Conocí a Abderrahman Salguero cuando aún era Ramón Salguero, y ambos compartíamos patio, bar y estudios de Filología.
En aquella época éramos unos ilusos, y en vez de estudiar solo por obtener el diploma, también queríamos aprender y saber el porqué de los asuntos. A esto dedicábamos largas sesiones en la playa de la Caleta, donde desbrozábamos las peliagudas aristas de la poesía del 27, la lingüística estructuralista, o la cuestión del indoeuropeo.
Conforme avanzaban las cervezas, el hachís y el atardecer, casi todo era finalmente resuelto con metáforas sexuales (llegamos a la conclusión de que la literatura universal está basada en señores de cincuenta años intentando seducir a chicas de veinte), o psicotrópicas (llegamos a la conclusión de que estos señores escribían propulsados por diversas sustancias legales e ilegales). Luego, ya podíamos volver a casa con la tranquilidad de haber desentrañado algunas candentes cuestiones filosófico-literarias.
Recuerdo que en una de estas sesiones etílico-académicas, uno de nuestros ponentes, poseedor de una espectacular cresta rubia, confesó que había creado un idioma completo, como entretenimiento. Era Ramón. Nos enseñó un cuaderno de tamaño cuartilla con todos los verbos, un modelo de conjugación, sustantivos, y adjetivos. Al contrario del esperanto, había intentado complicarlo lo máximo posible, y que no tuviese relación con ninguna otra lengua.
Todos celebramos su magnífica idea e intentamos hilar alguna frase, lo que no fue tarea fácil. A las pocas semanas, se publicó una revista en la Facultad, en la que Ramón escribió un artículo en su idioma. No sé decir si era interesante, pues nadie se tomó el trabajo de pedirle el glosario para intentar traducirlo.
Unos años después llegó la conversión al islam, su beca en Marruecos, mi emigración al Reino Unido, y nos perdimos el rastro, salvo una carta que recibí: Era un folio doblado en ocho partes, embutido en un sobre minúsculo de correo aéreo, con remitente desde Sudán, en el que me hablaba de la guerra civil, del abatimiento que sentía ante el género humano, y de su pronto retorno a Cádiz.
Así que, veinte años después, ahí estábamos de nuevo sentados en La Caleta, contando anécdotas y nuestro camino de ida y vuelta.
—No jodas que fuiste al psicólogo en Sudán —dije, con referencia a su carta. O sea, vas a un país africano en guerra, te amargas y allí hay psicólogo.
—Así es, como te lo cuento, en una sala de hospital sin techo, entre paredes derruidas, me recibió. Un tipo genial, por cierto. Me dijo, vuélvete a España, chaval…
—Parece razonable. Oye, ¿y qué fue de tu idioma? ¿Te acuerdas?
—Por supuesto, pero no he podido seguirlo. Con el tiempo, evolucionó mucho, se dividió en varios dialectos, y ya ni siquiera yo lo comprendo.
—Vaya, debe ser duro perder un idioma así.
Empezó a anochecer sobre La Caleta y los dos amigos nos quedamos sobrecogidos ante el cielo rojo, el mar, el viento de la historia, el paso de la nuestra, las barcas, el hachís, y los ciclos eternos.
© All rights reserved César Holgado Morcillo
César Holgado Morcillo es escritor y formador. Trabaja para el Grupo Colón como profesor de inglés comercial, y reside en Madrid. Es autor del relato premiado “Creo que lo perdimos entre Sarajevo y Kidbrooke” cesarholgado@hotmail.com