Sí, un hogar. Un vestido, posiblemente, de verano “covidal”, necesario; es decir, indispensable para subsistir al calor de las prohibiciones, la vida restringida y los casi treinta y tres grados Celsius de ahora mismo en la calle. Un espacio donde abrigarse de lo incomprensible y lo inacabado.
La pandemia sigue.
Al girar la llave de seguridad, abres una puerta de vidrio circundada por un discreto jardín. Una decena de mascarillas quirúrgicas a mano izquierda aparecen bajo la escalera que da al primer piso. Sobre el mueble racionalista de Ikea, una baldosa en forma de círculos de piedra que simboliza a la ciudad de Barcelona. A su lado, se alterna el hidroalcohol y una pequeña escultura de Aurora Molina; un pájaro híbrido, con dos baterías bajo el culo, evocando un silbido de sorna cuando le das al interruptor. Único.
A la entrada, en pleno pasillo, se recibe al invitado frente a una biblioteca de libros sobre Brossa, Joan Vinyoli, José Kozer, Leopoldo Panero, las poetas de Miami, Antonio Gamoneda, José Emilio Pacheco, mi estimado Borges, Plath, Wislawa Szymborska… o la colección negra de la editorial Visor. Rompiendo el tufo a celulosa y benzaldehído de ciertos tomos, reposan en la estantería los billetes sustitutos de uno, cinco, diez, cincuenta y cien pesetas que yo utilizaba para comprar chucherías y algún paquete de cigarrillos en la Prisión Naval de Carranza cuando estaba preso a mediados de los setenta. En la estantería intermedia, una colección de cromos antiguos sobre álbumes disímiles e inacabados de Ben-Hur, Bonanza, o los animales salvajes del continente africano. Una botella de ron Barbancourt de la última generación. Cuatro casetes relacionados con músicos de los años sesenta: Moncho, el gitano del bolero, o la Orquesta Platería, imitando a Rubén Blades en su boom discográfico llamado Pedro Navaja. Dos fotos de mi madre en su juventud en la alacena contigua, y debajo, la colección de la revista Nagari desde su número cero, hasta hoy.
Un sofá negro y una pantalla LG se miran frente a frente en el comedor cuando yo no estoy interrumpiendo sus egos inmateriales. A las 9:00 pm, el telenoticias. A continuación, cualquier serie de Netflix (…por cierto, recomiendo Unorthodox). Encima del televisor una escena de sujetos bailando, ante el efecto de la ayahuasca en la selva amazónica, adorna una pared blanca; su autor, Joaquín González. En el mueble que sostiene el equipo de música, una colección de cedés y devedés. Hoy pondré Novecento en honor a Ennio Morricone. EPD.
La mesa: un jarrón sin mantel y cuatro sillas. Iluminando el espacio, una luz cenital inspirada en un foco de mercado de abastos. Hoy, ocupada la mayoría del tiempo, por mi esposa y su computadora teletrabajando desde casa. Esta mesa de comedor omite el tumulto familiar y divertido de un domingo y se convierte en un despacho de oficina en este momento.
La cocina de la casa, abierta.
La nevera atestada de quesos de cabra y mozzarella, huevos morenos en su envase de cartón, vermut de Reus, jamón serrano, vitamina C, chocolate etíope, cerezas, sandía, ibuprofeno, acelgas frescas, pescados del mediterráneo, garbanzos, aceitunas de Aragón… Y no puede faltar un envase de Peptobismol, por si acaso; en Europa está prohibido el bismuto sin receta.
Abres la galería y puedes escuchar a ritmo de jazz la secadora mientras tiras la cadena del retrete. La ducha, de plato con el brazo arriba. Sus paredes, de cerámica rústica y oscura. Mientras que, el lavamanos y el bidet, relucientes bajo el cloro, dan un contraste nacarado a una figura mortecina en este momento.
Soy yo.
El espejo me mira; mi vejez no perdona: la geometría de un cuerpo maltratado por la figura de Eros y el devenir.
En el piso principal de mi loft, un tablero de arquitecto ahora convertido en una mesilla de escritor. Acurrucándome: una colección de diccionarios de distintas lenguas. Un sinnúmero de libros de la colección Viajes y Trotamundos. Vademécums de ensayo. Novelas del otro lado del Atlántico. O simplemente, concebidas en el barrio del Guinardó como Últimas tardes con Teresa, del recién fallecido Juan Marsé en su Barcelona natal.
Y hablando de muerte…
Al final del hogar: la cama de matrimonio. (No lo interpreten mal). Cualquier humano quisiera saludar al cielo prometido al lado de su compañero/a, mientras el alba aún no anuncia la obligación de levantarse. Conclusión: un dormitorio sencillo donde reina la fastuosidad de un armario para todo y una lámpara en cada mesita de noche.
Son las 8:35 am. Llaman al timbre.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)