Aunque no lo crean existen amores que han empezado por un juego de azar. Carlos Andrés Correal era el vago de la cuadra que servía de mal ejemplo para que los padres dejaran entrever a sus hijos el futuro que les esperaba al alimentar su vagancia.
Sin ningún título universitario, laboral u honorífico deambulaba las calles de arriba para abajo todos los días en busca de su suerte que, según él, la encontraría en el casino apostando el poco dinero que les podía arrebatar a sus padres y a cuanto incauto se le atravesara en el camino. Con su máxima de vida vociferada a lo largo de cada día en un español precario: “nadien sabe nada, nadien sabe nada, mi suerte cualquier día me toca la puerta y allí estaré listo para recibirla”.
Siempre bien vestido, con su pantalón de lino blanco y una camisa a cuadros bien planchadita piropeaba a cuanta mujer veía con caderas anchas y de prominente estatura; no aceptaba ninguna mujer que no cumpliera sus exigencias, pues era bien exquisito en sus gustos. Quizás esa era la razón principal por la cual a sus 38 años de edad se encontraba gozando de su soltería, o también era el hecho que ninguna mujer en su sano juicio quisiera que la desposara un bueno para nada como lo era él.
Sus necesidades de hombre las satisfacía con la boba de la cuadra siguiente a la de su casa, ya que era la única que no reparaba en tener relaciones con él; siempre dispuesta, siempre diligente en los menesteres libidinosos sin realizar ni una sola pregunta y sin esperar nada a cambio. Pero eso sí, que no se enterara el padre de ella, el sargento de la policía porque lo haría pagar todas las veces que se había acostado con la hija de 25 años que un día se le había caído de los brazos cuando apenas alcanzaba un año de edad.
Angelina, ese día salió bien emperifollada a hacer sus vueltas bancarias, su chofer la acompañaba sin perderle ni pie ni pisada, más que un chofer era su guardaespaldas a petición de su padre el abogado Roberto Pizano Mendoza. Salieron del banco y como era su costumbre hizo estacionar el auto para tomarse un helado “frozomalt” que, además de refrescarla del atosigante calor, le traía recuerdos de su niñez cuando salía en plan familiar con sus padres. Algún malandrín de quinta se percató de la transacción bancaria que acababa de realizar y quiso tomar ventaja de la niña con pinta de ricachona que saboreaba su helado. Con pistola en mano le exigió el dinero que acostumbraba a guardar en su bolso. El chofer en una acción inmediata hizo sentir su presencia, pero al ladrón los nervios lo traicionaron y su dedo índice derecho detonó el arma tres veces contra él.
Un barullo se desató de sopetón y las personas gritaban y corrían de un lado para otro, muchas de ellas sin saber lo que realmente ocurría. Angelina corrió para salvar su integridad física con rumbo al primer lugar que encontró con las puertas abiertas. El ladrón se atortoló y desapareció entre la multitud con sus manos vacías de dinero, pero llenas de sangre y de la vida de aquel hombre que solo cumplía con su deber.
Carlos Andrés sin nada que perder salía del lugar donde ya había dejado hasta el último centavo en sus apuestas, Angelina que entraba jadeante al mismo lugar hizo que se encontraran frente a frente cayendo en los brazos contrarios para ser salvados el uno al otro. Sus caderas lo deslumbraron al instante y su estatura le opacó el metro ochentaicinco que media. Era la mujer de sus sueños tal y como él le exigía al destino. Su presencia le aumentó su inseguridad y no supo que decirle.
Era su golpe de suerte y como tal debía aprovechar la oportunidad brindada, la calmó como mejor pudo mientras su padre se hacía presente. Como el héroe que había sido, así mismo había sido tratado y a manera de cortesía fue invitado a la mansión del abogado. Sus amigos de vagancia lo vieron titubear y le apostaron que no sería capaz de poseer su amor. Su hombría se vio en juego y como todo vicioso aceptó el reto.
No contaba con enamorarse de esa manera, Angelina lo tenía en el lugar que nunca había estado; les había ganado la apuesta a sus amigos con creces y pronto sonarían las campanas de la iglesia anunciando la adquisición de su nuevo y único título: el esposo de la hija del abogado.
Pero el destino a veces se ensaña con las personas menos indicadas o simplemente repartía justicia siendo injusto. La hija del policía lo estaba buscando para dejarle saber su estado de gravidez, pronto sería el padre del hijo de la boba del barrio. Sus planes se opacaban con la noticia. Sus días después de saber la buena nueva dejaron de ser gozosos y solo pensaba y pensaba. Las ganas de estar al lado de su amada eran una fuerza invisible que lo ataba, que lo obligaba, que lo seducía y lo entregaba a ella. Pero el solo hecho de saber que tendría un hijo bastardo la convertía en un fruto prohibido, la dulce espada de Damocles que colgaba de un hilo de esperanza aguardaba el momento exacto para cercenar su cabeza.
No pudo más con el desespero de poder perder lo que iba a conseguir y se llenó de cobardía, les robó unos cuantos pesos a sus padres y compró una botella de licor barato que se la bebió de cuatro sorbos, se apareció en la casa del sargento a la hora en que la boba se encontraba sola y trató de persuadirla para que interrumpiera el embarazo. Ella no era tan boba, solo un poco retrasada mental, pero aun así supo defender su embarazo y con un categórico no, dejó clara su decisión. Carlos Andrés no estaba dispuesto a dejar partir al amor de su vida y ya tenía bien pensado lo que debería hacer. La violencia y la brutalidad se hicieron presente en la escena, la idea era solo hacer abortar a la boba de mierda, como él la llamaba, pero el destino es caprichoso y el golpe que le dio en la cabeza fue contundente eliminando dos vidas de un solo. Carlos Andrés no supo qué hacer y atinó a lo más sensato, correr y correr como alma que lleva el diablo.
El policía supo realizar bien su trabajo y al cabo de tres días ya tenían detenido a Carlos Andrés Correal bajo los cargos de dos asesinatos y de evadir a las autoridades.
Carlos Andrés Correal por fin obtuvo un título, uno que le duraría cuarenta y tres años.
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Aníbal Anaya. Nacido en Colombia el 7 de Julio de 1975. En 1991, terminó sus estudios secundarios, en el colegio militar “ACOLSURE”. En 1992, se traslada a la ciudad capitalina para realizar estudios superiores en el área médica, pero debido a los escasos recursos económicos no pudo lograr su cometido. Sin dinero y con ganas de salir adelante, entró a trabajar como mensajero en una compañía de seguros. En el año de 1999, se cambia nuevamente de ciudad para quedarse radicado en la hermosa capital del sol, Miami. Graduado con honores de un Bachelor en Administración de empresas en la Florida National University, Hialeah (Florida). Casado con Leonor Sierra, padre de un hijo fantástico de nombre Lucas, al cual le dedicó su primer libro, por ser él, el niño que siempre quiso ser.