Hay pájaros de sangre cuyo canto es aviso de carne nocturna. El más hermoso de ellos se anidó en tu empeine. Desde ahí su trino se volvía tarde, se volvía mensaje, se volvía el otro rostro de la muerte que es la fortuna. En el balcón, bajo el cielo azul que prometía una herida naranja al despedirse la tarde, tú fumabas para amortiguar los secretos que no se cuentan, sino que se hacen. Para esperar el tiempo —ese tiempo que llega con atraso entre nosotros— me contabas de tu vida en un país en penumbras. Ahí se canta el llanto y las lágrimas saben a encuentros que se despiden sin misericordia.
Te oía como se oye a los amores eternos, con esos silencios que suplican labios, con esos silencios que rasguñan la garganta. ¿Como el mezcal? Como el mezcal entre la carne femenina que se abre con la provocación de la lengua. Pero aún no empezaba la danza de manos y sólo te escuchaba, y tus palabras sabían a risas, a deseos con sabor anís, a caricias regaladas como sólo pueden regalarse las promesas de encuentros futuros. Escuchar es abrazar a los otros con el silencio. Por eso, a tu lado, tus palabras me guiaban por esa ciudad tan lejana que no podía imaginarla fuera de tus historias de amor y horror, de calle y carne, de vida y dicha.
No hay otra forma de sobrevivir en el juego más que lamiendo las heridas; las propias, las prestadas, las falsas, las que imagina uno cuando no aparece la lengua ajena al final de la sábana. Lamiendo es como se cura el alma. Hay que lamer las pieles, los labios. Hay que lamer el veneno cuando se infecta el sueño. Lamiendo se han conquistado países y pesebres. Lamiendo se despiertan los humores cuando falta el deseo. Lamiendo es como se llega al final de los departamentos para liberarlos de fantasmas. Lamiendo, lamiendo tu espalda, lamiendo tus muslos, lamiendo tu semen, lamiéndote, lamiéndote a ti, es como quiero morirme…
Entonces con esa euforia con la que nutres tus relatos, tú voz y la del pájaro de sangre —el pájaro que se anidó en tu empeine— se hacían una. ¡Trinaba la noche recién nacida! Las maldiciones se volvían anécdotas de juegos infantiles y los borrachos volvían a ser libres, a ser eternos. El cigarro, la cerveza, la mano. Yo no decía nada. Escuchaba el canto. Palpaba el canto, y ese rosario de intenciones buenas, de buenas intenciones, que salían de tu lengua hacían refugiarme aún más en el silencio y en la gracia de aquellas horas reservadas para escucharte. Es tiempo, dijiste. Es tiempo, cantaste. Me lamiste la oreja. El milagro….
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra