—¿Podemos ver algo menos lúgubre en la tele? —pregunta Cristina mientras acomoda un mechón dorado entre las fauces ardientes de las tenazas— ¿Qué les parece algo que inspire baile y romance en lugar de sangre y muerte?
Las tres amigas se dan los retoques finales en el cuarto de Mariana. Un espejo nítido muestra rostros frescos y risueños, repletos de expectativas de las que esperan sea una de sus memorables noches de fiesta en South Beach.
La misión de Laura y Cristina es la de anestesiar las usuales penas de amor. Para Mariana, aquella salida representa un descanso de la relación asfixiante que mantiene desde hace un par de años. Gracias a un viaje de trabajo de su novio, el deseo de retornar a su vida de veinteañera se materializa. Al menos por una noche.
—En serio Mari, ¿no tienes pesadillas luego de ver esos programas? —pregunta Cristina con una mueca exagerada de asco. Aunque silenciadas, las crudas imágenes arrojadas por el televisor no le hacen buena compañía a la música que se filtra por los parlantes de la computadora.
Mariana es adicta a un canal que dedica las veinticuatro horas del día a recrear crímenes violentos. Le parecen fascinantes esas series con formato de documental, en los que se relata la vida e historial asesino de los psicópatas más crueles y siniestros. La única explicación que encuentra a su morbo excesivo hacia los asesinos seriales es que muchas de aquellas mentes perturbadas escogieron como víctimas a mujeres de su edad —mujeres que podrían haber sido sus amigas.
Que Laura y Cristina hayan cuestionado en varias ocasiones los peculiares gustos televisivos de Mariana, no la ha desanimado a seguir semana a semana aquellos cuentos macabros. No revela a sus amigas que esas historias la relajan, la arrullan. Claro que esto sucede únicamente mientras está frente a la pantalla porque luego… Un atracón de esas series puede terminar en una paranoia intensa. Tanto así, que acaba mirando con sospecha a sus vecinos, a cualquier extraño en el estacionamiento e incluso a algunos de los compañeros de la universidad. Se mantiene alerta, presa de la sensación de que cualquier hombre, en el momento menos previsto, puede llegar a convertirse en el más siniestro de los predadores.
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La primera parada de la noche impregna de un tono cereza las mejillas de las tres amigas. El espectáculo – exclusivo para mujeres – suelta una serie de reflectores rojos que giran y giran, iluminando los cuerpos bañados en aceite de actores y modelos de segunda. Al ritmo de chirriantes alaridos femeninos los hombres se contonean en el suelo como gimnastas decrépitos.
Las amigas se dejan arrastrar por la emoción de la audiencia; el acalorado espectáculo que acontece alrededor de ellas, supera con creces el del escenario. Se ahogan de la risa al ver a cientos de mujeres perder el control y disparar un sinfín de piropos colorados a los improvisados bailarines.
Provistas de aquella buena dosis de adrenalina, salen del alborotado evento directo hacia el Señor Frog’s de la Avenida Collins, su lugar de fiesta favorito. Aquellas paredes y barras guardan recuerdos de interminables noches, algunas menos memorables que otras —todas rebosantes de baile, flirteos y más de una borrachera. Cócteles en mano, recorren el lugar en búsqueda de la zona más estratégica. El calor y la multitud las empujan hacia el patio. Se acomodan en una esquina y disfrutan del lugar, refrescándose con la música, el barullo y el ánimo de la gente.
Mariana mira hacia arriba; nota un desconcertante número de estrellas. Parpadean un resplandor psicodélico que cae veloz sobre ellas y aviva la ebullición de los jóvenes cuerpos. Armadas de coquetería, echan ojitos a varios de los muchachos quienes altivos y esquivos como las olas, se pasean por el bar. La caza no resulta nada fácil. El objetivo es encontrar, en alguna de las manadas, especímenes que se ajusten a los gustos de las tres.
Cuando comienzan a evaluar a los candidatos entre cuchicheos y risitas, el azar se les adelanta y elige la terna sin consultas ni miramientos. Sin más, las puertas batientes arrojan al patio a tres muchachos con bebidas incluidas. Se acercan a las chicas con la seguridad de viejos conocidos y no les dan oportunidad para deliberar. Las amigas intercambian miradas rápidas; ninguna protesta. Los recién llegados son lo suficientemente atractivos, lo suficientemente sonrientes y – al menos por esa noche – lo suficientemente disponibles.
De paso por la ciudad, en un entrenamiento de la empresa auditora para la que trabajan, la selección es variada e incluye a representantes de México, España y Argentina. No hace falta ahondar en detalles para que el grupo se reorganice en parejas. Cristina inicia enseguida una conversación con el mexicano. Con sus ojos gatunos y melena dorada, es el tipo de chico que le encanta. Por su parte, asidua a todo lo mediterráneo, Mariana deja a un lado el vaso plástico que acaba de vaciar a manera de shot y saca a bailar al español.
El último par en conformarse es el de Laura y el argentino. Gotitas infladas de culpabilidad salpican a Mariana cuando recuerda la queja de su amiga, que nunca le dan tiempo a elegir, que le toca quedarse con el que nadie más quiere… Pobre. Aprovechando una vuelta en ocho que le da el español en la apretujada pista de baile, Mariana repasa la situación de Laura. Al parecer, el argentino domina la conversación y su amiga lo mira cautivada. Destellos de picardía bordean las pupilas de Laura: sus ojos dos perfectos eclipses solares. “Inusual para el carácter tímido de Lauri”, piensa Mariana. Pero espanta aquella idea como a un bicho asqueroso. Se convence de que el encantamiento de su amiga es una buena señal, que están sumergidas en una noche mágica. Se emociona por Laura, por Cristina. Por ella misma.
Mientras baila despreocupada al calor de las estrellas, casi puede asegurar que sus nuevas amigas le dedican un guiño desde su manto negro, satisfechas en su rol de celestinas.
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Entre licor barato, risas y baile, el tiempo arrasa con la noche en un oleaje feroz. Sin previo aviso y cuando Mariana siente que lo mejor apenas comienza, la magia se esfuma junto a la música. No sabe qué le resulta más irritante; las luces recién encendidas que hincan sus ojos o los ladridos que pegan los porteros expulsando a todos del lugar.
Una vez fuera del antro moribundo, el silencio los engulle y por unos minutos se quedan ahí, sin saber qué decir ni qué hacer. Mariana mira a un lado y al otro y se da cuenta de que ninguno de los dos bandos está listo para despedirse. Decide tomar la iniciativa y empieza a caminar; los demás la siguen sin cuestionar. Dispuestos en una escuadra de tres filas, cruzan las calles, todavía llenas de vida, en dirección a Ocean Drive. Recorren la vereda que bordea la playa sin prisas, ignorando la cuenta regresiva marcada por el cielo tornasolado.
Mariana disfruta de la tibieza y la calma de la mano sobre la suya. Fija su atención en el mar y pretende no percatarse de la mirada inquisitiva del español sobre su rostro. Se imagina a su novio, trabajando a esa hora todavía, absorto en números y cuentas, con una taza de café enfriándose desde hace rato a un lado de la computadora. Piensa entonces en la última conversación; la confesión de un beso insípido a una compañera de trabajo. No hubo admisión de error, disculpas o muestras de arrepentimiento. Tan solo la necesidad de limpiar la conciencia y así vanagloriarse de su honestidad. Él siempre tan perfecto. Tan correcto.
Las palabras recitadas aquel día resuenan en los oídos de Mariana junto con el golpear de las olas: “tenía mis dudas, pero ahora estoy seguro de que te quiero y de que eres la mujer de mi vida”. Dos años. Dos largos y lánguidos años esperando por esas palabras. Si las hubiese escuchado un mes antes, lo más probable es que no estuviese allí, sintiendo mariposas negras bailotearle en el estómago por un chico al que acaba de conocer. Ahora ya no tiene caso. Con cada segundo que pasa, su relación se desmorona: los pedazos cayendo y perdiéndose en la arena. Se concentra en el ronroneo del mar, refugiándose en la melodía que producen las olas al acariciar la orilla. Sumerge sus pensamientos en los golpes, en la explosión constante de espuma blanca: agua que destruye, que arrastra, que limpia.
El ruido de la calle, de la gente, del mundo, se interpone y el canto se reduce a un eco inmóvil y seco. Intentando atrapar el consuelo del mar a través de sus ojos, todo lo que el reflejo le ofrece es oscuro, lodoso; como si el beso ingrato de la madrugada lo hubiese convertido en pantano. Las luces del otro lado de la calle bailotean sobre aquel espejo turbio, contorneándose en formas distorsionadas y repulsivas.
—Hemos llegado. Aquel es nuestro hotel —. El volumen exagerado al igual que la fuerza con la que el español aprieta su mano, traen a Mariana de regreso al momento. Mira hacia donde su acompañante señala. Se trata de un conocido edificio; antiguo, imponente, con una escandalosa vestimenta de neón. Le recuerda a una de tantas ancianas patéticas que abundan en Miami, esas que se niegan a aceptar su edad.
Cristina propone al grupo bajar un rato a la playa. Mariana confiesa que el frío de la madrugada ha comenzado a incomodarla. Laura también se queja. Los vestidos ligeros que llevan, aunque perfectos para una noche de baile, no han sido pensados para la brisa escalofriante de aquellas horas moribundas.
—Pueden usar nuestros abrigos. Entremos al hotel por ellos —sugiere el argentino.
Mariana mira a sus amigas en búsqueda de señales de aprobación, aunque sabe que la decisión está en sus manos. Su trayectoria como groupie compulsiva de asesinos seriales, le ha otorgado autoridad en cualquier asunto que tenga que ver con la perversión masculina.
Reflexiona por unos segundos. Hasta el momento los chicos se han portado tranquilos. A pesar de su usual desconfianza, no intuye ningún peligro en la situación. “Además”, se dice a sí misma para reconfortarse, “las chicas y yo estamos siguiendo la regla número uno de las salidas: permanecer juntas. Siempre juntas”.
Suben hasta el último piso del antiguo hotel. Desde la habitación que comparten los chicos se puede contemplar la playa, apagada y solitaria. Aunque los suéteres prestados – cortesía de la consultora – les quedan enormes, Mariana se siente a gusto, protegida. Salen todos al balcón para contemplar como dioses curiosos el mundo que han dejado allá abajo.
Ocean Drive continúa latiendo en una mezcla de salsa y hip-hop mientras todo tipo de personas, desde la más colorida hasta la más insípida, se fusionan en una corriente verdusca. De vez en cuando se ve a uno que otro mortal hacer un alto para la foto del recuerdo, para la pantomima de un paso de baile latino. Apretujados en un par de sillones de mimbre, charlan un rato, recontando entre risas los momentos más memorables de la noche. Poco a poco la marea de gente va bajando, las risas se van apagando y el sueño va alargando los silencios.
Laura es la primera en claudicar. Abandona el balcón y se extiende como puede en el estrecho sofá. Cristina y Mariana, motivadas por sus ganas de bajar a la playa, luchan contra los bostezos. Convencen a los chicos con el argumento de que no podrán decir que vivieron una auténtica noche de South Beach, si no la despiden recostados sobre la arena. Mientras arreglan los detalles de la última parada de la noche, Laura se les duerme.
Mariana y Cristina no saben si despertar a su amiga o dejarla sola en la habitación. El argentino se ofrece a quedarse con ella. El cansancio también lo ha vencido y prefiere recostarse con el arrullo de la tele.
Una alarma se enciende en el estómago de Mariana. Después de todos los horrores aprendidos en sus queridas series sobre psicópatas, imágenes sombrías comienzan a asaltarla como agua mala. Sin embargo, la expectativa de un romance de playa es más fuerte que la señal de amenaza. Entonces, para esparcir las nubes negras que se van formando en su cabeza, argumenta con ella misma diciéndose que el argentino es inofensivo, que estarán a tan solo unos pasos del hotel. “No seas paranoica, no va a pasar nada”.
Cuando abandona el cuarto, puede escuchar la respiración inocente de Laura por encima del noticiero. Se siente reconfortada. Una vez más, la noche está de su lado.
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La arena no es amigable ni cosquillosa en la madrugada; todo lo que les ofrece es un pantano tieso y helado. El mexicano y el español las siguen mientras ellas intercambian cuchicheos y risitas que se confunden en el arrullo violento de las olas. Eligen un recoveco oscuro y se acuestan sobre las toallas ásperas del hotel.
Entre arrumacos contemplan las manchas naranjas y púrpuras que se extienden lentamente por encima de ellos, desparramándose y ensuciando el mar. Todo va adquiriendo un tono rojizo. La música ha muerto y ahora solo pueden escuchar el gemido seco del agua seduciendo y destruyendo las rocas.
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Con besos de lija ardiéndole en el rostro, Mariana despega los párpados, percatándose poco a poco del alarido de sirenas que invade su espacio. Fastidiada por la resaca y el brazo que la tiene atrapada, tarda unos segundos en descifrar que el chillido persistente se origina justo detrás de ella. La sorpresa inicial da paso a la curiosidad para convertirse rápidamente en una voz de alarma, al no encontrar a Laura en la playa y recordar el momento en que vio a su amiga por última vez.
Abandonando los zapatos de tacón, embarrados de la arena y de la noche, Mariana corre junto a Cristina hasta llegar al pie del hotel. Las luces estridentes no provienen ya del edificio, que vulnerable bajo la luz tenue de la casi-mañana, muestra sus grietas como heridas en carne viva, sino que surgen de una turba de patrullas y un par de ambulancias. Los policías rodean el lugar y controlan al gentío de curiosos que se multiplican a borbotones.
Con la respiración entrecortada, Mariana pregunta a gritos, a nadie en particular y a todos a la vez, “¿Qué pasó?”.
“¡Un asesinato!”, parece contestar el mundo al unísono.
Un dolor como cuchillos ardientes se posesiona de su cabeza: destrozándola, vaciándola. Cristina le hala el brazo que cae desinflado, como muerto. Sigue con la mirada el dedo tembloroso que apunta hacia el edificio.
Siente que algo la arrastra y presiona su cabeza bajo las aguas turbias del amanecer cuando descubre a varios policías asomados en el balcón del último piso.
Enseguida las puertas de la entrada ceden ante el paso de agentes cubiertos de blanco. Con su marcha agresiva y bolsas negras en sus manos, parecen una legión de vikingos camino a llevar sus ofrendas a un dios perverso. A Mariana le provoca vomitar la noche cuando se imagina los trozos sangrientos de Laura en los fríos vientres de plástico. No es capaz ya de llorar ni gritar. Deja de escuchar lo que pasa a su alrededor. Apenas tiene fuerzas para mirar hacia arriba. Las estrellas la han abandonado y la luna, ocupada con su propia muerte, la ignora por completo.
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El noticiero de la tarde interrumpe el sopor dominical para reportar el siniestro hallazgo: “Durante las primeras horas del día, en pleno corazón de la movida zona de fiesta de South Beach, una joven asesina y descuartiza a un turista argentino. Sus motivos aún se desconocen.”
De Mariposas Negras (2017) publicado por eskeletra editorial
© All rights reserved Melanie Márquez Admas
Melanie Márquez Adams, escritora y editora ecuatoriana, es la autora de Mariposas Negras (Tercer Lugar Premios Literarios North Texas Book Festival 2018). Actualmente cursa el Máster en Escritura Creativa de la Universidad de Iowa, donde ha recibido el Iowa Arts Fellowship.