Cuando Kary Cerda puso su libro en mis manos, como solemos hacer los lectores, enseguida ojeamos las páginas a la expectativa de que una palabra, una letra nos atrape, en este caso desde luego fueron las coloridas ilustraciones y sus texturas que de inmediato me recordaron al las del Dr. Atl que no sólo son ricas por el material sino por los colores, colores que no pretenden retratar la realidad sino interpretarla. Kary hace lo mismo. Sus colores encendidos y generosos son fuertes y potentes, vertiginosos a veces: rojos de lava, morados arena, verdes magma, azules piedra. Ahí me detuve. Conocí los originales en casa de Kary esa misma tarde, en un viaje cálido de historias, escaleras, libros, puertas y espacios que hay en su casa-estudio. Faltaba sentarme a leer y fue como tener un segundo libro en mis manos.
No es una práctica inusual que un poemario esté ilustrado, pero al leer me di cuenta de que las imágenes no son los complementos de los textos de Kary que nos hablan de dioses, personajes, lugares, mitos y leyendas con un discurso autónomo. Las imágenes, yo diría, son otros poemas. No pude más que recordar a J. M. W. Turner, ese grandioso pintor inglés para quien el resultado de sus primeros cuadros no lograba expresar en su totalidad lo que él pretendía, entonces los acompañó de frases tomadas de El Paraíso perdido de John Milton: «Vosotras las brumas y nieblas, […] que el sol pinta de oro vuestros aborregados bordes, vosotras, levantaos en honor del gran Autor de mundo».
Esta necesidad de encontrar un arte total, donde las palabras no son suficientes —y tampoco las imágenes— de inmediato me llevó a pensar en los hermanos Schlegel que dicen: «El pintor, como el poeta [en Kary tenemos a ambos] deben servirse de un lenguaje de signos. Él mismo debería de ser un poeta —y precisamente un poeta de los colores—». En ese sentido el trabajo poético de Kary Cerda es literario y plástico o al revés, una artista del Romanticismo que busca la representación de lo simbólico, de la grandeza del volcán, del poder de destrucción, de su historia oculta, de incontrolable nacimiento, de su geografía azarosa, de las lenguas que lo han calificado; entonces hace poesía de la crónica, de sus recuerdos, alegoría de dioses y amantes de estos viejos que nos llevan una y otra vez al asombro, al agradable horror del fuego destructor que a su vez es inicio, nacimiento, modificación, movimiento perpetuo.
En este libro pues hay poesía, crónica, alegoría visual y ciencia. La autora sin duda pasó horas leyendo, investigando, aprendiendo, visitando, haciendo suyas anécdotas y mitos, para a veces a pincelazos, a veces a plumazos, hacer lo suyo, poesía.
Es preciso que entendamos que un arte no está subordinado a otro, que lo poético no es exclusivo de las letras. Lo poético está cerca del silencio, de lo que no nos podemos narrar con las palabras de todos los días. Lo poético está en la facultad del poeta de darle forma a esa expresión, de transformar una descripción en una imagen, en el poder plantearse un proyecto, bajo un concepto, redondearlo, enfocarlo y luego, poner en nuestras manos su pequeño hijo de papel. En este caso el «hijo» viene con un vestido especial, con premios de por medio, con aplausos, con colores y palabras tan poderosos unos como otros, a hablar por sí mismo a decirnos, después de tanta explicación, lo que cada uno interprete al viajar de volcán en volcán a través de lo leído y lo contemplado.
Estoy segura que todos ustedes disfrutarán tanto de la lectura plástica como del color literario contenido en estas páginas y se congratularán de que Kary Cerda sea una artista en el más amplio sentido de la palabra.
Victoria García Jolly
Ciudad de México, 21 de julio de 2022