La pelota no se mancha, pero sí se pudre. Nadie podrá ver el próximo Mundial de Futbol en Qatar sin ser testigo del rostro más cruel de la Posmodernidad: el capitalismo insaciable, junto a sus jinetes del Apocalipsis: el esclavismo laboral, la corrupción, el desprecio a los problemas ambientales y el negocio de la guerra.
Desde su nacimiento, el proyecto estuvo viciado. La elección del país sede se dio en medio de un cúmulo de irregularidades que involucran a diversas autoridades de la FIFA, encabezadas en ese momento por Joseph Blatter y Michel Platini; el ex presidente francés Nicolas Sarkozy, y Tamin Hamad Al Thani y Hamad Ben Jassem, emir y jeque de Qatar, respectivamente.
Miles de millones de dólares sirvieron para comprar conciencias, seducir patrocinadores y acallar las voces que alertaban sobre el peligro de un Mundial en Medio Oriente. Si los jugadores podían estar a salvo bajo el resguardo de un sistema de enfriamiento en las canchas —con su agobiante consumo de energías sucias incluido—, los cientos de aficionados estarían en riegos de muerte por las altas temperaturas del verano qatarí. La solución, cambiar el evento para invierno. Decisión que tampoco garantiza la seguridad de los asistentes y que rompe toda la lógica de la estructura del futbol mundial.
Tanto ligas, como clubes, protestaron por el calendario que trasgredía su planeación anual. Sin mencionar la sobrecarga de trabajo para los futbolistas que, luego de la justa, les significará un desgaste físico importante. Así los protagonistas del espectáculo: jugadores que se han convertido en millonarios jugando a la pelotita, pero al mismo tiempo, mercancías del mercado global, cuya voz o inquietudes personales carecen de eco en la toma de medidas de su sector. El Mundial de Qatar, el mejor de los ejemplos.
Una vez la decisión tomada, gigantes árabes de la construcción, con socios e inversiones occidentales, emprendieron el sueño: tapizar el desierto con los estadios de futbol más bellos del mundo. De esta manera arrancó la maquinaria del progreso posmoderno que sólo puede aceitarse con esclavismo y muerte. Bajo cada columna yace la pesadilla: trasladados de países pobres de la región, miles de migrantes se trasladaron al Golfo Pérsico en búsqueda de trabajo.
Condiciones aberrantes de vivienda, bajos sueldos y contratos sin ninguna potestad personal —ni siquiera podían abandonar el país sin el permiso de su patrón— fueron la constante. Según reportes de The Guardian (febrero de 2021), “más de 6.500 trabajadores inmigrantes de India, Pakistan, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka han muerto en Qatar desde que obtuvo el derecho a organizar el Mundial de Fútbol”.
Las ganancias del proyecto no podrían mostrar de manera más clara cómo funciona el capitalismo del siglo XXI. Amnistía Internacional ha reportado que empresas como Six Construct y Eversendai han obtenido, entre ambas, más 130 millones de dólares por su intervención el estadio Jalifa. La FIFA superará los 2.000 millones que alcanzó como ingresos en 2014 para el Mundial de Brasil, mientras que un trabajador obtiene 220 dólares mensuales por su labor en la construcción de Qatar.
A lo anterior deben sumarse las limitantes en muestras de afecto públicas, la injerencia de alcohol, el uso de vestimentas inadecuadas y el control del comportamiento de mujeres y homosexuales durante la justa. Las autoridades qataríes exigen respeto por sus parámetros culturales a quienes acudan al evento deportivo. Existen páginas especializadas para cada país sobre lo permitido en su territorio. Al ser una nación ligada a corrientes extremistas del Islam, en Qatar las penas pueden ser exorbitantes económicamente, pero también significar años de cárcel.
Ante las críticas, a últimas fechas el discurso oficial ha cambiado. Habrá que ver durante los próximos meses cuál laxo se tomará el comportamiento de los aficionados al futbol, ya de por sí encaminado al pandemónium. Aún con el matiz más suave de Qatar, la selección de Dinamarca utilizará uniformes con el escudo de la federación y el logo de la marca danesa Hummel desdibujados. La decisión, debido al cúmulo de las denuncias sobre violaciones de derechos humanos en el país árabe. “No queremos ser visibles durante un torneo que le ha costado la vida a miles de personas”, señaló la empresa deportiva en declaraciones recogidas en El País.
Pareciera absurdo sostener un evento tan manchado por todos lados. Ninguno de los participantes saldrá inmaculado del negocio. Por más petrodólares que se gasten en maquillar ese espectáculo, el mundo será testigo de la podredumbre. Bajo el torneo de la pelotita se encuentra la verdadera razón por la que se continúa con este desvarío posmoderno: la hegemonía en Medio Oriente que, en el contexto de la crisis energética mundial, puede ser la pieza clave que resuelva conflictos globales o atice los odios alrededor del mundo.
Qatar es la tercera reserva de gas natural y petróleo y, junto a Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita, inició su esplendor en la década de los setenta del siglo pasado, precisamente con el petróleo como piedra de toque. Su monarca, Tamin Hamad Al Thani, se encuentra ligado a Irán y a los grupos extremistas del Islam en la región. Cuenta con dos empresas de comunicación para exponer su discurso en el mundo: Aljazeera y Bein Sports. Además, su dinero sustentó, por varios años, al Barcelona por medio del patrocinio de Qatar Airways y posteriormente compró al PSG, donde militan varias de las estrellas más importantes del momento: Messi, Neymar, Mbappé.
Esta expansión mediática y económica ha puesto a Qatar como el máximo protagonista de la región, dispuesto a dominarla junto a sus aliados extremistas e Irán. La situación ha disgustado a Mohammed Bin Zayed, alias “MBZ” y monarca de Emiratos Árabes, y a Mohamed Bin Salmán, alias “MBS” y emir de Arabia Saudita. Ambos aliados en contra de Hamad Al Thani, el primero con formación militar en la Royal Military Academy Sandhurs de Inglaterra y apasionado por el desarrollo de tecnología de guerra, y el segundo, pupilo de MBZ y amante de los videojuegos de combate.
La pugna de los tres jóvenes monarcas con tintes de conflicto armado inició desde 2010. El Mundial de Futbol es tan sólo una pieza más de la partida geopolítica mundial que, con la invasión de Rusia a Ucrania y la guerra económica entre China y Estados Unidos, sería el prólogo de una pugna a escala global. Cada jugada que veremos es la confirmación de la ignominia más grande de la raza humana: el dinero y los intereses políticos por encima de la supervivencia de la especie.
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.