Mientras mi padre se aferraba a una máquina para seguir respirando tuve que aprender a cuidar el jardín de la casa. Conectaba el riego automático algo más de media hora cada tarde, pasaba el cortacésped un par de veces a la semana y por las noches revisaba la efectividad de las trampas para los topillos.
Las visitas al hospital estaban restringidas. Ciento veinte minutos, de cuatro a seis, y solo una persona, mi madre. En las horas muertas, mientras esperaba a que terminara la visita, recorría de vez en cuando el sur de la ciudad lleno de rotondas y escaso de árboles. Otras veces hacía compras innecesarias en un centro comercial cercano al hospital o prefería quedarme en el parking asesinando el tiempo mientras leía noticias en el móvil y mandaba WhatsApps informando de la evolución del enfermo.
Cuando mi madre atravesaba la puerta automática para salir del hospital me buscaba con cara de despiste, aunque yo siempre esperaba en el mismo sitio, de pie junto al coche fumándome un cigarro. En los veintiséis días que pasé con ella tuve la sensación de que envejeció como si cada semana transcurriera un lustro. El hospital era una especie de máquina del tiempo que parecía engullirla para vomitarla dos horas después más aturdida y torpe que el día anterior.
Los partes médicos eran escasos y parecían telegramas. Evolución favorable unas veces, estable dentro de la gravedad otras muchas, y siempre llenos de números y letras indescifrables con resultados de analíticas y de un sinfín de pruebas diagnósticas.
Sin saber por qué, con el paso de los días empecé a obsesionarme con la idea de encontrarme con Sofía entre alguno de los pijamas blancos y verdes apostados en los escalones de la entrada al edificio charlando en grupo y tomando cafés en vasos de plástico. Pensar que Sofía trabajara en ese hospital era una idea del todo absurda, pero al mismo tiempo no dejaba de tener algún sentido en aquel microcosmos en el que todo lo que ocurría me resultaba tan ajeno.
A pesar de mis esfuerzos en el jardín, las calvas amarillentas seguían en el césped igual que cuando creció por primera vez después de que mi padre lo sembrara hacía ya quince años.
Cada noche, antes de intentar dormir, recogía varios topillos muertos que terminaban en el contenedor de la basura. De alguna forma, liberar las trampas y deshacerme de los ratones de campo me hacía sentir que mi estancia en aquella casa tenía algún sentido.
Pocos días antes de que todo terminara mi madre me contó que había soñado con Sofía. Hacía cuatro años que no la veía, pero aún conservaba su recuerdo. Qué buena chica, me dijo, como siempre decía cuando hablaba de ella. Soñó que Sofía era la doctora que nos daba la noticia que ya sabíamos de antemano. Lloraba mucho mientras lo hacía, me explicó, pero al ver tu cara de susto no podía parar de reírse.
El último día la visita al hospital duró apenas media hora. Mi madre me esperó afuera y en el mostrador de información la celadora me entregó una bolsa de plástico azul con la poca ropa de mi padre que se había quedado en la habitación. También me puso delante varios papeles y un bolígrafo, indicándome con su dedo índice los espacios donde debía firmar una serie infinita de impresos. No se parecía a Sofía, ni se inmutó al ver mi cara asustada frente a la ventanilla, pero en cierto modo me recordó a ella el último día que nos vimos en el juzgado.
Cuando salí a la calle, mi madre me esperaba más envejecida que cuando crucé la puerta automática. Tiré la bolsa azul a una papelera y ella, medio sonriente, me preguntó por mi padre.
Apenas un año después la misma celadora me indicó de nuevo con gesto impasible los espacios en blanco donde debía estampar mi firma.
No he vuelto a la casa de mis padres. Tampoco he tenido noticias de Sofía en todo este tiempo en el que el césped habrá dejado de crecer en el jardín infestado de topillos.
© All rights reserved Antonio de la Fuente Figuero
Antonio de la Fuente Figuero es escritor, consultor jurídico y músico. Nació en Madrid, ciudad en la que reside, y es autor del blog de relatos “Reflejos desde un parque” (reflejosdesdeunparque.com). antonio.delafuentefig@gmail.com