Cuando cursaba la preparatoria, allá por los años 70, el maestro de Ética nos dejó leer Un mundo feliz, de Aldous Huxley. En aquel entonces la trama del libro, escrito en 1931, se me figuraba completamente fantasiosa: un mundo distópico en el que los humanos eran creados por manipulación genética. Desde el momento de su nacimiento se les programaba para encajar en un estricto sistema de castas, base del aparato económico. El “Estado Mundial” controlaba y manipulaba las emociones de la población por medio de “soma”, una droga que permitía la evasión del individuo de su realidad en la sociedad totalitaria donde vivían. La acción del libro se situaba en el año 2540.
En el subconsciente colectivo de mis adolescentes compañeros de clase de esa época, existían ideas romantizadas sobre el año 2000 y el siglo XXI. Los autos volarían y unos robots se encargarían de hacer las tareas pesadas que los humanos no quisiéramos realizar. Así lo habíamos visto en series televisivas de nuestra infancia, como “Los supersónicos”. Pero las ingenuas aventuras de la familia Sónico distaban mucho del mundo distópico de Huxley. Sus habitantes vivían enajenados por el “soma”. Si no lo consumían, corrían el riesgo de darse cuenta de que eran marionetas del sistema y desquiciarse al enfrentarse a su falta de individualidad.
Dos puntos de la trama de esta novela me causaron gran inquietud. El primero, la idea de crear seres humanos en probeta a partir de la manipulación genética. La finalidad ni siquiera pretendía ser digna o ética, como, por ejemplo, mejorar la salud de los seres humanos así concebidos. La razón era crear personas que nacieran con características idóneas para realizar una actividad laboral específica que encajara en el tipo de vida que se les asignaría. Se me hacía ridículo pensar que pudiéramos llegar a desafiar a tal grado las leyes de la Vida y la Naturaleza. Me tranquilizaba el hecho de que, si bien la ciencia ya había demostrado su alcance y poder con la fisión del átomo y los viajes a la Luna, el desciframiento del genoma humano parecía inalcanzable.
El segundo punto era el referente al manejo de las masas a través de manipular con drogas, de manera institucionalizada y obligatoria, las emociones de las personas. La felicidad era imperativa y la melancolía estaba mal vista. Este aspecto me impactó más y dio lugar a muchas reflexiones. ¿Qué pasaría si, en un futuro próximo, crearan una droga similar al “soma” para evitar los sentimientos melancólicos y dar “felicidad” a todos? Algo que nos hiciera sentirnos conformes con la vida que la sociedad nos asignara. ¿Quién querría vivir su vida así?
El libro parecía una propuesta distópica para encontrar el Orden y la Felicidad, valores siempre deseados por el ser humano, a cambio de sacrificar la Libertad. ¿Dónde quedaban entonces el libre albedrío y la manifestación de la singularidad de cada persona?
Conforme leía, me preguntaba qué situación extrema nos podría llevar a un escenario con circunstancias similares. ¿Una tercera guerra mundial? ¿Un dictador tipo Hitler que lograra adueñarse del mundo? ¿El contacto con alguna raza alienígena que nos proporcionara adelantos científicos que no pudiéramos controlar y nos rebasaran?
Hoy, a casi medio siglo de distancia, me cuestiono si en la actualidad no estamos viviendo algo parecido, o muy cercano, a ese “mundo feliz”. ¿Cuántas personas realmente buscan la libertad y están dispuestas a ejercerla, con las responsabilidades que esta conlleva?
Bauman, en su libro Modernidad líquida, apunta que muchos filósofos dudaban, en la época moderna, de que el hombre común estuviera preparado para la libertad, mientras que otros filósofos pensaban que el ser humano dudaba de los beneficios que dicha libertad podía darle. Comenta que: “Pocos individuos deseaban liberarse. Sentirse libre implica equilibrio entre los deseos, la imaginación y la capacidad de actuar. Este equilibrio puede mantenerse de dos formas: recortando el deseo o la imaginación, o ampliando la capacidad de elección”. En ambos casos, la libertad se nos ofrece, no como una bella flor que cortamos en un paseo por el campo, sino como el resultado de acciones consientes; de un arduo trabajo cotidiano y retador.
No se ha fabricado y generalizado una sustancia química como el “soma”, tal cual. No todavía. Pero estamos expuestos a gran cantidad de factores que nos condicionan y manipulan. Por ejemplo, la aprobación de nuestros pares en las redes sociales. Para muchos, contar con esa aprobación y reconocimiento les produce una especie de felicidad, o al menos, placer. No obtenerla los puede llevar a la depresión y a cuestionarse la propia valía.
La ciencia nos adelanta “probadas” de nuevos inventos, como la realidad virtual aumentada, que podrá recrear olores y sensaciones físicas. Pronto podríamos tener la experiencia de escalar el Everest, nadar con ballenas, correr en las 24 Horas de Le Mans, o incluso participar en una pelea callejera, usando nuestros cinco sentidos. Todo ello sin tener que abandonar el cómodo sillón donde vegetaríamos gran parte del día.
Ante eso, tal vez sería conveniente que pudiéramos identificar, en nuestras propias vidas y desde ahora, qué tipo de “soma” estamos consumiendo y cuánto más estaríamos dispuestos a consumir para encontrar la “felicidad”. O detenernos a reflexionar sobre nuestra libertad y aceptar el complejo reto de ejercerla.
Bibliografía
Bauman, Z. Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, S. A., 2002. Libro digital.
Huxley, A. Un mundo feliz. Distrito Federal: Rotativa. 1972.
All rights reserved María del Carmen Colmenares Inurreta
María del Carmen Colmenares Inurreta. Es psicoorientadora conductual y maestra de español para extranjeros. Actualmente cursa el cuarto semestre de la licenciatura en Creación y estudios literarios en el Centro Morelense de las Artes (CMA). Participa en el Taller de Multiplicadoras del proyecto “Mujer, escribir cambia tu vida” y en el Programa Nacional de Salas de lectura. Sus principales áreas de interés son la difusión de la lectura y la escritura, y el desarrollo humano. Vive en la ciudad de Cuernavaca, en compañía de su esposo, sus dos hijos y dos gatas.