La respuesta a la muerte, ese quiebre incomprensible para los seres humanos, ha articulado, desde hace milenios, explicaciones de todo tipo: religiosas, filosóficas y hasta artísticas. La respuesta a la muerte es, en cierto modo, el sentido de la vida. Pues bien, la primera novela de Roberto Valencia (Pamplona, 1972): Al final uno también muere, es una respuesta en clave paródica a esta eterna pregunta.
Kleizha, irónico personaje nacido y criado en Buenos Aires, narra las vicisitudes de su familia, por muchos momentos inventadas: “Usted olvida y recompone su historia con sucesos que quizás haya vivido o quizás no” (p. 93). La narración parte, por tanto, de la duda. La característica principal de la familia de Kleizha —el padre, la madre, la hermana y él mismo, incluso el abuelo— es que mueren muchas veces. Mueren y después reviven; hasta que un día, como muy bien indica el título, al final uno también muere.
El protagonista narra su historia familiar primero al lector, ubicándole en su infancia y juventud; después a un español divorciado y un tanto escéptico, llamado André, que aterriza por Buenos Aires huyendo de su exmujer; y finalmente a Alba, un médico argentino que es testigo del prodigio de la existencia cotidiana de Kleizha, siempre a medio camino entre la vida y la muerte.
La propuesta de Valencia es arriesgada. Para empezar, resulta una apuesta plenamente antirrealista, con tonos surrealistas al estilo de Kafka, y con ecos de Cortázar, que derrocha toneladas de humor absurdo: “Papá murió dos o tres veces” (p. 120) que me recuerdan a Enrique Jardiel Poncela. En cualquier caso, todas las decisiones están dirigidas a alejar el texto de la realidad cotidiana del autor. Sitúa la acción en un “barrio proletario de Buenos Aires” (p. 19), en el pasado —un pasado que yo consideraría mítico por la historia literaria de esa ciudad—, y en el seno de una familia de origen lituano que poco o nada tiene que ver con la de Valencia. Pese a moverse en un contexto familiar, el protagonista es ajeno a cualquier tipo de sentimentalismo. El estilo es ágil pero de frase larga y subordinada, lo que lleva a extensos circunloquios del protagonista. La estructura resulta compleja, organizada a partir de los cuadernos de André, que se convierte en el verdadero narrador del texto (p. 157), además de ser la representación del amigo y el filósofo.
Para ser sinceros, a este lector no le ha parecido una lectura fácil al principio. Cuesta lidiar con todo el universo que construye Valencia. Pero hay un momento en la narración, aproximadamente en el instante en que aparece André, en que el texto hace un clic. Ha sido el momento en que este lector ha empezado a sumergirse entre las letras de la novela, como si estuviera escuchando una conversación del mismísimo Roberto Valencia, a su lado, contándole sus miedos, sus tensiones y las cosas que le hacen reír. Es en ese buceo cuando este lector ha encontrado los tesoros literarios que se esconden tras la parodia, las reflexiones de esa voz, trasunto del autor, capaz de afirmar: “La muerte es nada, carece de lógica y de planteamiento y de racionalidad, y para entenderla —para simular que se la entiende— sobran los responsos, las coronas de flores y los organistas.” (p. 64). O de hacer análisis sobre las relaciones familiares tan exquisitos como este:
“Cuando eres pequeño tienes un padre en casa —o fuera de casa— y acudes a él, a su voz, a su imagen, a la estatura que levantan sus dos piernas, y hasta te mides con ella. Pero esa silueta se desvanece cuando creces, porque tu padre ya no es tu padre sino alguien que está menguando, la tierra lo va absorbiendo por los tobillos, y cuando llega el momento de restablecer su verdadera dimensión —ni tan alta ni tan baja—, lo que sucede es que te quedas sin nada.” (p. 133)
Me parece que tras la imaginación desbordante que sustenta el relato se esconde una representación de la vida del autor, de sus preocupaciones y sus vivencias, aunque de forma distorsionada; igual que lo que sucede en las narraciones de Kafka o Stanislaw Lem (a quien Valencia dedicara un monográfico en la revista Quimera hace ya tiempo). Tras la narración fantástica, Valencia está hablando de la realidad, de una realidad compleja y rica en matices. Por eso, no quiero cerrar este texto sin recomendarles que vayan a escucharle hablar en la presentación que hará de su novela el próximo 5 de junio en Barcelona, en la Central de Mallorca, con la participación del novelista Gonzalo Torné. O mucho me equivoco, o la voz del autor les absorberá como lo ha hecho conmigo la voz narradora de esta novela.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez (Barcelona. 1969), es escritor y profesor. En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper, 2012). En 2002 publicó el relato de no ficción Managua seis: Diario de un recluso (Instituto de Estudios Modernistas). Sus relatos han sido seleccionados para las antologías: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014); y para la revista de creación Specimens (Septiembre, 2014). Colabora con las revistas literarias Nagari, Suburbano y Quimera, además de colaboraciones puntuales con Rocinante y Agitadoras. Acaba de finalizar su tesis sobre ciencia y literatura española en la Universidad de Miami. Malas noticias desde la isla es su segundo libro de ficción.
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