- Un poeta siempre busca las razones para el movimiento. Anhela ceñirse a algo, aunque sea a la nada. Busca uno el verso correcto, la palabra llave, el Aleph magnífico que desvela ante uno un momento de iluminación momentánea e irrepetible al cual se pasa el resto de los días buscando maneras irremediables de volver una y otra vez en metáforas fatigosas que puedan, de algún modo, reparar tanta inconsecuencia, tanta vaguedad de intento, hasta que uno logra, en esas incorrecciones del hambre, llamarse poeta. O creerse que lo es.
- Pienso, ante la pregunta que la poeta Andrea Botero nos lanzara a un grupo de escritores recientemente, que el primer poema que me lanzó a la constante caída que es la poesía fue «Aullido», de Allen Ginsberg. Lo pensé espléndido, mórbido, ácido, jazzy como aquello primeros días de mi carrera universitaria donde demasiado nunca era mucho, sino un acuerdo con el momento. De hecho, hasta entonces, no había leído nada ni remotamente parecido, que doliera tanto y que brindara placer a la vez: «He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa, cabezas de ángel abrasadas por la antigua conexión celestial al dínamo estrellado de la maquinaria de la noche», se quedaron conmigo aquellos primeros versos. Una belleza terrible nacía. Le hablaba a una pulsión que urgía en mí sin dirección. Me sentí, de inmediato, motivado a leer más de aquellos santos poemas en prosa biliosa donde el lenguaje se derrumbara como catedrales del orden, renovadas en un surrealismo tántrico, inflexiones zen y, sobre todo, en visiones rapsódicas, enfebrecidas y alucinantes. En efecto, a los veintiún años, yo quería hacer poesía así. Yo quería ser poeta.
- Así que de «Howl» pasé a otros poemas que encontré en una antología que mi Hermana mayor utilizaba en sus estudios de literatura inglesa, y en la cual se incluían otros poemas de Ginsberg. A partir de entonces, comencé a escribir mucha poesía, y pasé a otros poemas y a otros poetas, devorando cuanto cayese en mis manos, sin visa ni pasaporte, como si la poesía del mundo fuese eso mismo, la del planeta, y no la de referentes geográficos específicos. Pero la antología permaneció olvidada en los estantes de mis libreros, una pieza sentimental de mis primeras lecturas como en un museo de la memoria, allí, vaga y empolvada, hasta que el tiempo pidió otro rumbo y tuve que empacar todo cuanto tenía para mudarme de ciudad. Mientras empacaba mis cosas –para entonces, todas mis posesiones se sumaban en una guitarra, una computadora y, por supuesto, mis libros- me topé con la antología y decidí darle una nueva leída. Esta vez presté atención al editor de la misma, Mark Strand (1934-2014), y a su solitaria colaboración, «Que las cosas mantengan su entereza».
- El poema comenzaba con una aseveración particular: «En un campo/Yo soy la ausencia/de campo». Me intrigaban las complejidades tiernas que el autor del poema, Mark Strand, expresaba en un trabajo de tan sucinta impresión. Menos que darse a las preocupaciones metafísicas, el poema de Strand parecía compendiado por una selección de palabras sin aparente profundidad o enrevesamiento, aunque venía dotado de una elaboración arquitectónica bastante tensada. Por ejemplo, los verbos de la primera estrofa corresponden a las características esenciales permanentes y temporales coyunturales del «ser» y «estar», respectivamente. O sea, es un poema que se postula en el cuestionamiento de la existencia. Existir es morar en el mundo. La constante es lo repetitivo: «Este es/ siempre el caso/Soy de donde estoy/Yo soy lo que falta». En su suma, el hablante se ratifica en su negación, en lo que no es.
- La retórica desembelesada de Strand gravita a lugares que son más cercanos a la filosofía. Habita una búsqueda por la verdad existencial. Así, la ausencia nombra siempre una presencia e interpela la noción del otro (uno de los temas predilectos de Strand). La voz del poema enuncia su «Yo» desde un «No-Yo», la paradoja existencial que solo es posible entenderse no como intuición, sino como lenguaje, pues hay un principio inamovible (el ser) que servirá para originar movimiento de la segunda estrofa, donde dominan los verbos de acción: «A mi paso, /el aire se separa/y siempre vuelve a unirse/llenando los espacios/donde estuvo mi cuerpo».
- Es el lenguaje el pegamento con el cual las cosas harán sentido. Así, a la vez que el hablante entre en moción, separa el aire (¿La memoria? ¿Lo desconocido? ¿La nada?), pero no es el movimiento sino el acto de moverse lo que da significado al poema: «Todos tienen razones/ para moverse,/ yo me muevo para/ que las cosas mantengan su entereza». El viaje hace al viajero; lo importante es el camino, no el destino. «Que las cosas mantengan su entereza» opera desde el interior del poema, como mucha de la poesía de Strand, poeta laureado y ganador de diversos premios, entre ellos el Pulitzer de Poesía por Tormenta de uno. Sobre todo, los poemas de Strand modulan en las curvas y los giros de la cotidianidad, articulados como unidades mínimas de lenguaje encapsulado.
- «Que las cosas mantengan su entereza» fue el inicio de nuevos entendimientos a los que he llegado con la poesía que me ha arrastrado a este páramo solitario por donde poca gente que me conoce pasa. Sí, a este poemita le atribuyo muchas enseñanzas de Mark Strand, quien publicó Casi invisible dos años atrás y declaró que no volvería a publicar poesía, justamente cuando yo me había jurado lo mismo. A sus ochenta años, sostenía que no se consideraba un poeta de la apariencia de las cosas, sino de su comportamiento. Esa, precisamente, fue la última gran lección que me dejó antes de convertirse en otro modo de energía.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.