La primera vez que oyó los aullidos en la fábrica quiso salir corriendo pero Abuela lo golpeó con fuerza detrás de la oreja. No había tiempo que perder si querían ganar un poco de dinero y cenar esa noche, el supervisor estaba cerca y era muy poco tolerante con las ancianas y los niños, así que aunque sintió horror al principio, tuvo que aprender a controlarse.
Luigi vive en un mundo de sonidos profundo y caótico al que ni los ciegos están habituados. Abuela lo sabe, aunque no le gusta hablar de eso. Varias veces intentó dejarlo sordo, pero sus métodos no consiguieron apagar la percepción del niño. En realidad, él escucha con todo el cuerpo, más o menos como los delfines y los murciélagos. Con la piel capta vibraciones emitidas por los objetos, si los toca percibe una suerte de respiración que se transforma en sonido.
Durante sus primeros meses de vida, Abuela pudo manejar esta condición sin dificultades, simplemente envolvía al pequeño en varias mantas y lo cargaba en su espalda usando un rebozo muy apretado. Con el paso del tiempo fue imposible mantener esta práctica y el pequeño quedó a merced de su peculiar capacidad sensorial, lo que en ocasiones le resulta francamente doloroso.
Ciego, como nació, en mitad de una ciudad perdida en el centro de una gran ciudad, Luigi Torrifel escucha la vibración energética producida por las paredes de block y los techos de lámina de su barrio. De vez en cuando escucha los cabellos de Abuela y sus manos en completa paz. Cuando se queda dormida y puede acariciarla, comprueba que no es una mujer mala, sino una persona llena de sufrimiento, tanto como para que Luigi llore a lágrima viva cuando le roza el brazo derecho. En ese brazo Abuela recibió un castigo por desear volar: cuando tenía trece años su madre le vació agua hirviendo por hurtar doscientos pesos con los que pretendía huir a Maltiyork. Desde entonces, el brazo de Abuela llora sin parar. Así es como la reconoce Luigi, ni en la fábrica ni en el barrio hay otra persona a quien le llore el brazo.
Salen de casa muy temprano para ir a la enlatadora de piña en almíbar. Casi todos los habitantes del barrio trabajan ahí. PiñaHappy paga bajos salarios y viola todos los derechos laborales porque se puede, porque en ese barrio no hay ley y hay mucha hambre. Luigi camina despacio detrás de Abuela, no ha terminado de soñar que hubo un incendio: escuchó fuego, como el de la estufa, pero más grande. Sus dedos se congelan, lleva los puños apretados y los hombros encogidos. Hoy le toca cambio de sección, estará cerca de las máquinas que rebanan las piñas y les quitan el centro. Será ensordecedor. El pasamontañas y las mangas largas harán que sude a mediodía, pero es mejor eso que exponerse a los aullidos. Quisiera poder quedarse en casa, pero todos los días desaparecen dos o tres niños de su edad. No tiene más remedio que estar siempre con Abuela. Si reciben su paga completa a fin de mes, ella preparará un emplaste para adormecerle la piel y le renovará sus guantes, así se sentirá más tranquilo, pero por hoy debe resistir.
Las piñas comienzan a emitir una especie de sollozo desde que están en los trailers, cuando les cortan el penacho enmudecen momentáneamente. Luigi piensa que es porque sufren un desmayo. Lo peor es sin duda cuando pasan por las máquinas que las cortan y les quitan la cáscara y el corazón. Entonces aúllan hasta que son encerradas en latas y abandonan la fábrica.
Abuela se estremece cada vez que el niño habla de las piñas o está cerca de ellas, piensa en Madre, que languidece en un hospital psiquiátrico porque a los 17 años, después de dar a luz a Luigi, entró a trabajar a un rastro y no lo soportó.
© All rights reserved Elsa Herrera Bautista
Elsa Herrera Bautista es socióloga, escritora y activista. Trabaja como investigadora y docente en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Es autora de Toy kids. simedetengomealcanzo@gmail.com