El muchacho salió de la tienda en la estación de servicios con la mochila colgada al hombro, empuñando una cajetilla de cigarros recién comprada, viendo al piso con la cabeza gacha, como quien cuida sus pasos para no dar un resbalón.
Dejó que a sus espaldas se cerrara automática la puerta de vidrio, produciéndose el mismo crujir de bisagras herrumbrosas y la misma alharaca de campanas frenéticas que lo había sorprendido cuando entró. Esta vez no hubo sobresaltos.
Permaneció sin avanzar, de pie en el pórtico, quizá re-acostumbrándose al calor de la mañana, o indeciso por la dirección a seguir.
Miró de izquierda a derecha. Un hilo de aguas negras corriendo por la cuneta. Un perro sarnoso rascándose los flancos con el poste de luz. Una mujer despiojando a un niño en la acera. Un ciclista desapareciendo al doblar la esquina. Las últimas casas del poblado derruyéndose en el abandono.
Fijó la vista en el camión cisterna que, a no más de cinco pasos, se surtía de gasolina. Los vapores del combustible vidriaban el aire cálido de las once de la mañana: A ese chico ya no lo agarra nadie – escuchó que decía el chofer del camión al hombre que lo atendía –. Ha pasado mucho tiempo, mi amigo. Dos días es demasiado. Hasta en el ferry se habrá ido. A estas alturas debe estar en otro pueblo haciendo sus vagabunderías.
El muchacho escondió aún más la cabeza entre los hombros, y se recostó a la pared donde un inmenso aviso prohibía fumar. Con la mano libre se palmeó los bolsillos del bluyín y, retorciéndose un poco para no dejar caer la mochila, de uno de los bolsillos traseros sacó un encendedor plástico color naranja. Abrió la cajetilla de cigarros, sacó uno, se lo llevó a los labios y, de espaldas a la brisa, lo prendió.
Aspiró profundo, retiró el cigarrillo de la boca, y dejó escapar lento el humo por las fosas nasales, revistiendo de grises el aro cobrizo que le colgaba de la nariz.
Se mantuvo recostado a la pared, bajo el gran letrero de prohibido fumar, viendo de reojo al que dispensaba gasolina conversando con el chofer del camión cisterna, sin volver a llevarse el cigarrillo a los labios, hasta que el de la bomba devolvió el pico de la manguera a la maquina surtidora; el chofer pagó, se montó en el camión, se marchó dando bocinazos insistentes que reclamaban vía libre.
Un Fiat Uno azul eléctrico de vidrios oscuros ocupó el puesto dejado por el camión. La conductora, una muchacha gordita y buenamoza, se bajó a destapar el tanque de la gasolina, dejando abierta la puerta del vehículo. Entonces el muchacho volvió a aspirar el cigarrillo.
Una hoja de periódico llegó arrastrándose con polvo y otras basuras hasta sus pies. La foto de alguien que, con el pelo más corto y mejor afeitado, muy bien podría haber sido él mismo se distinguía entre grandes titulares y avisos de ocasión. Retuvo la hoja con la suela de la bota militar y, como si con ella se limpiase restos de excremento que hubiese mal-pisado, la restregó contra el pavimento hasta que se rompió, se volvió girones, y luego añicos irrecuperables. Miró de lado y lado, quizá cerciorándose que nadie lo observaba, y se sentó en un banco que alguna vez fue rojo frente al ventanal de la tienda de conveniencia. Siguió fumando calmo, como si no tuviera nada en que pensar.
Desde allí percibió que el vigilante de la estación lo enfocaba, señalándolo con la punta del rolo. Pantalón de dril, camisa caqui con caponas, cachucha blanca con un sello de metal en el centro. Instintivamente el muchacho se apretó la mochila contra el pecho. Después se humedeció los labios con la lengua, aspiró el cigarrillo, dejó escapar el humo por la nariz, y simuló mirar hacia otra parte -grafitis obscenos en la tapia de un terreno baldío; afiches de políticos que perdieron antiguas elecciones, ya pálidos de tanta lluvia y sol; muros sin enlucir; un niño medio desnudo que corre empujando el aro deforme de una rueda de carreta; aves carroñeras oteando la lontananza desde el alar roto de una casa vecina – con la atención fija en el vigilante, viéndolo venir hacia él con pasos largos por la calzada interior de la estación de servicio, dándole vueltas al rolo con el dedo en el fiador, empuñándolo y apuntando al frente, tal cual hacen los pistoleros con el revólver en las películas del Lejano Oeste, justo antes de disparar. El muchacho abrazó con mayor fuerza la mochila y movió los ojos de extremo a extremo sin voltear la cabeza. Cualquiera hubiera dicho que buscaba por dónde escapar.
La portezuela abierta del Fiat Uno, el de la bomba coqueteando con la gordita-chofer, ella secándose el sudor del cuello con una servilleta de papel desechable a la vera del vehículo, disfrutando el homenaje del hombre, con ligero rubor y una sonrisa. Esa sonrisa te hace ver aún más hermosa, mi reina; le dijo el de la bomba, encimándosele un poco, amenazándola con darle un beso. Ella, sin rehuir la cercanía, se apoya en la portezuela del carro, abriéndola aún más, dejando a la vista el volante, el asiento libre del conductor, las llaves colgando en la suichera, el gran bolso de mujer en el asiento del copiloto.
El muchacho desde el banco pareció extraviarse en ese espacio imposible del automóvil. Tensó el cuerpo, apretó con mayor fuerza la mochila, se inclinó hacia adelante, tomando el aire necesario para emprender una carrera. Después negó con la cabeza, movió los labios, deletreando por lo bajo una maldición, y le dio una última aspirada al cigarrillo. Luego lanzó de un capirotazo la colilla encendida hacia el Fiat Uno y cerró los ojos.
Entonces llegó el vigilante y, sin mediar palabras, lo empujó suave por el hombro con la punta del rolo. A pesar de haberlo anticipado, el muchacho se sobresaltó y el sudor comenzó a manarle por cada poro y a recorrerle copioso la frente, las mejillas, el cuello, como si las esclusas de una represa se hubiesen abierto de pronto y las aguas retenidas le inundasen los sobacos, el pecho, el abdomen, humedeciéndole notoriamente la camisa de algodón y la entrepierna. Hizo un grande esfuerzo para alzar la cabeza y enfrentar al hombre, evadiéndole los ojos, esbozando una sonrisa de tétano.
El vigilante se calzó el pulgar de la mano con el rolo en la correa del pantalón y en la otra mano mostró un cigarrillo sin encender. Adusto, hizo señas pidiendo lumbre.
El muchacho agachó de nuevo la cabeza y ofreció en la palma abierta el encendedor naranja. Al bies observó al vigilante encender el cigarrillo. Rostro brilloso de horas al sol. Carrillos que se hunden y después se hinchan. Frente que se contrae. Párpados que declinan. Humo que mana en éxtasis. Siempre sin mirar de frente, recibió de vuelta el encendedor.
Entonces el vigilante le indicó que se corriese y le diese espacio en el banco. El muchacho apretó aún más la mochila contra su pecho hasta casi aplanarla y, sin siquiera soliviarse, se arrastró de nalgas hacia el otro extremo del banco, dejando un rastro acuoso de sudor sobre las tablas.
El vigilante se le sentó al lado con las piernas extendidas y los brazos abiertos sobre el respaldo del banco, abrazándolo por detrás. Le daba caladas profundas al cigarrillo y disparaba a chicotazos la ceniza a la calzada, hacia el Fiat Uno que finalizaba la reposta.
En una de esas comentó:
—Hace un calor de mil demonios, ¿verdad?
—Así es. De mil demonios —respondió el muchacho entre dientes, sudando a mares, apretando fuerte la mochila contra el pecho, encendiendo contra la brisa cálida un nuevo cigarrillo.
Después, nadie dijo nada.
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ARNOLDO ROSAS. Narrador venezolano. ha publicado los libros de relatos Para enterrar al puerto (1985), Olvídate del tango (1992), La muerte no mata a nadie (2003), Sembré los muertos (2013) y De amores y domicilios (2014); la novela corta Igual (1990) y las novelas Nombre de mujer (2005), Uno se acostumbra (2011), Massaua (2012) y Un taxi hasta tus brazos (2015). Vive en Perú.
Twitter: @arnoldorosas