Un vicio de por vida
Giacomo Scardanelli se dedicaba a comprar libros. No por coleccionista, sino para gastar sus ingresos siempre de la misma forma. Así la vida era más sencilla. No tenía que pensar en comida, ropa y otras nimiedades. Su casa tenía lo indispensable, así la encontró cuando se mudó. Compraba libros, los apilaba cada mes, uno sobre el otro, hasta acabar el sueldo. Al principio los compraba baratos; después se dio cuenta de que mientras más caros fueran, menos tendría que conseguir y menos tiempo pasaría agrupándolos. Luego, cada diciembre, los donaba a una biblioteca pública para que su casa quedara vacía y pudiera seguir llenándola año tras año.
Los libros siempre llegaban a su puerta: los compraba por Internet. Aterrizaban silenciosos en la alfombra que doña Scardanelli le había regalado. Ella imaginó que los libros tendrían que ser bien recibidos desde el comienzo. De esa forma las historias no la atormentarían. La alfombra era blanca y tenía un rectángulo negro en el centro, más o menos grande, para que el repartidor que trajera al libro supiera exactamente dónde dejarlo. No había que ser muy perceptivo para entender aquella instrucción implícita en la figura geométrica. Los repartidores se sentían irremediablemente atraídos hacia el rectángulo negro de líneas y ángulos perfectos. Y ninguno se atrevía a romper ese sentido de perfección que estaba frente a ellos. Sin darse cuenta, o quizás algunos muy conscientes (por qué no), deslizaban el paquete y luego lo ajustaban en el centro del rectángulo. Así podían sentirse satisfechos, bajar por el ascensor y seguir con sus vidas.
Doña Scardanelli, por su lado, estaba destinada a recolectar las cajas de cartón donde llegaban envueltos los libros. Con ellas tejía sus ropas, cocinaba tres veces al día e incluso cambiaba las sábanas de la cama una vez a la semana. Ninguna caja se desperdiciaba. Incluso con ellas armaba las fachadas de su casa, logrando que siempre aparentara verse moderna de acuerdo a la época. Así aparecieron en la portada de revistas sobre diseño, decoración y arquitectura.
Los métodos para recibir los libros fueron cambiando, pero invariablemente siempre aparecían en el rectángulo negro de su alfombra, frente a la puerta de la casa. Así pasó el tiempo en casa de los Scardanelli, hasta que Giacomo cumplió ochenta años y decidió jubilarse. No es que faltara el dinero –todavía recibía una pensión–, sino que ya no tenía brazos fuertes para cargar los libros. La construcción era tan difícil como la destrucción. Tan pesada y polvorienta. El diciembre de ese año Giacomo no regaló sus libros. Se montó en su escalera rodante y escogió el que estaba en la punta de una torre. Su esposa presenció aquel momento en el que su marido leyó por primera vez las páginas de su colección.
Sonidos de tren
Las Navidades de mi infancia tuvieron un factor en común: los familiares que estaban presentes. Mi papá y su nueva esposa, mi hermana y mi mamá. A veces participaba mi abuela. Ahora me doy cuenta de que, probablemente, ella era quien aliviaba la tensión en la mesa de los adultos. Si venía mi abuela, entonces también venía su gata Condesa y eso entretenía a la nueva esposa de mi papá.
Lo que hacía de la Navidad una mañana predecible era que siempre recibía trenes. Por algún motivo me regalaban uno nuevo cada año. Bastó que lo pidiera en la primera lista que le hice a San Nicolás para que entonces todos hallaran la maravillosa comodidad de saber exactamente qué regalarme. Siempre venían de la misma juguetería. Algunos trenes se repetían, pero aquella coincidencia sólo les causaba gracia y entonces el gusto que tenían en común se volvía el tema de conversación por un rato. Nadie volvió a preguntarme qué quería de regalo y ya yo estaba demasiado acostumbrado a una sorpresa segura.
Mi hermana Lichi sí recibía una mínima variedad de regalos. La mayoría asociados con cosméticos para su muñeca, a quien había llamado Condesita, por petición de mi abuela. Nombre que le quedó justo, después de que Condesa le arrancara las tetas de goma. Eh, no importó. Así Lichi pudo sentirse más identificada. La pobre no se desarrolló hasta los dieciséis años. Se pensó que tenía un problema en los ovarios, luego descubrieron que se trataba del síntoma de una enfermedad psicológica de trastorno de género. Lo que sea que eso signifique.
Mi papá se dedicaba a observar a su nueva esposa Beatriz. Le gustaba mirarle las uñas de los pies, casi todas encarnadas, y siempre exhibidas en sandalias de tacón. Papá encendía su pipa cerca de la ventana y desde la esquina contemplaba los pies largos y huesudos de Beatriz. O como le gustaba llamarla mi madre: Beata. Qué mujer tan considerada. Eh, mi madre, claro.
Aprendí a que sólo me interesaran los trenes. Así esperaba con ansias durante todo el año para recibir uno nuevo. Inventé un sistema con alambres para que los vagones estuvieran engarzados entre sí. Luego construí vías con rieles hechos de pitillos, plastilina y pega de silicón. Utilicé las tetas de goma de Condesita y agregué colinas al escenario alrededor del pino. Beatriz hacía un esfuerzo por mostrarse interesada en mis juegos, mientras mis padres aclaraban cuentas en la mesa del comedor y mi abuela recogía el papel de regalo del suelo. No tengo memoria de lo que hacía mi hermana. A Lichi le encantaba comer, así que pienso la cocina como un posible escenario para sus acciones. Llevo hablando mucho tiempo. ¿Quieres un vaso de agua?
– No, tranquilo. Cuéntame más sobre tus padres – cambió las piernas de posición. Tenía los muslos gruesos y morenos.
– ¿En Navidad? –pregunté sorprendido.
– Sí. ¿Qué tipo de cuentas sacaban?
– Bueno, cuentas económicas –al ver que realmente estaba mostrando interés, decidí ampliar la idea–. Mi papá me enviaba una mesada a la que mi madre llamaba “la canoa”, para que yo no entendiera de qué se trataba el sobre.
– ¿”La canoa”? –sonrió.
– Sí. Quizás tenía que ver con flujo de dinero. Qué sé yo –me encogí de hombros.
– Tiene sentido.
– Supongo – respondí. Luego hubo un silencio incómodo entre los dos.
– Bueno, ahora sí te acepto un vaso de agua.
– ¿Con hielo?
– Natural –se acomodó el cabello sobre el hombro izquierdo.
Me levanté del sofá y caminé hacia la cocina, mientras aplanaba las arrugas de mi suéter. El sol de medio día se colaba entre las cortinas de la sala, lo que hacía que los objetos demostraran su calidad melancólica con mayor facilidad. Siempre me había parecido una casa pequeña, pero esa luz agresiva de alguna forma expandía las dimensiones de las habitaciones. Y con ello la desolación de los payasos de porcelana sobre la mesa. Y las plantas que Rosalía regaba por las mañanas.
Me asomé y vi que la mujer estaba frente al Soto. Ahora sus muslos parecían más firmes. Estaban contenidos en una falda gris de ejecutiva, como carne anexa a un culo redondo y levantado. El cabello lo tenía suelto, hasta la cintura. Le llevé el vaso de agua y me preguntó por la obra de arte. Le expliqué que era un artista venezolano importante. Coloqué mis manos en sus hombros y la motivé a que caminara frente al cuadro, de un lado a otro, para que viera el efecto cinético. Ella pareció fascinada y me agarró la mano.
– Disculpa que hable tanto. No he tenido intimidad con una mujer desde que me divorcié.
– No te preocupes, vamos a tu ritmo – tomó la mitad del vaso de agua y lo dejó sobre la mesa de centro.
– ¿Quieres que me quite alguna prenda? – intentó llevar mi mano a sus tetas.
– Ya va. Déjame descolgar el teléfono. No quiero que nos interrumpan.
La mujer sonrió y se quitó los tacones. Tenía unas medias de nailon transparente. Me gustó que tuvieran huecos en ambos talones. Descolgué el teléfono de la casa y apagué mi celular. Le pedí a ella que hiciera lo mismo. A lo que me respondió que ya lo había puesto en modo silencio. Luego me disculpé y fui al baño a tomarme mis pastillas del medio día. Hice lo posible por no verme en el espejo. Cuando volví ya se había quitado la falda y la camisa. Estaba en ropa interior, de tela blanca y con encaje. Sus pezones oscuros se transparentaban a través del sostén. Me senté a su lado y le miré el escote. Ella sonrió y puso su mano sobre mi erección, masajeando suavemente.
– Mi mujer no sabía cómo tocarme. Nunca entendió lo que me gustaba.
– ¿Qué te gustaba? –se desabrochó el sostén y sus tetas saltaron, como dos balones llenos de aire. Permanecí en silencio–. ¿Te gusta esto?
– Mi mujer no sabía hacer eso.
– ¿Y esto?
– Tampoco.
– ¿Y así?
– Tampoco.
Me pidió que dejara mis manos sobre su cabeza mientras me chupaba. Yo trataba de no cerrar los ojos. Necesitaba verla arrodillada frente a mí, con el culo parado y abierto. Quería olerla entre las nalgas. El encaje blanco del hilo dental parecía a punto de romperse.
– ¿Cómo me dijiste que te llamara?
– Como tú quieras – dijo con mi huevo en su boca.
– ¿Puedo llamarte Rosalía?
– Mucho gusto, soy Rosalía –se limpió la barbilla y siguió chupando.
– ¿Puedo pedirte algo Rosalía?
– Lo que tú quieras.
– ¿Podemos ir a mi cuarto?
La ayudé a levantarse y la guié hacia mi habitación. Como no tenía ventanas, estaba completamente oscura. Le pedí que se acostara en la cama y puse el CD Efectos de sonido en el equipo. Terminé de quitarme la ropa antes de meterme bajo las sábanas. La tela estaba fría y suave. Y el cuerpo de Rosalía caliente y carnoso. Enterré mis dedos en su entrepierna y estaba empapada. Le pedí que cogiéramos de una vez. Tomé mi gorro de la mesa de noche y, justo a tiempo, comenzaron a sonar las locomotoras. Tracatracatracatá. Los vagones rozando los rieles. Tracatracatracatá. El tren pasando sobre un cambio de vías. Tracatracatracatá. El óxido. El pito. La carga. Tracatracatracatá.
Villa Agatha
Me has dicho que lea tu traducción de Agatha. Leer a Duras con tus palabras no es tarea fácil. Agatha comienza en la penumbra del invierno. Ella no dice que hay calefacción, pero apuesto a que los personajes están cerca de una chimenea. Quizás la encendieron antes de que ella le proponga dejarlo a él. ¿Están desnudos? Sus cuerpos se parecen. No sabía que quien quería dejar a alguien le hacía una propuesta. El inverso matrimonial. Ella quiere dejar al hermano y se lo propone.
Sólo pienso que estás tú, traductor, sentado frente a la chimenea con Marguerite. No me habías dicho que sabías decirla. Que me invitarían a conocer su propuesta de abandono. ¡No me dejes a mí! Sé mi cuerpo, sin genética compartida. Eres tú el traductor de esa historia. Qué tarea tan cruel. Eres tú quien me lleva sin pensar a Marguerite y a su invierno.
Ella le había dicho que escogerían una fecha, un lugar, para detenerse allí. ¿Allí estoy?
Todos vemos por la ventana. Los hermanos, Marguerite, el traductor y yo. Vemos el mar y ella dice: el mar está como dormido. No sé quién de las dos dijo algo. Sus voces son tan parecidas. Y me han engañado. Me dijeron que las acompañara, pero sólo porque querían dejarme. Verme y abandonarme en ese instante. Justo después.
Traductor, cómo voy a leer sin pensar que todo ya pasó por tus manos. Que sabes el final antes de mí. Ya sabes si se dejarán. (Pausa larga)
Antes de mí ya sabes que no podré leer lo que resta, desde el momento en que anuncian que no quieren vivir más. Que sus cuerpos se separan porque quieren la muerte. Lo sabes antes que yo y, aún así, me has pedido que lo lea. Que te lea.
Ellos están en Villa Agatha, bañándose en el río y tú los espías. Te estoy viendo, mientras los lees determinadamente, escogiendo cómo decir lo que tendrás que reescribir más tarde. Los hermanos se tocan en el río, reconociendo que tienen una misma madre y que así son tan cercanos en el amor. Y tú estás ahí, entrometido, escuchando lo que ellos dicen en voz baja, porque nada escapa de ti. Ya sabes todo sobre ellos. Sus cuerpos, sus voces, sus miedos y la angustia de dejarse atrás. Todo. Sabes sobre el silencio, sobre lo que no dirán. Lo que yo no leeré.
Aún, tratándose de tu versión. (Pausa)
No tengo privacidad al leer. No puedo vivir lo erótico encubierta. El hermano narra el cuerpo de ella, de Agatha, en la oscuridad de la habitación. Cubierta por la suavidad del mar, dice él. Usted, se tratan de usted.
Usted es el traductor.
Usted me está mirando desde lo dicho. Y ya no puedo leer sola.
Sus palabras lo escogieron, lo asaltaron desde un texto nacido. Ahora no puedo conocer la historia por mi cuenta. Todo ya pasó por usted.
Usted me está mirando.
Los hermanos se retan. Ambos han hecho el amor con otros y entre ellos. “La dejó casi muerta ese placer, ¿no es así? (No hay respuesta)”. No se mueven.
Usted me está mirando y ese placer me mata a mí. Por instantes. Esta lectura, tan reescrita por ti, me está matando.
Estoy en tu cama. Desde tu cama te leo. Desde tu cama me miras.
Sé todo sobre ti.
Largo silencio.
(No hay respuesta).
© All rights reserved Raquel Abend van Dalen
Raquel Abend van Dalen. Nacida en Caracas (1989). Poeta y narradora. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Monteávila y Magíster en Escritura Creativa en Español por la New York University. Autora de los libros: Sobre las fábricas, (a ser publicado próximamente en Nueva York, Sudaquia Editores); Andor (Caracas, Bid&Co. Editor) y Lengua Mundana (Bogotá, Común Presencia Editores). Ha sido ganadora de la Mención Honorífica del Concurso de Autores Inéditos (Monte Ávila Editores, 2012), del III Premio Nacional Universitario de Literatura (Universidad Simón Bolívar, 2009) y del XIII Concurso Transgenérico convocado por la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana. Textos suyos tanto narrativos como poéticos han sido publicados en medios periódicos nacionales e internacionales. Trabajó como reportera en el Diario Las Américas radicado en Miami. Colabora como Co-editora en BrutasEditoras. Administra el blog Expedientes M, de entrevistas a escritores latinoamericanos.
twitter: @ExpedientesM
Website: Expedientes M Entrevistas a escritores latinoamericanos por Raquel Abend van Dalen