hasta el monstruo y la aprisionada chiquilla que [deseaba rescatar valiéndose únicamente de su fe en el Bien Supremo].
Sin sus sandalias la interminable alfombra de hojarasca y ramas del bosque le laceraban […] [los pies así que si caminara sobre acres espinas y astillas pero que sin embargo no] detuvieron su decidida marcha [siempre esperanzado de ser capitaneado por la compasiva mano de ese Dios Todopoderoso que asemeja siempre tener un plan para cada individuo y que va revelándolo a medida de lo necesario tal quien desenrosca una alfombra] hacia el cubil del monstruo que para entonces lo acechaba entre los ramales listo a atacarlo [con ese garrote de madera de roble revestido de metal y erizado por entero de clavos férreos que los oriundos llaman un kanabō] engullirlo como a otros a fin de que hacía desde tiempos inmemoriales.
[Luego de poco más o menos dos horas de una dificultosa marcha] desorientada llegó hasta un pequeño claro dentro del bosque donde pudo ver con un renovado ánimo el cielo límpido sobre su cabeza y [ahí] sintiendo [inconcebibles apetitos] […] arrodillarse para ponerse a orar con devoción […] y fue que al abrir […] tuvo ante sus ojos incrédulos [a manera de santo Tomás] un par de [Bakezōri] que [Yōkai en forma de sandalias de paja del tipo llamados Tsukumogami que son una clase entera de espíritus del folklor nipón que comprende esos artículos domésticos ordinarios que adquieren vida propia cuando han llegado a cumplir el centenario desde su confección o en efecto desde su nacimiento] agarrando [con cautela pero no sin una innegable ternura] […] oyó decir pero sin entenderles:
— ¡kararin, kororin, kankororin! [¡Ojos tres, ojos tres, dos dientes!]— tarareaban al unísono las dos bestezuelas en forma de sandalias de paja […] [a todo correr calzar al futuro santo] guiarlo [en un largo recorrido que sólo se detuvo hasta] caer de nuevo la noche.
Esa [vigilia] […] Francisco Javier no la pasó en tinieblas por tanto se le apareció una [Bura-bura] para iluminar [Tsukumogami en forma de linterna de papel] su soledad y amortiguar así su turbación entre tanto preparándose para su simbólico duelo con aquella bestia que con su intemperancia lo hizo extraviar el buen camino.
4.
Despabilado al punto de por fin un sueño de lo más reparador […] así que el día anterior se dejó guiar por esas sandalias ágiles que no dejaban de canturrear: “¡kararin, kororin, kankororin!”
En medio de la escabrosidad marchaba cuando, gracias a las [prestas] sandalias de paja, cayó [súbito de rodillas] y en ese instante el árbol más cercano a su cabeza explotó por un golpe de mazo en una desparramada lluvia de astillas […] la bestia desgreñada y con cuernos estaba justo detrás […] con toda la intención de matarlo a golpes y, lo habría hecho, sí… de no ser por esas sandalias de paja que le infundieron a sus piernas una suerte de agilidad portentosa [una ligereza de por sí prodigiosa y; última vez vista, en los legendarios muslos de Aquiles] […] es que [san Francisco Javier] parecía brincar de rama en rama de modo que un cuadrúmano en sotana pero que por consiguiente […] este su nuevo poder de fenomenal dinamismo […] le salvó la vida, sí… por tanto [el Oni] no dejaba de perseguirlo, farfullando y abanicando, ese su garrote [erizado de puntas implacables] pulverizando cuanto árbol se le pusiera enfrente.
Así […] en esta pavorosa coreografía de [ultra violencia] […] llegaron a final de juego […] rocas mohosas que formaban una muralla natural e infranqueable [presagiaba] ya la última […] cerca de una escatológica batalla entre [el bien y el mal] […] que [Francisco Javier] debía de ganar sin más que haciendo uso [de su denodada fe en Jesucristo].
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
En cuanto a la bestia, por lo tanto de algunas muecas de un odio inconmensurable, mostrando al ser atizado por un haz de luz que había irrumpido [tal flecha luminosa] la cerrazón del bosque que [tenía tres ojos y dos colmillos] que goteaban una baba verdusca y sanguinolenta […] arremetió contra el atrapado [entre la proverbial espada y la pared] [Francisco Javier] que otra vez gracias a las sandalias de paja brincó sobre el Oni de modo que sí practicando la taurocatapsia […] y […]
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
Pero el [Oni] logró en último momento agarrar [al santo] de una pierna [sin dejarlo caer] lo comenzó a aporrear contra la hojarasca hasta sacarle sangre […] de rostro y manos.
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
En seguida sintió pues que si dos afiladas dagas le perforaran la pantorrilla derecha […] le desgajaran la pierna […] provocándole un dolor que [no sólo le robó el color a su rostro pero que de la misma manera a punto estuvo de hacerlo perder el conocimiento] […] lo hizo gritar a todo pulmón […] dentro de ese inescrutable bosque [poblado de lémures].
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
[…] los dos colmillos de la bestia que lo atenazaban [con] apetito cernícalo […] trató de zafarse pero temió perder la pierna [en el intento] […] la sangre corría libre encharcando la alfombra de broza del bosque agreste.
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
En uno de esos espasmos de dolor insufrible que tuvo [el crucifijo aquel devuelto por el cangrejo pareció brincar con corta diferencia como un Tsukumogami de su vestimenta negra] agarrándolo […] así que alfiler [le vació los tres ojos] al [Oni] que en la desesperación de saberse ciego dio una nueva mordiscada y de la fuerza llegó hasta el hueso [del santo] que inquebrantable a fin de que el acero [perdió] así sus dos colmillos [escarmiento a su sevicia] que quedaron como aguijones incrustados a la carne supurante que […].
[…] mientras el [Oni] se daba de encontronazos, embates y rebotes contra árboles [asimismo] contra las rocas del bosque [Francisco Javier] alcanzó a escuchar [milagrosamente] el llanto plañidero de la chiquilla […] sin extraerse aún los dos colmillos de su pierna maltrecha por caníbales fauces […] renqueó usando todas sus fuerzas remanentes [hasta] los llantos y rescatándola sin demora [por tanto] […] [Dios lo había guiado hasta ahí y Dios lo guio del mismo modo para sacarlos de ese terrible bosque tan lleno de atávica malquerencia] […].
[…] un padre agradecido ofreció bañar [al santo] en riquezas pero [Francisco Javier] únicamente pidió un poco de agua para aliviar la sed que le apergaminaba labios y garganta […] al momento de dejarse curar las heridas continuó su viaje hacia […] siempre acompañado de ese canturreo que empezaba ya a estimar:
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
“¡kararin, kororin, kankororin!”
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Gerardo Perla (San Salvador, 1976). Es un escritor salvadoreño. Autor de la novela titulada El sabor de lo heroico. Hizo su bachillerato en la Academia Británica Cuscatleca de Santa Tecla (El Salvador). Estudió jurisprudencia y ciencias sociales en la universidad José Matías Delgado sin terminar la carrera igual que la licenciatura en comunicaciones que también dejó inconclusa. Se desplazó al tiempo a París, Francia, a estudiar historia en la universidad de La Sorbona. Su actividad literaria se ha desarrollado fuera de su país natal salvo por una publicación en 1995 de un libro de cuentos y poemas de nombre Relatos del inconsciente que pasó prácticamente desapercibido. Desde el año 2011 ha publicado, sin regularidad, relatos en las revistas literarias ociozero.com, Eucalíptica, la revista francesa en castellano Resonancias.org y la chilena dosdisparos.com. En diciembre de 2012 se publica en España su primera novela: El sabor de lo heroico (Editorial Alcalá Grupo), en el que narra de manera novelada el atroz y sobre todo impune magnicidio del presidente salvadoreño Manuel Enrique Araujo ocurrido en 1913. Además apareciendo Franz Kafka y Houdini como enigmáticos agentes secretos.