Me percato de ello mientras camino junto a mi hija por el pueblo de mi infancia, las huellas quemando la acera hundida en el deterioro invisible del recuerdo. Aunque apenas comienza el año, me doy cuenta de que no pensé resoluciones de año nuevo.
Puede que no las necesite como puede que sobren. No sé. En años anteriores siempre elaboraba mi lista de cosas por hacer a lo largo del año venidero, indistintamente si las cumplía o no, eso al final no importaba, porque de no cumplirse alguna de las metas, las añadía a las del año próximo, y así sucesivamente, apostado en el riesgo de, a la larga, tener más resoluciones que meses para cumplirlas. El juego es inventar maneras en las que uno nunca se completa y puede que hasta tenga su encanto, seguro. Fallarle a algo que uno sabe que de todas maneras no va a cumplir es como reafirmarse uno mismo en la imperfección, y eso es como proclamar la vida. Pero este año no, no tengo resoluciones, y bien pudiera uno comenzar a morirse, diría mi abuela, porque sin meta no hay logro.
Una resolución es, ciertamente, un signo con tantas acepciones: acción y efecto de resolver o resolverse; ánimo, valor o arresto; actividad, prontitud, viveza; y cosa que se decide, entre otras. Algo serio este asunto de las resoluciones, a decir verdad.
Recuerdo el año que me propuse dejar de fumar y ejercitarme más a menudo, un año nefasto y fútil, porque parecía que dejaría de fumar y de perder peso para siempre. Otro año me prometí dar prioridad a mis intereses literarios, escribir más, quizás hasta publicar un poemario nuevo y otros deseos inconsecuentes. Al cabo del tiempo, advierto la constancia de las resoluciones, y debe ser por eso que ya no las necesito, porque mi boca hace el camino. El rasgo primordial de la vida es que no acaba –pues si acaba, alcanza su antónimo–, y por eso sigue siendo poema –que, como decía Octavio Paz, nunca acaba–, y sigue siendo poesía, que es la física del lenguaje.
Una resolución también es la distinción o separación mayor o menor que puede apreciarse entre dos sucesos u objetos próximos en el espacio o en el tiempo. La diferencia es resta, pérdida, siempre consustancial con el hábito de morirse. Es perfecta la ilusión y por eso debe ser que no existe, excepto en el acto de desear.
Ver apagarse un país no es mi idea de un paisaje pintoresco si de uno depende la vida de otro ser humano, su comida, el techo bajo el cual vive, la educación que recibirá y todo ese comercio de experiencias donde uno canjea lo presente para que otro tenga futuro.
Tomo a mi hija de la mano y la complicación es dulce, porque sé que ella es artista, y a los artistas tiene que dolerle el mundo, tiene que parecerle insuficiente e imperfecto para querer transformarlo y hacerlo de nuevo. Mi hija dibuja todo el tiempo, como si la realidad que la circunda no le bastara y, en su lugar, prefiriera trazar mundos sacados de su imaginación. En sus ojos siempre hay una palabra que rompe la luz en colores, que no se puede reparar porque la voz no la alcanza.
Cada vez depende menos de mí. Cada vez aprendo más de ella.
Así es que descubro que la sencillez ha tomado un primer plano en mi vida. Mi mundo es grande y mientras más grande, se me hace más íntimo. Me basta lo suficiente.
La comodidad de sentirse bien con uno mismo podrá considerarse un bien de consumo en estos días, pero el deseo siempre será acomodaticio al anhelo, por lo que hay que aprender a pedirlo mientras uno le da treguas al mundo para poder ver, en la quietud y en la distancia, la magnificencia y el esplendor y lo terrible de la vida.
Y de esta manera comprendo toda la poesía y toda la maravilla que a veces se nos escapa en cada minuto que relegamos al proclive vicio del conformismo.
Tras nuestra caminata, y a falta de mi lista de resoluciones, le pregunto a mi hija qué cosas anhela lograr en el nuevo año. ¿Lista de cosas para lograr? Pero es que tengo todo lo que deseo, me dice, y yo le creo, mas se equivoca, porque, a los catorce años, el mundo no está ni medio vacío. Ya le dará hambre, pienso.
Dejo mi vista correr por las calles de mi pueblo, la plaza, la iglesia, las calles, la panadería de la esquina y la alcaldía. El cielo parece que desciende gris, pero solo es la neblina que viene de visita. Pienso en una resolución que hice hace un tiempo atrás: nunca fallarle a mi hija, no importara donde yo estuviera. Esa sí que queda fuera de negociaciones.
Beso a Soph y parto junto a ella de regreso a San Juan.
Vengo complacido. Completo. Liviano.
P.D.: Se me ocurre que este año podría saltar en bungee, visitar el Tibet y publicar una novela… sí… eso…
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.