A José Armando García
I
Yo
Imagen de la pelíclula Pa Negre (2010) de Agustí Villaronga
…permíteme que te diga una cosa: la infancia no sólo eres tú y tu juguete preferido, sino el asombro ante la primera bofetada.
Fue durante el verano del 59. Los celos crepitaban en el dormitorio que compartíamos mi hermano pequeño y yo. La verbena de San Juan se acercaba cada día a su efemérides. Pero algo más importante restaba aún por venir: la fiesta de San Pedro; mi aniversario.
El primer cachete que recuerdo fue el que yo le di a él. Más que un revés en la cara, fue un acto criminal adornado por el arco iris que provoca la pólvora en una habitación. Sí, han entendido bien, le había puesto petardos a los pies de la cuna a mi prójimo. Grrrrr.
La abuela acomodaba siempre su mano derecha entre los rizos de su nietecillo mientras le tatareaba canciones que, durante la guerra civil española, ya habían sido eco en la mecedora de mi padre. En cambio, con su pecho de ternera a reventar, mi madre, le daba leche y palabras de elogio a su retoño de nueve meses, Bertino por nombre. Agarrado a los palotes de su cuna, me encontraba yo, observando aquella baba blanca con la envidia de quien ya no iba a degustarla más. Por supuesto, no pude acercarme a sus pezones de mujer dadivosa y mi boca se secó. Este fue el primer motivo para hacerme preguntas tan ásperas como la siguiente: ¿por qué él sí puede chupar y yo no?
-¡Desgraciado! En vez de cuidar a tu hermanito te dedicas a incendiarlo. ¡Será possible!
Mi abuela se levantó, y me dio la primera galleta que recuerdo de mi vida.
II
El padre
En sí, no hay que matarlo sino hurgar y apropiarse de su espejo para no repetir su imagen. Sin embargo, si descubres en él similitudes que desdeñas, entonces será mejor que las aceptes, antes que su cadáver se inocule en tu inconsciente.
Cuando ponía música en el comedor no quería a nadie en el comedor.
Peinaba su bigote de hombre franquista -…sin declararlo públicamente- frente al espejo de pared de la sala. Y subía sus pantalones de corte italiano a la altura de la cadera para que, los bajos del mismo, sólo cubrieran el lazo de sus zapatos. Y con una americana azul marino y una camisa azul turquesa, se anudaba una corbata azul oscuro salpicada de pequeñas lunas blancas.
Impecable, se acercaba sus dedos de comerciante hacia la nuez y frente al espejo de la sala con un nudo perfecto en el cuello empezaba a imaginar historias. En la mesita del bufé: un cenicero de cristal de roca. El humo de un cigarro canario encendido. Y una botella de güisqui español, llamado Dyc.
Su espectáculo privado va a empezar.
Un disco con la carátula de Frank Sinatra entre sus manos y, con un cierto goce por volver a oír esta melodía, se observa asimismo. La aguja del microsurco araña la primera pieza. Allá vamos.
Strangers in the night exchanging glances
Wondering in the night
What were the chances we’d be sharing love
Before the night was through
Extraños en la Noche. Frank Sinatra
Ahora empieza la canción.
Una mujer que desconozco le ayuda a cerrar los ojos. Una mujer que a veces podría ser mi madre, que tras la culpa por algún error de la jornada de ayer, intenta conservarla en la habitación de sus sueños. O podría ser la dependienta de la perfumería Colomer, de la misma calle donde vivimos que hoy ha tenido el gusto de ofrecerle de forma gratuita el olor a sándalo y vetiver del agua de colonia por nombre: Agua Brava.
En invierno, mi mentor, se cubría con un abrigo de paño y cuando salía por la puerta de casa yo reseguía sus pasos desde mi habitación. Escuchaba la cadencia del descenso por la escalera del vecindario desde la ventana adyacente y, como si de un niño miedoso se tratara, contaba los peldaños que quedaban para cesar el pánico que llevaba dentro. Cuando el hierro de la puerta golpeaba al bastidor, sabía por seguro que era tiempo de levantarse de la cama y protegerme bajo las enaguas de mi madre. La noche seguía igual de oscura hasta bien entrada las siete de la madrugada.
III
La madre
Dejar de mirarte en el lago de Narciso y aceptar que alguien te va a desear no porque cada día te mires más, sino porque cuando no lo haces eres otro muy distinto: es la lucha que todos tenemos antes de llegar a ser adultos. A la madre no hay que “ matarla”, sino aceptar que, lo que quiere de ti, es establecer una relación con un muñeco que nunca vas a ser tú.
Caminaba con unos tacones altos a todas partes y, desde todas partes, los hombres esquivos y brutos del mercado municipal. Aquellos hombres que lucían sus camisetas con la tierra de la patata aún en su piel o su bata blanca machada de sangre por el transporte de carne de vacuno, no dejaban de mirarla. Subía por la calle de Simón Andrade que a menudo estaba cortada al tránsito por la carga y descarga de mercaderías y en medio de la acera iba ascendiendo cuesta arriba hasta llegar a casa.
– Buenos días señora María Asunción. ¿Qué niño tan guapo tiene?. Ahora que ya camina va a ser una buena protección en sus paseos
“¡Qué hijo de puta!” pensaba yo. Y que conste que aún no podía razonar esta oración por la edad. Pero recuerdo aquella sensación de asco por la manera de acercarse y pellizcarme los mofletes. Aquel repaso a su figura, desde los zapatos hasta el rostro con aquelllos ojos de cangrejo loco que me asqueaba. Y lo más curioso es que cuando tienes cuatro años, los hombres te parecen gigantes y piensas que te pueden aplastar y robarte a la madre en un santiamén.Conclusión:éste era un rival de cuidado.
– ¡Ay Don Julián, Ud siempre tan pendiente de mí . Muchas gracias¡
Por supuesto este era un señor con el mismo bigote nazi de mi padre, con un traje a medida que vendía tejidos en una de las tiendas, pero con el carnet de la Falange Española en el bolsillo y algo más amariconado en su galantería. Su esposa estaba en una silla de ruedas por una trombosis y había sido la envidia del barrio. El señor Julián le echaba el ojo a mi madre, pero no era el único del barrio.
Ya desde pequeño, mi mamacita se va a dormir con la permanente del pelo descansando en el cojín y sacando ideas de las revistas de moda de la época. Después de que mi padre cerrara el portón de la escalera -tal como dije antes- allí estaba yo en su lecho. Y allí mis primeros recuerdos carnales agarrado a su cuerpo y a la enagua de seda falsa diciendo:
– Papá no, Papá no.
– Anda duerme que aún quedan cuatro horas para ir al parvulario
– Mamá, ¿me quieres?
– Sí hijo mío, yo sin ti no soy nada ni nadie, en este mundo.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)