Mi nombre cristiano es Diego y he perdido la cuenta de los años que he transitado en este Colegio de Tlatelolco. Mis padres me dieron por nombre Topiltzin Xocoyotzin por ser el menor de entre mis hermanos.
La fortuna me había destinado a morar en la casa de los cantos, diestro en verdad era tañendo las flautas y el teponaztle. Mi voz, diáfana, desde muy temprano me reservó un lugar de honor en el Cuicacalli. Mi cuerpo, armonioso y ágil causaba envidia cuando nos entregábamos por noches a los areitos en el templo de Titlacauan.
Yo vi morir y renacer por años a Tezcatlipoca. Mancebo incólume que con gracia tañía la flauta. De quien al solo mirar a lo lejos sus negros cabellos nos obligaba a postrarnos anticipándonos a su llegada.
Nunca envidié ni temí semejante destino.
Seguro estaba que llegado el momento me serían entregadas en la diestra las flautas de Tezcatlipoca y llevaría en la siniestra las flores de cempoalxochitl, preludio de mi apoteosis. Mi cuerpo sin tacha alguna, no había sido profanado y mi voluntad no era otra que la del Calmecac.
Llegado el momento ya no sería yo el que extrajera el corazón de Tezcatlipoca, ni lo desmembraría para después empalarlo en el tzompantli. Llegado el momento Yo sería Tezcatlipoca. Es por eso que año con año me entregaban las flautas que habría de destruir antes de ser consagrado en el templo, después de haber tenido comercio con las mancebas que fielmente me entregarían a él.
Ese era mi destino que me fue arrebatado con la llegada de los hombres barbados. El falso Quetzalcoatl que habría de tomar venganza de la humillación y el exilio que lo había obligado nuestro Señor Tezcatlipoca.
No fue suficiente que me hubiesen negado mi destino. Por mi condición de discípulo del Calmecac fui entregado a este Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco y obligado a vestir otros hábitos. Los años transcurrieron perezosos, adoptando otras lenguas, aprendiendo nuevos ritos.
Lo único que me ha mantenido en pie es ser testigo cómo durante el mes que nosotros llamamos toxcatl los hombres barbados entregan ritualmente a un mancebo sin tacha que gozará de un final similar al de nuestro Señor Tezcatlipoca. En esta Iztapalapa yo lo veo año con año inmolarse en un madero y ser adorado por todos como un Dios vivo.
El tiempo ha pasado inconmovible y mi cuerpo se ha encorvado en esta penosa labor de perpetuar en las crónicas de Fray Bernardino lo que fue el destino de otros y no el mío: el de Cristo y Tezcatlipoca.
Relato que forma parte de la actual edición impresa anual
Nagari #3 Ceci n´est pas Mexique
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