La poesía escrita por mujeres, en Argentina, ha conocido un creciente reconocimiento desde los años ’70, cuando la hasta entonces casi completa hegemonía masculina cedió espacio ante el innegable talento y la originalidad de estas producciones (y en buena hora que así sucediera de una vez por todas). Este recular de la hegemonía dejó de mostrar el surgimiento de las voces femeninas del género como una suerte de aislado fenómeno, de “rareza” (Alfonsina Storni fue una suerte de George Sand en su época) para comenzar a admitir –tácitamente y a regañadientes, en un principio- que buena parte de lo mejor del género local estaba escrito por ellas. Afortunadamente esta tardía apertura no fue una etapa sino un desarrollo que se acrecentó hasta nuestros días. De tal manera, el lector local primero y el internacional después, logró acceder a magníficos trabajos, elaboradas obras, singulares trayectorias poéticas que, solamente unos decenios antes, posiblemente hubiesen corrido la misma suerte que sus antecesoras.
Las reticencias del poder deben invariablemente ceder al avance y las contradicciones de la historia y así es como hoy, en Argentina, podemos leer un vasto, desigual y abigarrado conjunto de obras poéticas cuyas autoras nos proponen las más variadas posibilidades: mejor concretadas unas, más originales otras, de una hondura y una precisión remarcables algunas de ellas. Y en un grupo todavía más reducido de la poesía escrita por mujeres en Argentina, hay un conjunto que remarca sus logros título a título, una madurez escritural que se impone, una trascendencia de sus versos que suscita la admiración del lector.
Entre los ’60 y los ’70 surgió, como impronta para desafiar en el futuro aquella originalísima voz, la de Alejandra Pizarnik –hoy reconocida mundialmente y hasta canonizada en exceso, al suplantar el “personaje Pizarnik” a la autora real, un vicio de los y las que leen mal y escriben peor después, soslayando que más allá de la anécdota trágica de la vida de un o una poeta, lo importante son sus versos y me animo a decir que nada más-: era una voz fuertemente experimental, en su momento, con los altibajos que esa apuesta acarrea. De ella hoy recordamos lo mejor, que siempre es magistral en Pizarnik.
Sin embargo, necesitábamos en el campo de la poesía escrita por mujeres y más ampliamente, en la poesía argentina en su conjunto, voces nuevas que desafiara aquellos postulados. Desde luego que todo poeta cabal es incomparable, pero no menos cierto resulta que hay corrientes vigentes y otras remanentes en cada segmento de los géneros literarios, y que en cada disciplina autoral lo que se espera es una renovación constante, para que ella siga desarrollándose, sin estancarse en un canon empobrecedor.
Entonces, frente a los experimentalismos y la afición al lado oscuro de las cosas, al animus tragicus que la poesía argentina parece haber mamado desde su adolescencia decimonónica por influencias francesas, se produjo a partir de fines de los ’70 el advenimiento de una serie de autores y autoras que buscaron en otras fuentes y distintas posibilidades expresivas novedosos sentidos, trazando originales búsquedas; singularmente fue la poesía estadounidense una de las de más destacada influencia en esta renovación del género impulsada por aquellos que comenzaron a publicar sus primeros poemarios por aquel entonces. El resultado, como en toda crisis –en el sentido de oportunidad de cambios- fue dispar: algo se quedó en el camino, algo prosperó, algo tomó nuevos rumbos.
De entre esos creadores de fines de los ’70 y que madurarían sus obras en los ’80, los más perdurables hasta la actualidad se distinguieron –en una década signada todavía por las vanguardias y sus barricadas culturales- por recortarse de las tendencias epocales para labrar una voz personal, en un trabajo persistente en busca del instrumento expresivo y la factura de un universo propio y reconocible para el lector especializado. En este grupo más reducido es donde podemos ubicar la obra de nuestra autora, Paulina Vinderman (Buenos Aires, 1944), quien con su inicial Los espejos y los puentes (Ediciones Buenos Aires Sur, Buenos Aires, 1978) comenzaría a recorrer un camino ya extenso –más de una veintena de títulos- hasta transformarse en una de las voces poéticas más lúcidas y reconocidas de la poesía latinoamericana contemporánea.
Sabiamente El Buzón, una antología poética de Vinderman (1), establece un recorte de su extensa obra que elige comenzar con Rojo Junio (Ediciones Literatura Americana Reunida, Chile, 1988), una antología poética que muestra el devenir de aquellos versos iniciales de fines de los ’70, más condensados y seguros de sí mismos que una década antes; a fines de los años ochenta 3 títulos más ya se había agregado a la producción de nuestra autora, insuflándole una mayor potencia expresiva, a la par que mayor calidez y una capacidad de producir un impacto más potente en la sensibilidad del lector. Paralelamente, notamos en esta primera sección de lo reunido en El Buzón de qué modo Vinderman se apodera ya de estructuras más complejas, jugando con las alternancias de las distintas personas posibles de la voz, así como permitiéndose jugar más entre los intersticios del difícil acople de la realidad y la ficción, cualidades y aptitudes –que también en Vinderman serán actitudes- que en mayor medida desarrollará después.
Recorrer atentamente y en secuencia cronológica sus obras permite comprender el modo tan personal de estructurar los poemas que tiene la poeta –un rasgo muy principal de su producción- de modo que insinúa y después confirma que toda su obra conforma, para un óptica atenta, un solo y gran poema, dividido en títulos que obran como capítulos o secciones de su entero trabajo. Este detalle remite inmediatamente a la estructura de los clásicos, donde precisamente se llamaba “libro primero”, “libro segundo”, a los sucesivos capítulos de una obra.
Pocas obras poéticas, en Argentina, están tan firmemente estructuradas como la de Paulina Vinderman y, en este sentido, también marca una diferencia con el fragmentarismo tan peculiar de Pizarnik, con sus saltos y sobresaltos no solamente de un título a otro, sino dentro mismo de cada volumen. Lo que desde luego no constituye un defecto ni mucho menos, pero que ha sido imitado hasta el hartazgo por otros autores y otras autoras desde entonces.
La selección establecida por El Buzón continúa con extracciones de Escalera de Incendio (Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1994), donde se pone en primer plano otra peculiaridad de Vinderman, como lo es su nomadismo; no solamente porque el texto da cuenta de sus muchos viajes, excursiones e incursiones en las facetas locales de la amplia realidad –la autora, por iniciativas personal y como invitada a numerosos festivales y eventos internacionales, ha recorrido mucho mundo- sino porque en el citado poemario reduce en cierta medida su formalismo anterior y se permite algunas engañosas liberalidades. Para una lectura más atenta, se aprecia cómo esa supuesta “dispersión” que parece referir el poemario en realidad es una recurso literario empleado por Vinderman para dotar todavía de mayor agilidad a sus textos, mudando su voz de un apelación a otra. Nueva característica de Vinderman: una vez que suma a su arsenal poético un recurso, ya no lo deja, sino que lo desarrolla más y mejor, combinándolo medidamente con los de uso ya anterior.
Nuestro viaje por la obra de esta destacada autora argentina prosigue: ya estamos ante una voz en plena madurez estilística y que en los ´90 tiene un lugar prominente en la producción local. Por entonces, en Argentina, la postrera etapa de las vanguardias ochentistas había desaparecido sin dejar huellas meritorias –salvo por aquellos autores y aquellas autoras que se consagraron a concretar voces personalizadas, por fuera de las barricadas estéticas ante mencionadas- y en cuanto hace a los “nuevos autores” de la época, los más publicitados (no los mejores, en la mayoría de los casos) se habían entregado a una poética empobrecida: individualista y cercenada a sabiendas del contexto social, autocontemplativa –lo que en un autor de mérito no es demérito, siempre y cuando tenga talento- o a una suerte de churrigueresco del neobarroco poético característico de la década anterior. En esta atmósfera enrarecida Vinderman lanza uno de sus libros más personales y potentes: Bulgaria (Ed. Libros de Alejandría, Buenos Aires, 1998), suerte de antídoto contra la preconizada y bien establecida vulgaridad de la época, donde –entre otras tópicas no menos relevantes- vemos surgir la figura paterna, no al estilo kafkiano sino más emparentadamente con el tremendo personaje que acecha al lector en el “Daddy” de Silvia Plath –una de las señalables influencias de Vinderman, que tan bien sabe elegirlas- publicado póstumamente en el Ariel (Ed. Faber & Faber, Reino Unido, 1965). Pero en Bulgaria la figura paterna no es factor determinante de todo el discurso –como el “Daddy” de Plath- sino una suerte de puerta franca para abrir el abanico hacia lo ancestral, con referencias a sus antepasados en Europa del este, que también emplea la poeta para abrir otra puerta más hacia el pasado, no solo el suyo, sino aspirando a abarcar mucho más; en Bulgaria la autora se trasviste, encarna como voz narrante los sucesos de luces y sombras que disfrutan, sobrellevan o sufren otros, siendo el pretérito familiar empleado como metáfora general de lo humano. Rizomático como es, Bulgaria se proyecta hacia los siguientes títulos de Vinderman: El muelle (Ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2003) y Hospital de Veteranos (ídem, 2006) están allí para confirmar la amplitud de ese rizoma abierto gracias a Bulgaria. En el primer poemario de los dos citados, se nos presentan al menos dos paradojas como claves: una mujer que intenta escribir una novela y es asaltada por los poemas recurrentemente, por una parte; por la otra, que lo narrativo sea empleado en clave de poesía sin que mayormente la autora se salga del límite entre ambos géneros a lo largo de todo su discurso.
En Hospital de veteranos la muerte (fundamentalmente la muerte de los otros) se conjuga con el resurgimiento de la figura paterna antes aparecida en Bulgaria, con una impronta todavía más dura y terminante: en el proceso seguido por Vinderman desde sus textos iniciales, con El muelle y Hospital de veteranos se termina de consolidar su voz personalísima, con ecos bien digeridos de la citada Plath pero también de –entre otros y en desiguales medidas- Emily Dickinson, Wallace Stevens, William Carlos Williams y Elizabeth Bishop. A partir de estos hitos en su producción poética, lo que hará su voz será acendrarse a través de logros posteriores, como Bote negro (Ed. Alción, 2010) y Ciruelo (ídem, 2014).
¿Logra la precisa, exacta siempre y muy bien estructurada obra de Vinderman, rigurosa en su polifonía, fascinantemente polisémica, ir más allá –porque siempre se trata de eso, del plus ultra– de lo antes trazado como meta pero también como límite, por Pizarnik? Sí, en mi opinión, pero sería necesario un minucioso trabajo crítico para deslindar las certezas y las imprecisiones de una afirmación semejante, algo que excede ampliamente el espacio pertinente a esta apretada reseña de su trayectoria autoral, aquella que deja impresa tras de sí una de las obras más interesantes de la poesía latinoamericana contemporánea: el universo de esta autora de excepción.
Luis Benítez
Obras de Paulina Vinderman
Los espejos y los puentes (1978)
La otra ciudad (1980)
La mirada de los héroes (1982)
La balada de Cordelia (1984)
Rojo junio (1988)
Escalera de incendio (1994)
Bulgaria (1998)
El muelle (2003)
Cónsul honoraria (2003)
Transparencias (2005)
Hospital de veteranos (2006)
El vino del atardecer (2008)
Los gansos salvajes (2010)
Bote negro (2010)
Rojo junio y otros poemas (2011)
La epigrafista (2012)
Ciruelo (2014)
El buzón (2015)
Cuaderno de dibujo (2017)
NOTA
- MediaIsla Editores, LTD, Kingwood, Texas, EE.UU., 2015, ISBN 978-1-329-08900-6, 98 pp.)
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Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay