Recientemente, el escritor, académico y periodista argentino Gabriel Montali publicaba una nota excelente en La tinta en torno a la invasión rusa de Ucrania. En un escrito preclaro, el autor razonaba que, por una parte, volvíamos a las miserias del siglo XX (el colonialismo, la desigualdad, el extractivismo desmesurado) y, por otra, esta situación no tenía nada que ver con las del siglo anterior.
Que las cosas no son iguales, lo deja claro el Plan A, la simulación que, desde la Universidad de Princeton, han creado para visualizar las consecuencias de una guerra nuclear:
Lo que se observa sobre ese conflicto, hipotético hasta ahora, está frenando las decisiones de las élites occidentales. A ver quién es el guapo que se atreve a mover un dedo, cuando contempla cómo su territorio se convierte en tierra arrasada, en cuestión de minutos. El miedo a perder la comodidad que guio a las burguesías europeas del siglo XX ante el expansionismo, progresivo, de Adolf Hitler, ha sido sustituido por el miedo a la extinción y, por supuesto, el pavor de la intrascendencia futura de esas élites, y de sus descendientes, si quedan arrasados. Sigue habiendo mucha testosterona en los centros de toma de decisión de los Estados, además de afán por más extractivismo. Y no solo en Rusia, aunque los resultados sean otros
En este sentido, en esta columna, me gustaría entrar más en las similitudes, y en cómo algunas de ellas, las que más me interesan, tienen intensas conexiones con la lingüística, y con la narrativa. La primera tiene que ver con el lenguaje. Resulta evidente que, para anestesiar a una sociedad, ante decisiones polémicas o, cuando menos, que no compartiría toda la población, si estuviera bien informada, resulta imperativo retorcer el lenguaje. Durante el gobierno de Hitler, un filólogo judío, Victor Klemperer, acometió la encomiable tarea de analizar ese lenguaje, el del totalitarismo, en La lengua del Tercer Reich. Su esfuerzo, en una situación límite —Klemperer se salvó del Holocausto huyendo de Alemania en medio del terrible bombardeo de Dresde, en 1944—, nos enseñó todos los vericuetos, todas las torsiones, que utiliza el poder, con el lenguaje, en su manera de nombrar, de describir un hecho, cuando es capaz de controlar la información. La capacidad que ese lenguaje tuvo para adaptarse a los nuevos medios de comunicación de entonces (principalmente, el cine y la radio) fue claVve para el ascenso al poder de aquellos totalitarismos, y el alcance tentacular de su control sobre la sociedad. Costó todo el resto del siglo XX, y gracias a críticos de la talla de Romà Gubern, aprender a mirar la gran pantalla, a escuchar la difusión radiofónica, y no volver a engañarnos con las imágenes grandilocuentes, con los sonidos envolventes, que acompañaban al lenguaje del poder. Es por eso que daría mi mano derecha (soy zurdo, no se preocupen, seguiría escribiendo), por encontrar un filólogo que, en estos momentos, esté analizando el lenguaje que acompaña a la “operación militar especial”, a la “desnazificación”, y a todas las narraciones que utiliza Vladimir Putin, a través de los nuevos canales, las redes sociales, el mundo digital, para anestesiar a la audiencia, gracias a las nuevas tecnologías. Son estrategias que anticipan el futuro. Analizarlas a tiempo nos puede salvar de muchas atrocidades por venir.
El otro punto es el de la narrativa. La industria del entretenimiento, la que construye los relatos que después consumimos, con los que tratamos de entender la confusión que nos rodea, no lo había tenido tan fácil, desde hace casi 100 años, para construir al villano, concretamente, desde Hitler. Los antagonistas de producciones recientes son enemigos interiores —House of Cards—, o nosotros mismos —The Wire, Breaking Bad, El adversario—. Ahora parece que no va a hacer falta. Con sus apariciones públicas, su lenguaje duro, sin matices, y esa escenificada falta de compasión, se acaba de convertir en “el villano”. Hay voces que dicen que a Putin solo le preocupa el denominado “mundo ruso”, que pretende preservar a toda costa. Pero tal vez se esté equivocando al dejar su imagen en manos del mainstream occidental. No creo que se haya parado a pensar en los muchos guionistas y creadores a los que puede inspirar, en la cantidad de series, películas, novelas, libros de no ficción, videojuegos o podcasts que se pueden crear, en los próximos años, con él como representante absoluto del mal. El “mundo chino” consume, en general, su propia producción cultural, controlada por el Estado. No ocurre lo mismo en Rusia, donde la producción cultural occidental es dominante, como en el resto del mundo. Y ahí puede estar el talón de Aquiles de Putin.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.