Autor. Ibrahim Guerra. Director. Carlos Salazar Bastos. Actriz Gladys Cáceres. Producción. Aisha Enterprises Inc. Fotografía. Alfredo de Armas.
Teatro. Paseo de las Artes 3635NW 78 th. Ave. Miami. Fl 33122. Estreno Mundial 19 de mayo 2017
Dos divas en un solo acto
Recuerdo a Ibrahim mientras lo entrevisto en “nagarianos” . Un programa que la revista mantuvo en Radio Global durante cierto tiempo. Aquella fuerza interior y telúrica para hablar de su archiconocida A 2,50 la Cuba Libre, de la aparición del fenómeno de microteatro y del resto de sus obras. Así como de su paso como dramaturgo, director o guionista en EE.UU. Un día, no sé cómo, desapareció de mi vida hasta el 19 de mayo pasado. El día del estreno, lo vi afable. Con un cava Proseco en su mano derecha celebrando a besos, junto a Gladys Cáceres, el éxito de su obra.
A Carlos Salazar lo traté por primera vez dirigiendo a la actriz Saida Santana y a Gustavo Leone en El Disparo de la uruguaya Estela Golovchenko. Una pieza sutil y sencilla donde pude apreciar el peso y el savoir faire de un creador de talla.
Gladys Cáceres. , en cambio, es nueva para mí. Uno la siente de inmediato en vida cuando, circulando con una bata negra y el pelo recogido por una malla la noche del estreno, la ves pasear por el escenario como una Betty Davis más…interpretándola desde su aclamada y brillante carrera profesional en Venezuela.
¿Qué es en sí desde la dramaturgia la obra de Ibrahim Guerra? Pues bien, parece una pieza hecha y escrita para homenajear a dos divas: la primera que da nombre al título y la segunda que se inviste de este personaje bajo los focos de su última etapa. Un monólogo que, más que crecer, añade partes controvertidas y voraces de esta “anti-estrella” para los standards de Hollywood. Y en cambio, desde la crítica y la aclamación del público, representa después de Katherine Hepburn, lo más grande que ha dado el pasado cinematográfico como actriz.
Salen temas cruciales como la relación a vida o muerte que tuvo con su hija que escribió en su autobiografía: “Mi madre la castradora”. Su impenitente amargura contenida y malintencionada con Joan Crawford. O su archienemiga Miriam Hopkins quien tuvo una relación adúltera con el marido de ella, Anatole Litvack. Se añade el trato con el presuntuoso Erron Flynn y las argucias que ella utilizaba para que no la besase en escena. La reciprocidad con un ego subido y desmesurado consigo misma. Su discurso crítico-teórico sobre qué es ser actriz. Su suspiro ante la muerte. Su ida después de tomarse tres pastillas en una sola noche que es, al fin y al cabo, donde su autor ubica la acción “Quiero ir bella a la muerte”. Y que Carlos Salazar, bajo un sencillo pero pletórico dormitorio de la época y una luz cenital cuando el relato lo requiere, consigue que abracemos al unísono dos vidas: la del personaje y la de una actriz que…con 93 años, aún es capaz de enderezar su cuerpo para memorizar un texto de cuarenta y cinco minutos y moverse como una deidad antes que Betty Davis entre en el patíbulo. ER