Tiempo de suspensión
Hay una altura en el cielo que no se mide en metros ni en pies. Una altura como una ligereza, una gracia, un soplido de pluma. Los coros nos llevan allí, donde solo la voz mancomunada alcanza. Una vez allí, corazón arrebatado, disparados como una flecha rendida al vacío, el coro se suspende por un tiempo, es el silencio de blancas que nos suelta al vértigo. Vernos a esa altura y sin amparo, nos trae la revelación: es la voz la arquitectura con que el gozo nos proyecta, y el silencio entre ellas, lo que perdemos al hacerlo.
Thomas Tallis describió esta balística en “Spem in Alium”, una pieza memorable por esa suspensión en el medio, esa porción de silencio que despliega el acantilado, ese pedazo de nada entre dos torrentes, ese hiato en donde el alma no es atajada más por su inercia que por su contención. El monumento de Dios es un soplido, es apenas ese algo que pende de la gracia como de un hilo.
La revelación mística tiene esa cualidad: la de estar arrebatada por un empuje brutal, aunque sin fuerza de inicio. A veces los cuerpos aceleran por fuerzas desconocidas a él: a veces aceleran y arden en proximidad a otras masas. Lo interesante es que esta aceleración no trae consigo una sola fuerza de empuje, a veces solo sucede por el arbitrio de la inercia. Los cuerpos arden en la proximidad, de allí el arrebato.
Quizás por esto sobran las referencias místicas a la entrega y la rendición. Es la búsqueda de una fuerza magnética allí donde no hay más que inercia. Vamos hacia lo Uno, y no es eso Uno quien nos empuja.
Ese momento de suspensión en la pieza de Tallis nos trae ese coeficiente de conciencia en medio del arrebato, y con él, el vértigo, el vacío como una garganta.
Entre-dos:
Un hiato siempre es entre dos, dos contingentes, dos conjuntos, dos columnas. Es, por tanto, co-dual -esto es, colinda mutualmente a los dos entes con los que fronteriza. Y básicamente toma forma por estar entre estos, de lo contrario sería mero vacío.
La mirada presta poca atención a esto, pero la fotografía revela un desapercibido. Para finales del siglo XIX, todavía se desconocía que todas cuatro patas del caballo abandonaban suelo en el transcurso de un galope. Edward Muybridge descubre que sí: hay un tiempo en el que todos cuatro miembros del caballo cruzan por un unsupported transit durante su trote. Para ello, hubo de hacerse de un equipo prehistórico a la cámara cinematográfica.
El punto es que ese hiato no lo ataja la mirada humana, al menos no si no es primero mili-cinética. Por ende, tal suspensión es un resultado de pausar en el momento cuando ya no hay tiempo. Es una pausa y no una detención, porque el tren te los hechos corre a pesar.
Muybridge descubre a la mirada algo que entre las figuras poéticas se denominaría como “una aposiopesis en la gradación”. Pero el asunto con la gradación es, seguida la secuencia, se descubre siempre un grado inédito, cuando la reticencia ya deja de serlo. Muybridge lo decanta bien-llamándolo: “tiempo de Suspensión” -respecto al galope. Lo importante en el grado es que lo anteceda y lo proceda otro grado.
Ahora bien, es sabido que tal tiempo no había podido ser descubierto antes por no ser “sostenible”, es decir, no hay suspensión sostenida, es otro paso en una serie.
Lo que diferencia esta suspensión de otro grado cualquier –al fin y al cabo, es un grado más en la secuencia- es la proeza de descubrir en la gradación un hiato.
Mind the gap:
En música, en su escritura específicamente, importan los silencios, importan un mundo. Música es la vecindad de ruidos organizado por el silencio del que es vecino. Ocuparse de estos silencios requiere de tanta dedicación como el posicionamiento de un arco sobre las cuerdas de un violín. De aquí que nos ocupe la brecha. “Mind the gap”, nos advierten antes de abordar los vagones. Pero este es un tren estacionario, la brecha que ocupa no es la del lapso sino la que salva las distancias. Sobre esta podemos dar un paso, y pasar adelante. Distinto es un lapso que aparece como brecha, ya que uno tiende a pensar en el tiempo en tanto pleno, precisamente por lo inexorable de su paso.
Sea en tiempo o sea en espacio, la brecha importa, un mundo. Sin embargo, la brecha en el tiempo importa así no sea mayor cosa como para hacer un mundo. ¿Sabemos por qué importa? Porque fundamentalmente no se puede congelar ni en el paso ni en el pasar. Quiere decirse con esto que en el compás, la brecha deja registro por su escritura pero existe por su confinación entre dos. Depende de estos dos, a ellos les debe su corporeidad. Y de ahí, su gracia: la que esfuma.
En los cuerpos detenidos, la brecha se abre como grieta, en aquellos en movimiento, es un hiato del que nos percatamos siempre y eternamente luego. De tal suerte que la suspensión en tanto tiempo es un hiato en una secuencia. En el espacio inmóvil, esta tiende a solidificarse en una grieta. No son lo mismo grieta y brecha, es importante notarlo, ya que el tiempo no puede “agrietarse” por no ser un cuerpo sólido, mientras una brecha sí puede introducirse en el tiempo. Lo hace la suspensión de las patas de un caballo, lo hace también un silencio en la ejecución de una pieza musical.
Sobre el pasar, tiempo de suspensión:
Todo esto, tanto y cuanto, para hablar de la muerte de un tío que fue para mí faro. Es en el tiempo que uno ubica la pérdida de un ser querido. De hecho, su muerte es la pérdida de un tiempo, algo se suspende en ese tiempo y se da por perdido. Esta pérdida sí que es vacío irreparable en tanto que sucede en el pasar del tiempo, cuando ocurre cual deflación de un transcurrir que corría antes y luego, después. Puestos a ver, es absurdo dar por perdidos a nuestros muertos, es por ello que nuestra lectura tiende a ser la de aquello que “se nos ha muerto”. La pérdida es entonces de los vivos, vale aclararlo, porque en la extensión no hay nada que pueda darse por desaparecido.
Apenas yo me ajustaba en el país de acogida, recibo la noticia de la enfermedad terminal de mi tío, avanzaba feroz e implacable, al punto que lo consumió en cuestión de meses, cuando la esperanza del resto de la familia apenas cogía hálito. Llega siempre súbita la noticia de una pérdida respecto a nuestras esperanzas: “el tío Romer ha muerto”. La pérdida siempre ocurre respecto a algo más, llámese nuestras esperanzas, llámese nuestras creencias, llámese la vida de los que lo sobreviven. Ya sea por lo joven del difunto o lo voraz del mal que lo consumió, la muerte llega tan súbita como para no darla por pérdida. El hecho de que no pudiese yo asistir a su velorio y entierro, el hecho más latente de la distancia que guardaba yo de su cadáver, hace que para mí la pérdida no se registre del todo, a expensas ya de un trozo de extensión. Precisamente porque a distancia no se percibe la pérdida, no es en el espacio que la pérdida ocurre. En ese espacio cartesiano donde nada está vacío, y todo lo plena la extensión, incluso la de un cuerpo muerto yacente, todo cabe en él. Precisamente porque entre él y yo había una distancia, mi primer impulso fue siempre colocarlo en su lugar -remoto o no ese lugar, la distancia no ocurría, por tanto, la pérdida no se dio.
Ocurre es que, en las grietas, en las fallas, en los hoyos, en los acantilados, el espacio es pleno, siempre hay una extensión, nunca está vacío, continua. En cambio, en el tiempo, y aquí me refiero a esa conversión contable que hacemos del movimiento, la suspensión de un continuum sí punza su hoyo. Cuando un submarino o un avión o cualquier otro vehículo se da por perdido en el espacio, aún permanece como objeto en un lugar –al menos los escombros pueden reconstruir el objeto. En el tiempo en cambio, el objeto se desvanece, pierde su estado anterior, y yace irrecuperable. En el espacio, un objeto puede que sea irrecuperado pero nunca irrecuperable.
La distancia entre la fosa de mi tío y yo se puede medir en pies, en millas o en kilómetros, pero esta plena. Lo sé porque aún me ataca el impulso de preguntar por él a mi madre –su hermana- o a algún familiar cercano a él en su lecho. Sólo me detiene el tiempo en el que retomo mi juicio apenas suspendido, y acuso en mi tío una pérdida.
Todo esto para decir, tanto y cuanto, que la pérdida ocurre en el tiempo, ese que suspende el juicio mientras desvanece el objeto de nuestro aprecio.
© All rights reserved José Armando García
José Armando García (Abril, 1976) Originario de Venezuela. Vive en Miami, Florida desde el 2004. Sociólogo de profesión y psicoanalista de oficio, con un posgrado de Trabajo Social Clínico. Asociado activo en la Nueva Escuela Lacaniana. Más interesado en el barroco de Baltasar Gracián que en cualquier tendencia contemporánea. También las épocas son injustas con aquellos que nacen a destiempo.