saltar al contenido
  • Miami
  • Barcelona
  • Caracas
  • Habana
  • Buenos Aires
  • Mexico

Noviembre 2022

TIEMPOS HEROICOS* (FRAGMENTO). Gustavo Rivas Torres

Capítulo I

La puerta del consultorio se abrió y de ella salió mi madre. El psiquiatra que la acompañaba hizo un gesto con la mano para indicarme que era mi turno de entrar. Dudé en obedecerlo. No me levanté de la silla hasta que Norma confirmó con su mirada la indicación del desconocido. Era viejo, pero se movía de manera ágil en comparación a otros hombres de su edad. Tenía una nariz chueca que sostenía unos grandes bifocales y la ausencia de una bata en su vestimenta me generaba un mal presentimiento.

Contrario a lo que esperaba, no había ningún diván dentro de la habitación, sólo un sillón individual tapizado de piel negra, frente a otro de tres cuerpos. Los sillones se encontraban separados por una mesita de madera cuya superficie era ocupada por una fuente de chorro irregular. Del otro lado del cuarto, un escritorio de cristal, un librero y al menos una decena de diplomas clavados a la pared se apretaban en una esquina, cómo si quisieran pasar desapercibidos para no recordarle al paciente que se encontraba en un consultorio y que su interlocutor era un médico.

—¿Sabes cuál es mi trabajo?

La pregunta me tomó distraído. Había aprovechado esos minutos que tardó en presentarse el doctor para encontrar una manera de sentirme cómodo dentro del enorme sillón.

—Es un psiquiatra infantil —respondí aludiendo a la lámina que etiquetaba la puerta de su consultorio.

—¿Y sabes qué significa eso?

Tenía once años y aquel hombre sentado frente a mí me hablaba como si fuera un recién nacido.

—Cura a los niños que están locos.

El doctor me miró sonriente en lo que entendí una burla ante mi ingenuidad.

—No, los psiquiatras no hacemos eso. Los psiquiatras ayudamos a los niños como tú a ser más felices. Lo que vamos a hacer aquí es platicar…

Los niños como yo. No entendí a qué se refería con esas palabras. Por un lado, podía referirse a cada niño del mundo o, por el otro, a aquellos que tuvieran los mismos problemas que yo, sólo que no sabía qué tipo de problemas. Yo más que nadie estaba interesado en averiguar el motivo que me había llevado a estar dentro de ese lugar, pero el tema era tratado con un secretismo que me ponía nervioso. ¿Por qué todos, con excepción mía, tenían el derecho a saber lo que me pasaba?

Desde que me había enterado por accidente que Norma agendó esa cita con el psiquiatra, dediqué horas a encontrar en mi comportamiento indicios de locura, sin hallar nada. Me consideraba tan normal y feliz como cualquier niño. A lo mucho resaltaba de entre mis compañeros de salón por haber mantenido, durante mis casi seis años de primaria, el mejor promedio del colegio.

Aquella era una proeza que había conseguido no sólo porque Norma me recordaba constantemente que mi única obligación en la vida era la escuela, sino que genuinamente tenía la facilidad para conseguir buenas calificaciones. Además, había logrado mantenerme alejado de cualquier problema de conducta, pero esa ilusión de sentirme un hijo ejemplar terminó de golpe cuando Norma recibió un citatorio por parte del director.

Ese pequeño papel de color amarillo, similar a los que se enviaban por mal comportamiento, provocó que mi madre me llenara de gritos intentando que le confesara un crimen que no cometí. Tuve que explicarle, entre llanto y mucosa, que mi día había transcurrido en la normalidad de siempre, con la diminuta excepción de que el director me había abordado de manera extraña durante la hora del recreo.

El hombre de cuerpo voluminoso había interrumpido mi lectura del último libro de Harry Potter con el ruido que hizo al sentarse en la misma banca que yo. Sin decirme nada, desenvolvió el papel aluminio que llevaba en la mano y comenzó a engullir a grandes mordidas una torta de olor desagradable. Al percatarse de que lo observaba confundido, extendió su mano para que le permitiera ver el libro. Sus dedos llenos de grasa y la mancha de mostaza en su palma me hicieron sugerirle usar una servilleta antes de hojearlo. Aceptó de mala gana utilizando su propio pantalón para limpiarse las manos.

El director revisó el libro de manera desinteresada, provocando que el separador amarillo de Librerías Gandhi terminara en el suelo. No tuvo la cortesía de preguntarme si recordaba el número de página en la que me había quedado, simplemente metió el separador en una parte aleatoria del libro y me lo regresó arrastrándolo de extremo a extremo de la mesa.

—Existe tiempo para todo —inició con ese tono condescendiente que tienen los adultos para regañar a un niño por medio de consejos—. El recreo es para que juegues con tus compañeros, no para que leas. ¿Apoco no crees qué es mejor sentarte entre personas de carne y hueso que entre seres hechos de palabras y papel?

Interrumpí la minuciosa inspección que estaba llevando a cabo en las páginas del libro en busca de algún otro resto de comida y dirigí la mirada hacia el caótico patio. Para mí, la elección era obvia. Sentía satisfacción al salir a la media hora libre que se nos daba de recreo y encontrar una mesa vacía en la que pudiera pasar el tiempo leyendo.

No me disgustaba la idea de correr en círculos jugando a las traes, ni participar en los partidos improvisados de fútbol, pero prefería no regresar sudando al salón. Tampoco me interesaba formar parte de las conversaciones de si Sofía de quinto C tenía mejores nalgas que Jimena de sexto A, en los juegos que consistían en golpearse los testículos para ver quién resistía más o en los intentos de fotografiar bajo las faldas a las niñas con la ayuda de una regla y un espejo. Prefería observar ese universo ajeno que me hacía sentir incómodo desde la seguridad de una banca mientras comía mi lonche.

El director se retiró sin decirme más, para horas más tarde entregarme el citatorio que provocó el enojo de Norma y la mantuvo sin hablarme durante los dos días que existieron entre la llegada del citatorio y la reunión con el director. Pero cuando llegó a la casa después de pasar poco más de una hora en el colegio, se disculpó por haberme gritado y me explicó que todo había sido un mal entendido. Yo le creí hasta que, durante el siguiente recreo, no encontré mi libro de Harry Potter en la mochila.

Sin el libro, los treinta minutos que pasé en el patio fueron eternos. Hasta ese día fui consciente de que un minuto se compone de sesenta segundos y que estos no avanzan con mayor ritmo por el hecho de contarlos tan rápido como me permitía mi cabeza. Utilicé entonces ese tiempo para planear la manera en que le reclamaría a mi madre por haberme dejado sin mi principal fuente de entretenimiento. Pensaba regañarla por tomar el libro sin permiso con la superioridad con la que ella solía aleccionarme, pero estando frente a Norma carecí del valor para decir nada.

Fue hasta que estuve a punto de dormir que reuní el coraje para encararla. Caminé en pijama hasta su cuarto con una determinación que fue interrumpida por su voz al teléfono mencionando que me agendaría una cita con el psiquiatra. En ese momento, mi preocupación por el libro se desvaneció y desde entonces no había dejado de pensar en los motivos por los que Norma me creía un loco.

—Entonces podemos ser amigos, ¿te parece?

La pregunta del psiquiatra regresó mi atención a su arrugado rostro. Acepté su petición sabiendo que la única finalidad de aquella propuesta era que le entregara mi confianza. A ningún hombre mayor podía interesarle ser amigo de un niño, al menos no de manera gratuita, y poco le podía interesar mi vida más allá de la pretensión de curarme el mal que me aquejaba. De ahí que contesté a cada una de las preguntas que me hizo tratando de identificar en ellas el motivo que me había llevado a estar dentro de esas cuatro paredes. Que si mi familia, que si la escuela, que si me gustaba la música, que si ya sabía que quería ser de grande, que si había algo en mi cabeza que creyera necesario compartir. Que si mis amigos. La fluidez con la que respondí las preguntas anteriores se esfumó. Ningún nombre se venía a mi cabeza y, sin embargo, no creía que no tuviera ninguno.

Llevaba una relación buena con mis compañeros de salón. Era de los primeros en ser elegido a la hora de formar equipos para cualquier trabajo, no era blanco de insultos o agresiones como otros con peor suerte, e incluso recibía invitaciones para jugar fútbol cuando alguno de los equipos necesitaba un jugador extra, claro que siempre las rechazaba. Con el género opuesto mi relación era todavía mejor, veían en mí a una especie de confidente que tenía la paciencia para escuchar sus historias y líos amorosos. Aun así, no mantenía una amistad continua con ninguno de mis compañeros y mis breves interacciones con ellos eran circunstanciales.

Tal y cómo se lo expliqué al psiquiatra, mi mejor amigo era Tomás Saldaña. Hijo de una amiga de Norma, estaba acostumbrado a pasar las tardes de sábado junto a él, mientras nuestras madres platicaban de los minúsculos dramas que agobiaban sus vidas. Hablábamos poco, pero disfrutábamos jugar Xbox y armar figuras de Lego. De manera más reciente habíamos descubierto el pasatiempo de grabar pequeñas películas con la cámara del iPad que le habían regalado a Tomás en Navidad.

Esos videos caseros eran tan malos cómo se puede esperar de una producción dirigida por un par de niños. Sin embargo, participaba en ellos motivado por el placer que me ocasionaba escribir las historias que grabábamos. No se trataban de tramas particularmente originales, en su mayoría provenían de películas cuyo final consideraba malo y entonces las modificaba.

La parte de actuar era lo que convertía ese pasatiempo en algo tortuoso. La pésima interpretación provocaba que las palabras escritas en el papel sonaran ridículas y que la cámara apuntándome se sintiera como un arma. Tomás no lo sentía así y presumía el video mal editado con nuestras madres cómo si se tratara del siguiente gran éxito de Hollywood y el inicio de su carrera como actor. Yo, en cambio, me avergonzaba siempre del resultado y seguía participando en aquel juego únicamente por lo mucho que disfrutaba hacer mis historias.

—¿Y además de Tomás?

Me sentí abrumado como las pocas veces en que olvidé alguna respuesta para un examen. El psiquiatra cambió de pregunta sin darle importancia a mi silencio, aunque a esas alturas ya era evidente que mi soledad había desencadenado que me creyeran loco. Salí del consultorio convencido a que, en las semanas que quedaban de clases, remediaría la situación, pero la primaria se me acabó antes de que consiguiera hacer amigos. Por lo que Norma decidió que lo mejor para mí era inscribirme en la secundaria donde estudiaría Tomás. Así podría sentirse tranquila de que tendría un amigo con quién estar durante los recesos.

La noticia me cayó bien. Estaba seguro de que en un nuevo colegio no sólo sería amigo de Tomás, sino que podría hacer al menos otro par. Conté los días para que terminaran las vacaciones e iniciara ese nuevo mundo que prometía cambiar mi vida. Y si bien al año siguiente lograría curarme la soledad, nadie me explicó que la compañía es el peor de los vicios.

* Primer capítulo de la novela juvenil en proceso de edición Tiempos heroicos.

© All rights reserved Gustavo Rivas Torres

Gustavo Rivas Torres. Nacido en 1999, en la ciudad de San Luis Potosí, México. Ganador del Concurso Estatal de Cuento 2012 en la categoría juvenil. En 2016, concluyó el taller: “Análisis de creación Literaria del CEARTSLP”, impartido por Xalbador García. Durante 2018 participó en el curso: “Los exiliados de la revolución mexicana en Cuba, una historia por escribir” del Colegio de San Luis. Publicó en la Revista Matices, 2020 y la Revista Resonancia SoM #2, 2021.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.