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Julio 2022

ROBERTO BOLAÑO, EL POETA. Xalbador García

“Mamá, perdóname, he sido malo,

pero el amor de una mujer

hizo que me volviera bueno”.

RB

 

 

La narrativa de Roberto Bolaño se extravía en los paradigmas de la crisis artística posmoderna. Es de una simplicidad insultante, demasiado plana. Pareciera que lo único importante es “el qué” y nunca “el cómo” se cuenta. Más allá de esas 30 cuartillas maravillosas, de gran literatura ––hay que decirlo e incluso subrayarlo––, de Los detectives salvajes, su texto cumbre, la novela no es más que una peregrinación de momentos interesantes, chuscos o grotescos otros, un anecdotario que se cierra en sí mismo para inundar de mutismo reflexión alguna.

Cuando se leen críticas donde se alaba esta obra y se asegura, con una demencia de académico norteamericano, que Los detectives salvajes es la prueba irrefutable que en Latinoamérica han sido superados textos como Rayuela, se le endilga a la literatura un cariz de “progreso científico” que ni ésta, en particular, ni el arte, en general, ostentan. No hay que equivocarse: el arte y la ciencia no son lo mismo. Pueden manifestar vasos comunicantes, pero esencialmente conllevan perspectivas y posiciones existenciales que se encuentran en polos opuestos. Mientras la ciencia actual es mejor que la de hace 50 ó 300 años, por el simple hecho de estar mucho más cerca de la verdad; es decir, la ciencia actual es mejor que la de hace 50 ó 300 años porque ofrece explicaciones más certeras sobre el funcionamiento y los procesos del mundo y el universo, ni el arte ni la literatura contemporáneos son necesariamente mejores que el arte y la literatura de hace un siglo. Incluso me atrevo señalar que, con ciertas y maravillosas excepciones, el arte y la literatura desarrollados por creadores nacidos en la década de los setenta, y posteriores a ésta, realmente palidecen ante cualquier comparación con obras de artistas anteriores.

Tampoco se puede ser tan mezquino en torno a Bolaño. Hay que destacar el valor de sus historias. Nocturno de chile se establece como una de las mejores radiografías de las dictaduras latinoamericanas, así como del eterno coqueteo del mundo artístico e intelectual con las élites del poder, lo que convierte a ese “mundo de las letras” en cómplice de las atrocidades de los regímenes totalitarios. Durante una entrevista con Melanie Jösch, el propio Bolaño reconoció a Nocturno de chile como superior a Los detectives salvajes “por algo muy sencillo: la novela es un arte imperfecto, tal vez sea, en la literatura, el más imperfecto de todos, y a más páginas escritas las posibilidades de lucir tus imperfecciones son mayores”.

A pesar de las carencias de su prosa es inevitable reconocer los dejos de elegancia y refinamiento intelectual del chileno. No hay enigma: Roberto Bolaño era un poeta y no un narrador. Ante la misma Jösch agrega: “Creo que vengo de la poesía. No me parezco ni a César Aira ni a Rodrigo Rey Rosa ni a Villoro ni a Javier Marías ni a Vila Matas. Ninguno de ellos es autor de poesía. Yo básicamente soy poeta; empecé como poeta. Casi siempre he creído y aún lo creo que escribir prosa es de un mal gusto bestial… es mucho más difícil la poesía: las escenografías que te proporciona ésta son de una pureza y una desolación muy grande. Cuando juntas pureza y desolación el escenario se agranda automáticamente hasta el infinito y lo lógico es que tú desaparezcas en ese escenario y, sin embargo, no desapareces. Te haces infinitamente pequeño pero no desapareces”.

Asimismo, en su última entrevista, publicada en la edición mexicana de Playboy, le cuestionan: “¿Quién le hizo creer que es mejor poeta que narrador?”, a lo que responde: “La gradación del rubor que siento cuando, por pura casualidad, abro un libro mío de poesía o uno de prosa. Me ruboriza menos el de poesía”. No mentía respecto al rubor, yo fui testigo.

En las mesas del Terrassans, el café que frecuentaba en Blanes, mientras pedía agua con manzanilla, Bolaño hablaba en ocasiones de poesía. Habrán sido dos o tres veces, pero nunca me observaba a los ojos. Situaba la mirada más allá de las calles vecinas, como buscando al mar de ese pequeño pueblo de La Costa Brava o esperando el milagroso caminar de su hijo Lautaro, quien se encontraba en ese momento junto a su madre en el piso del Carrer del Lloro. En la última charla ––luego de un mes de viaje por España yo tenía que regresar a México para ingresar a la Universidad y buscar un futuro aún ni siquiera gestado en la mente––, intenté acorralar a Bolaño para escuchar de su boca lo que yo intuía, hasta que con más condescendencia que ímpetu mencionó: “la diferencia es que la narrativa es una forma de vida, la poesía es la propia vida”.

Empezó entonces a susurrar. Apenas escuchaba su voz cándida y agreste al mismo tiempo, su acento frío de chileno alejado del sur con una mezcla de español y con rasgos mexicanos. ¿Qué idioma hablabas, Roberto? Cuando comprendí que todo aquello era poseía, un poema suelto en el tiempo disecado de aquella tarde de un otoño desnudo, apenas diferente a las tardes donde ahora releo sus versos, seguí una a una sus palabras, buscando no perder ninguna, tatuarlas en algún refugio de la mente, lejos de números, fechas o labios sin nombres. Para no confundirlas nunca, para poder escribirlas algún día cuando volviera a hablar sobre el Bolaño a quien respeto, sobre el Bolaño a quien vuelvo para no desfallecer ante la llovizna del desamparo rutinario, cuando volviera a hablar sobre el Bolaño poeta:

No deja de dolerme, te soy sincero…

pero empieza a ser un dolor dulce,

como el frío después del amor

o el café amargo que te arranca del sueño,

como la herida hecha con la página de un libro

o los años que pasan y que mueren con uno.

Un gran poeta, Roberto. Sus textos así lo confirman. Cada uno de ellos tiene un sello de identidad propio que los hace únicos y, a la vez y paradójicamente, una pieza más de esa región de asombro, parodia, ironía, absurdo y honestidad que es su poesía. Leer sus versos conlleva entrar a la intimidad de un ser dispuesto a desnudarse en la palabra; la propia palabra es la huella de su existencia, la única prueba de haber vivido en esta realidad de puto espanto. En sus textos no caben explicaciones estructuralistas o con matices de formalismo ruso, en las que el autor no aparece ni siquiera por equivocación ––cuando me enseñen una novela, un cuento o un poema que se hayan escrito solos, empezaré a comulgar, un poco, con estas teorías––. Nada de “yo poético”, “voz lírica”, para acercarse a estos versos. Toda clasificación de este tipo es al fin una mascarada gestada por el propio autor. En sus poemas la voz de Bolaño se escucha nítida, porque desde su sinceridad va tejiendo las escenografías por donde anduvieron sus pasos. Amantes, frustraciones, desencantos, ilusiones, se van imbricando hasta fundar los versos que reconocen su manantial primigenio en lo que se ha llamado “poesía de la experiencia”. Poesía que no reniega del aquí y el ahora, su origen, donde al pan se le llama pan y, al vino, vino, y misericordia a los momentos de una sexualidad que se va desgastando como la propia vida, así lo asegura en Los perros románticos:

Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre

y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla

a tu ritmo y era fácil escucharla referir

las últimas películas de terror que había visto

en el cine Bucareli.

Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura

y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones

o el latido de mi corazón.

Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.

¿Qué, Lupe? El corazón.

Cuando se padece la desdicha diaria, cuando se intenta plasmar sobre el papel la llaga y el sabor de vidrios rotos con que se va llenando la boca, luego de acompañar la tradición de seguir vivo, un día tras otro, sobran los recursos retóricos y la poesía no rehúye a la contaminación (¿contaminación?) de la candidez de la prosa para reconocer su esencia lírica. En el prólogo a Los perros románticos, Pere Gimferrer, otro de los grandes poetas en lengua castellana de los últimos años, abunda sobre las características de la poesía de Bolaño y destaca la reconquista de territorios falazmente vedados para el verso, como la narración o la risa. Una risa que trasgrede, desnuda, expone el absurdo y la sordidez de la vida. Una risa que, como en las comedias clásicas, conduce a la verdad.

Tal vez la más dolorosa de estas verdades es el fracaso y la inmolación de toda una parvada de jóvenes latinoamericanos, posiblemente la última, que creyó y vivió la utopía de la Revolución. Tras los discursos, las bayonetas, las traiciones, las boinas y las casacas militares, tras las estrellas rojas y las solidaridades a medias, esos jóvenes descubrieron que la muerte y la violencia eran igual de ruines sin importar del lado de donde vinieran: gobierno o guerrilla. El cambio añorado se convirtió en el establecimiento de ideologías teológicas, renuentes a la crítica, adoradoras de imágenes ––“héroes rebeldes” les llaman––, sustentadas en dogmas desgastados como la memoria:

Sus manos abiertas,

El destino manchado con la propia sangre.

Y tú no puedes ni siquiera recordar

En dónde estuvo la herida,

Los Rostros que una vez amaste,

La mujer que te salvó la vida.

Bolaño logró captar en un puñado de versos toda la frustración y el desencanto de esa generación. Sería un error, sin embargo, leer su poesía tan sólo como un panfleto político encaminado a llevar a cabo una purga de frustración generacional. Las aristas de su lírica se nutren de otros derroteros por donde el amor y el desencanto se repelen y se tocan. “Su capacidad de sorprender no vela su capacidad de conmover”, asegura Pere Gimferrer casi al final del prólogo de Los perros románticos.

En 2007 se publicó La Universidad Desconocida, un hermoso libro de 450 páginas cuyos poemas recopilados van desde 1977 ––año en que el chileno llega a España–– hasta 1993, cuando Bolaño los organiza como si ya sintiera el amago de la noche. Más de 15 años de escritura poética presenta el volumen. Miedos, aspiraciones, naufragios, camas pobladas van apareciendo en el poemario con la sinceridad como telón de fondo:

Las noches que he dormido entre rostros y palabras,

Cuerpos doblegados por el viento,

Líneas que miré hechizado

En los límites de mis sueños.

Noches heladas de Europa, mi cuerpo en el ghetto

Pero soñando.

Cada verso acompaña la ruina y el desaliento, pero también los delgados hilos de la dicha, de esa felicidad intransigente y transgresora, como la propia palabra. Ante el desmoronamiento del mundo, Bolaño encuentra refugio en la poesía nacida desde la experiencia. Ya nada es ficción, ya nada podía ser ficción, porque el fin se acercaba y de esta manera él lo sentía. Como verdadero poeta expone la oquedad del dolor:

Vete al infierno, Roberto, y recuerda que ya nunca más

volverás a metérselo

Tenía un olor peculiar

Largas piernas pecosas

Cabellera caoba y bonita ropa

En realidad poco es lo que recuerdo ahora

Me amó para siempre

Me hundió.

Como verdadero poeta sabe reconocer la victoria frente al acantilado:

Doy gracias al cielo por haber hecho el amor

con las mujeres que he querido.

Se trata de una victoria zurcida desde el deseo. Las únicas victorias verdaderas al final del día. Las victorias que seguimos viendo bellas, buenas, verdaderas, cuando la soledad es el hueco oscuro antes de dormir. De ahí la pureza y riqueza de la obra poética del chileno. Rehuía tejer versos para escandalizar al burgués. Ya no estamos para poemas infantiles y lo sabía  ––pobre Bukovski, el eterno adolescente ebrio luego de una fiesta de preparatoria––. Bolaño rehuía a tejer metáforas e imágines que pudieran confundir al lector sobre su verdadero sentir. Rehuía a las palabras suaves, tersas o duras como rugir de camión. No le importaba el sonido porque no buscaba la fonética precisa para dotarla de un significado propio. ¿Simpleza? Más bien honestidad. La honestidad que vagabundea por las entrañas de todo aquel que ha vivido desde el dolor, los sueños, la vida. Tomó como única arma la palabra, la desnudó y la hizo arte: Los moteles sólo se conocen de verdad cuando se ha amado en ellos. El pasado, cuando se tiene la palabra idónea para nombrarlo:

(Pinche Roberto Bolaño:

besa lo patético y lo ridículo)

 Si en sus versos la violencia es como la poesía, porque no se corrige, existe una sutil violencia en todo lo presentado. Sus lugares, son lugares de una sordidez perpetua. Sus viajes, el claro ejemplo de lo pútrido del porvenir. Nada existe en el futuro. Y es en esa incertidumbre por donde cada uno de los poemas del chileno se abre paso para anclar sus premisas. Como buen modelo de la última generación con horizontes de utopía en la mirada, hizo suya la realidad del pragmatismo. Los mitos desaparecieron. No hay más imágenes para adherirse, como tampoco figuras encumbradas para ir en su contra. Ante tal desamparo sólo existen dos vías para poder andar lo último del camino: el amor y la aceptación de la desdicha. Prodigiosamente eligió las dos.

Primero, el beneplácito de la derrota. Si buscas fama y fortuna, más te vale jugar al empresario o al cantante grupero, a la estrella de un show de televisión o al capo de la droga. Como escritor ninguna de esas perspectivas se encuentra implícita. Si él lo consiguió en los últimos años, este hecho no dejó de sorprenderlo hasta su muerte. En un principio la incertidumbre fue el motor y la misericordia que lo llevó a desafiar la institucionalidad de la existencia:

Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad

también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik,

Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los

        lectores…

Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro

para verme a mí mismo:

como una culebra en el polo Norte, pero escribiendo.

Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.

Escribiendo con mi hijo en las rodillas.

Escribiendo hasta que cae la noche

con un estruendo de los mil demonios.

Los demonios que han de llevarme al infierno,

pero escribiendo.

La segunda y acaso más importante vía, a fin de terminar el camino, para el poeta, fue la aceptación de la incertidumbre desde el amor, con su carga de pérdida implícita. Todos a quienes amamos inevitablemente morirán; en comprenderlo radica la pérdida amorosa. Bajo ese techo de dolor puede irse tejiendo un tiempo “otro”, un tiempo Eros y Filios distinto y alterno al tiempo Cronos. Por los poemas de Bolaño ese tiempo lo va invadiendo todo. Ya no importan las desgracias o los sueños petrificados. Ya no, el fardo del pasado ni las desgracias por venir. Es un nuevo tiempo del presente y, desnudo de toda lógica, es un presente eterno. Un presente que vale por todos los tiempos. El tiempo del tiempo. El tiempo que no muere. El tiempo inmortal. Su función no es fluir, sino estar. Ese es el tiempo que Bolaño hallaba en los ojos de su hijo:

A veces te despiertas gritando y te abrazas

a tu madre o a mí con la fuerza y la lucidez

que sólo un niño menor de dos años puede tener

A veces mis sueños están llenos de gritos en la ciudad fantasma

y los rostros perdidos me hacen preguntas

que jamás sabré contestar

Tú te despiertas y sales corriendo de tu habitación

y tus pies descalzos resuenan

en la larga noche de invierno de Europa

Yo regreso a los lugares del crimen

sitios duros y brillantes

tanto que al despertar me parece mentira que aún esté vivo.

Ese es el tiempo poético que Bolaño hallaba en los ojos de su mujer, la mujer en donde estaban presentes todas las mujeres que conoció; la mujer en donde estaban ausentes todas las mujeres que conoció. La Mujer:

Era más hermosa que el sol

y yo aún no tenía 16 años.

24 han pasado

y sigue a mi lado […]

Musa,

más hermosa que el sol

y más hermosa

que las estrellas.

Ese es el tiempo de su poesía y que la hace imprescindible en momentos agrestes e indómitos como los nuestros. Ese tiempo que lleva al lector a reconocerse en sus palabras, porque también es nuestro tiempo. El tiempo de la salvación en la poesía. El tiempo de la poesía. El tiempo que Bolaño llevaba siempre en su reloj, porque al igual que su tiempo, él era, antes que nada, un poeta.

 

© All rights reserved Xalbador Garcia

XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).

Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años. 
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.

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