Por primera vez en la historia de la humanidad, somos contemporáneos de todo el pasado. La causa principal de esta paradoja es el cine: gracias a las películas, creemos saber cómo fue cada época histórica, cómo eran las casas, cómo hablaba la gente, qué comían. (Antes, la pintura y el grabado habían tenido un efecto similar, pero el cine y la televisión expandieron dicho efecto hasta lo absoluto.) Ese conocimiento, por cierto, es ilusorio: conocemos el pasado en su reproducción, no el pasado real. Necesariamente, el arte simplifica la realidad, la idealiza; son esos fragmentos idealizados los que viven en nuestra imaginación, mezclándose con nuestras percepciones, modificándolas. Como consecuencia de su carácter ideal, este ilusorio continuum deviene en una especie de eternidad, y nuestra experiencia se proyecta sobre ella. Por la misma razón, es más difícil que nunca (tal vez imposible) ser contemporáneos de nuestra propia época: nuestra conciencia está infiltrada por nuestro conocimiento del pasado, y este conocimiento (esta apariencia de conocimiento) es indistinguible de nuestra experiencia. Aparte del cine, la demostración más elocuente de este fenómeno son los grandes museos: toda la historia de la humanidad desfilando ante nuestros ojos, su vasto palimpsesto desplegándose con engañosa transparencia, la exhibición de los objetos fingiendo su disposición original, el arreglo de los restos del pasado determinando nuestra visión del pasado. Pero cada una de las salas es una puesta en escena, una re-presentación del pasado.
Vivimos en medio de sombras platónicas: el Pekín amarrado en el muelle no es el mismo buque que surcó los mares hace más de un siglo: es el museo del Pekín. Pero esos dos buques (la idea de esos dos buques, Pekín sub-1 y Pekín sub-2, digamos) se superponen entre sí, coexisten en el tiempo y en el espacio, se afectan mutuamente. El Pekín sub-1 tenía una función específica, una razón de ser justificada por la demanda comercial de la época. Fue además un buque moderno, un producto de la evolución tecnológica (un buque con velas y motor, en lugar de uno de velas sin motor). Eso está en el pasado: aquella tecnología quedó obsoleta, en algún punto del tiempo la existencia del buque dejó de tener sentido. En otras palabras: el Pekín sub-1 fue real, pero esa realidad ha sido abolida, desplazada hacia el pasado. El Pekín sub-2, en cambio, es un testimonio de ese pasado, una entidad abstracta, separada del paso del tiempo, congelada en el tiempo. El Pekín sub-1 envejecía naturalmente; es de suponer que a lo largo de su vida útil, sus dueños se esmeraron por mantenerlo y por adaptarlo a las innovaciones técnicas, hasta que todo intento de adaptación fue inútil. El Pekín sub-2 ya no envejece, es viejo, y su mantenimiento no tiene por objeto tratar de que el buque siga cumpliendo con su verdadero propósito, sino tratar de conservar su vejez. Es la misma diferencia que existe entre un organismo vivo y otro momificado; al organismo vivo lo cuidamos para se mantenga sano, hasta que inevitablemente envejece, enferma y muere; a la momia la preservamos, velamos por que siga ejerciendo su misión de muerto ejemplar.
Cuando vemos al Pekín amarrado en la dársena, pensamos que es el Pekín: estamos viendo al Pekín sub-2, pero creemos ver al Pekín sub-1. La entidad sub-2 enmascara nuestra percepción de la entidad sub-1. Y sin embargo, en cierto modo es legítimo decir que podemos tener alguna idea del Pekín original (que podemos conocerlo) precisamente porque estamos viendo su maqueta. Es cierto que también podríamos conocerlo por fotografías, pero la experiencia sería distinta: la maqueta es más vívida que la imagen fotográfica, más real; más preciso sería decir: el efecto de realidad es mayor. El viejo Pekín ya no existe: este buque es sólo la modificación cristalizada del pasado, una ficción; pero esta ficción, esta nueva realidad, nos acerca al buque del pasado, nos los pone imperfectamente ante los ojos. El nuevo Pekín es una ventana a través de la cual vemos la idea del viejo.
Dicha visión podría también representarse como una progresión al infinito: puntillosamente, la reproducción se acerca al original, sin terminar nunca de alcanzarlo. Supongamos, por ejemplo (como ocurre muchas veces con los museos, con las maquetas históricas) que el color original de la cabina del Pekín era amarillo; ahora la cabina está pintada, digamos, de naranja. Aún cuando estuviera pintada de amarillo, aún cuando el celo de los preservadores hubiera llegado al extremo de usar el mismo tono de amarillo de la pintura original, la materia de la pintura, el pigmento, será necesariamente distinto. (Es de suponer también que la cabina fue pintada varias veces durante la vida útil del barco. ¿Cuál es entonces el color que deberíamos reproducir?) Toda preservación altera algún detalle del original. Lo mismo podríamos decir del efecto del paso del tiempo en la memoria: nuestros recuerdos de nosotros mismos no somos nosotros, sino una imagen de nosotros, imagen siempre retocada, modificada, aunque sea mínimamente.
Este conflicto entre realidad presente y pasada se agudiza (en rigor, cambia de naturaleza) cuando nos enfrentamos, no al objeto preservado, sino a su reconstrucción. El caso más notable es el de las ciudades reconstruidas después de una guerra. Aquí, el proceso de idealización—copiado de las fotografías de la ciudad preexistente—ha llegado al máximo: la Idea crea la realidad. Ya no hay superposición de dos ideas convocadas por el mismo objeto, sino una idea del pasado proyectada por un objeto presente. Es la aplicación del concepto arquitectónico de la maqueta a la historia, la metamorfosis del urbanismo en fantasmagoría. Pero si la historia se repite como parodia, ese sueño de la ciudad-maqueta es también un pastiche. (El puerto de esta ciudad, dicho sea de paso, también es hoy un simulacro de puerto.)
De ahí que nuestra condición trágica, la certeza de estar viviendo en un tiempo vacío de sentido, sea también risible. El gesto sublime es la parodia máxima. El temple artístico que mejor representa este “espíritu de la época” es la supresión de la seriedad—de la pretensión de seriedad. Si todo está hecho, si estamos condenados a repetir lo ya conocido, lo único sensato es dedicarnos a ganar dinero y pasarla lo mejor posible. Eso, o retroceder hasta el silencio.
Claudio Iván Remeseira. Escritor y periodista argentino. Editor de la antología Hispanic New York: A Sourcebook (Columbia University Press, 2010), ganadora del International Latino Book Award 2011 a la mejor obra de referencia en inglés. Este relato forma parte de una colección de relatos breves de próxima aparición.