Poco después de la quema de mis escritos, fui a París para darle el encuentro a Cécile. A medida que llegaba el día de mi viaje, me sentía lejano de esa angustia que imaginé me tocaría vivir cuando la perspectiva del encuentro se hiciera inminente, una angustia hecha del mismo silencio en el que Cécile se había encerrado, sin respuestas a mis preguntas. Dejaba pasar los días, desaprensivo e indolente, como si se tratase de otro individuo que viajaría y cuyo lugar yo había ocupado de repente, sin más trámite. Me levantaba por las mañanas, paseaba por la ciudad, recorría las orillas del Loira por la noche, con las manos en los bolsillos y la sensación de estar pasando al lado de algo, sin llegar a saber qué. A lo mejor, el efecto de haber quemado mis papeles, y con ello dispersado mis deseos de ser un escritor, o el encontrarme convencido de que ambos, Cécile y yo, encontraríamos una solución, sea cual fuere, me disuadía de mirar con aprehensión el viaje a París. El fin de semana previo, recibí el último mensaje de Cécile, me decía que no podía esperar más para volver a verme, tenía muchas cosas que decirme…
Todo fue muy diferente el mismo día en que tomé el tren. En el andén había una agitación de viernes por la tarde, en la que se mezclaban familias que pasarían unos días en la capital, ancianos que regresaban a sus apartamentos solitarios, adolescentes que viajaban en clase de historia del arte para recorrer los museos, hombres que partían a encontrarse con alguien conocido en internet, e inmigrantes que volvían al seno familiar en cualquier subsuelo parisino. Después de algunos minutos, el tren ya avanzaba por la ciudad y los campos rumbo a la capital, aquel centro en el que se anudaban mágicamente todos los destinos, la ciudad en la cual todos terminarían reunidos. Mientras alguno de los controladores tomaba la palabra para informarnos acerca de las condiciones del viaje, yo abrí el libro que me acompañaría durante el trayecto, aunque sin atreverme a leerlo. Alguien hablaba por teléfono al fondo del vagón; a mi lado, un par de ancianas chismeaban sin parar acerca de no sé qué divorcio, qué desgracia, esas cosas no ocurrían antes. Delante de mí, un señor de bigotes tomaba la mano de su hijo y le decía no sé qué cosas con respecto de algo que le iba a gustar, ya vería…
Recordé que en la lejana Lima bastaba con que alguien pronunciara “París” para que, de inmediato, como por ensalmo, la gente se pusiera a comentar lo linda que era la ciudad. Incluso quienes nunca habían viajado empezaban a hablar de las calles que son así y asá, los jardines inmensos, los amplísimos bulevares y claro estaba, la imponente y magnífica torre Eiffel. Para los limeños París era un lugar donde poder instalar su amor, un lugar antes imaginario que vivido, pero con todo igual de intenso, un territorio en el cual se respiraba el amor, se vivía el amor, se sentía el amor. Por eso terminaban mirando al cielo, allá lejos, donde podían estar esas bellezas imposibles en la nebulosa Lima, la horrible capital a la cual el destino, cruel y caprichoso, los había condenado sin posibilidad de salvación. A no sé cuántos cientos de kilómetros por hora, yo me aplastaba en mi asiento y me preguntaba dónde habrían encontrado esa distorsión de la realidad. Una distorsión que en ocasiones encontraba cómica, otras veces provinciana, pero que en ese momento, si tomamos en cuenta mi estado de ánimo, me pareció injusta, por no decir nefasta.
Mientras mi pensamiento viajaba por todas estas ideas, varios pasajeros habían bajado en cualquiera de las sucesivas estaciones, dejando sus lugares a otros que subían y bajaban con la misma apurada actitud. Todavía reconocía a las viejitas y al señor con el niño. Ahora le contaba no sé qué historia de una niña que debía protegerse del lobo hambriento. En su casa, llena de espanto y angustia, la niña había tapiado puertas y ventanas. Si resistía algunas horas, llegaría mamá para defenderla y ahuyentar a esa bestia maligna que aullaba afuera. Un instante, la atención de la niñita se dirigió a la chimenea donde la ceniza caía de manera extraña, tal vez el lobo intentaba entrar por ahí; por eso, decidió colocar una caldera llena de aceite hirviendo… “¿Te asusta lo que te estoy contando, mi cielo?”, preguntó el individuo. El niño levantó la cabeza y cruzó miradas conmigo. Había algo en sus ojos, mejor dicho una ausencia de algo, que me perturbó.
Era mediados de octubre, el tren terminó su recorrido en medio de una copiosa lluvia. Los pasajeros bajaban con lentitud cuando lo único que yo quería era precipitarme al lugar donde nos habíamos dado cita. Dentro de algunos minutos me instalaría en el café y me sentaría a esperarla el tiempo que hiciera falta para que sus pasos la llevaran hasta mí (tenía entendido que llegaría de Estrasburgo, adonde viajó para una reunión de trabajo). Casi un año antes la había conocido en esa milonga a la que fui sin intención de cruzar a nadie que no fuera la gorda imaginaria y malvada que me había contestado el teléfono, pero de la que salí curioso por conocerla más. Un instante, sentí ese temblor que me provocó bailar con ella la primera ocasión, pero esta vez era un escalofrío frente a lo que ocurriría. Como era el último en bajar del tren, me di cuenta de que el tipo de los cuentos infantiles había olvidado su periódico. Me arrojé detrás de sus pasos, pero ya estaba al fondo del andén, alzando la mano para que un taxi se detuviera. Qué más daba, tal vez lo había dejado a propósito como hacían cientos de viajeros que olvidaban, antes de entrar a París, todo lo que no les sirviera o hiciera falta.
En lugar de detenerme a mirar y visitar, recorrí sin demora las calles que me separaban del café. Más tarde tendríamos tiempo, todo el tiempo del mundo, para delinear nuestros pasos sin norte aunque ya seguros. Una vez que encontré el café, tuve el gesto, mecánico, rutinario, de echar un vistazo alrededor. Casi de inmediato, me di cuenta de lo inútil que resultaba pues todos los clientes parecían, como yo, acudir desde muy lejos, nadie conocía a nadie, no había necesidad de preocuparse en ser discreto. Dicho sea de paso, ¿cuál era el objetivo de hacerlo, si viajábamos a París justamente para ello, para ser nosotros mismos? Fue en ese momento que sonó mi teléfono para anunciarme, no una llamada sino un mensaje que me llegaba desde Estrasburgo, o el diablo vaya a saber desde dónde. No quise creer lo que mis ojos leían una y otra vez, mientras me llegaba el café y la lluvia seguía cayendo afuera, detrás de las ventanas. La concisión de su mensaje me dejaba sospechar algo terrible. Intenté llamarla para asegurarme de que se encontraba bien, pero no me contestó el teléfono. Ahí donde las razones y las explicaciones se negaban, las sospechas aparecían para intentar aclarar, iluminar entre las tinieblas. Con todo, aquello que especulaba o creía deducir nunca sería algo cierto pues jamás podría penetrar en las verdaderas razones que la llevaron a anular su viaje. Me habían expulsado de la habitación en la cual se discutía nuestro futuro, dejándome sin posibilidad para escuchar las conversaciones, por lo tanto los secretos, las confidencias, esas palabras que acercaban o distanciaban a los seres. Desde ese afuera en el cual se me había encerrado, me dije que Cécile había tenido tiempo y ocasión para escribirme pero no para darse la oportunidad de hablar conmigo. Había algo en su texto que me dejaba más que intrigado pues ella había escrito, en francés, que no vendría en lugar de decirme, como solía hacerlo cuando anulaba una de nuestras citas, que no podía hacerlo. Así, en medio de ese café, sólo con mis maletas y una extemporánea sensación de ridículo, creía descubrir en ese simple matiz verbal una nueva actitud de su parte que, de repente, me permitía otra perspectiva con respecto de ella. La intuí, ella, la misma persona que me propuso hacer ese viaje, convencida de que nuestra historia había llegado muy lejos. Aquello que desde un inicio se planteó como una relación intensa se le había descubierto, con la distancia y el tiempo, como un vínculo imposible. ¿Creía verdaderamente que con su divorcio cambiaría nuestro vínculo o era que éste nos había servido de coartada para unirnos todavía más? Nunca podríamos llegar a tener una relación normal (o lo que se entendiera por ella) pues su pasado, mi juventud y nuestras veleidades fermentarían para separarnos. Era mejor conservar el recuerdo de los buenos tiempos, esos meses durante los cuales aprendimos a conocernos y amarnos, antes que dejarnos separar por las miserias a las cuales una vida en común nos expondría. Por eso, en último momento, de manera unilateral, pese al natural dolor que eso le provocaría, ella decidía tomar distancia, alejarse de mí y decirnos que no. La imaginé detrás de su ventana, dondequiera que se encontrara, y pensé que ese tardío esfuerzo de lucidez era precisamente lo que nos destruiría.
En París comenzaba el otoño, las terrazas se vaciaban, las gentes partían poco a poco a recogerse en sus pisos. Sin querer, reparé en el periódico de aquel hombre, doblado justamente en la página de anuncios eróticos, en la cual alguien había subrayado con tinta roja algunos avisos, cuando no los había encerrado en un círculo o incluso cortado. Pervers velu pour cochonnes dociles! Hommes/homme hétéro/ rencontre Paris 75, Rencontre tout sexe/masochisme HF/FH, Cherche trois hommes/Fumeur sympa/pour défoncer ma salope/Couples Hommes Bi, Rencontre Paris 75. Recordé al hombre del tren, sus bigotitos milimétricamente cortados, su traje impecable, la manera tan distinguida que tenía de sentarse y de dirigirse al niño que imaginé, por costumbre y asociación, era su hijo. Un instante tuve una sensación de vértigo pero después me dije que no valía la pena pensar en ello. Dejé el periódico sobre la mesa – ya el mesero encontraría la página de anuncios e imaginaría lo mismo de mí – y salí de aquel café. Ya era de noche, a esa hora París es un ir y venir de pasos: gente que se acerca a su casa, a la cita o a la reunión cuando la lluvia había, por fin, amainado, bajo un cielo ahora despejado. Tomé el camino al lado del Sena para dirigirme hacia el hotel que Cécile reservó para ambos. Las aguas, morosas, claras y silenciosas del río me hicieron recordar otro, dejado detrás, cuyo nombre me negué a recordar (eso pasa con algunos nombres cuando el momento no es el adecuado y su sola formulación arrastra malos recuerdos en su corriente, cenizas de la memoria, las vergüenzas y el orgullo). París, de noche, me entregó ese olor que sólo los corazones solitarios pueden sentir, una mezcla húmeda de basura y orines con esperanzas pisadas. También muchas palabras sin decir.
– Hay una reservación a nombre de Cécile Salazar – le dije al hombre que se hurgaba la nariz con el índice, detrás de la recepción.
– ¿Qué vínculo tiene con ella, señor? – me respondió, casi sin verme.
¿Qué vínculo tenía con ella?, me pregunté y no supe qué responder. El empleado, acostumbrado como estaba a interpretar todos los gestos de los recién llegados, levantó un segundo los ojos de lo que estaba haciendo para mirarme o, mejor dicho, calcularme. Paradójicamente, el vínculo que en todo este país me parecía más sólido e intenso era el que más problemas planteaba para definirlo. Cuando menos dispuesto me sentía a sonreír o a divertirme, solté una carcajada que sobresaltó al recepcionista. “Es mi esposa o qué se imagina usted”, le dije, intentando parecer lo más convincente posible, alargando el cuerpo hacia él como quien se pregunta acerca de la estupidez que debía atravesar por su cabeza para plantearme ese tipo de preguntas. Un gesto de indulgente escepticismo apareció en su cara quien, francés al fin y al cabo, se sintió en falta pues pecaba de entrometido en un trabajo que requería ser lo más discreto posible. Me entregó las llaves antes de decirme que si pensaba tomar desayuno por la mañana, había llegado demasiado tarde para apuntarme; lo sentía mucho, eso sí.
Mientras subía las escaleras, alguien llegó a la recepción, alguien conocido por mí, aunque mi rostro no le dijera nada más que un vago recuerdo, pues había estado distraído haciendo otras cosas, o más bien contando sus historias. Pidió una habitación familiar, con un francés claro y nada balbuceante como el mío, con una dicción y un tono que subrayaban las alturas desde las cuales hablaba, y que lo obligaban a inclinarse, agacharse, mejor dicho acuclillarse, para rebajarse al nivel de ese hombrecito cualquiera que le preguntaba, con un hilo de voz, con la mirada vacilante, empinándose inútilmente para parecer poco más que insignificante, si tomaría desayuno mañana, sin siquiera obtener un mendrugo de respuesta. En lugar de distraerlo más, el recepcionista, convertido en empleadito, le entregó sin más las llaves de su habitación, era la que estaba al lado de la mía. Un instante, el hombre y el niño, alzaron los ojos y me vieron. Hacía varios segundos que me había parado en la mitad de las escaleras, para escucharlos y mirarlos, una imagen tan incongruente como verlos ahí a ambos, abajo, en la recepción de aquel desesperado hotel. Creí reconocer un brillo en los ojos del niño, destello que podía ser de reconocimiento o desesperación; en cambio, el hombre pareció fastidiado, se rascó la nariz y le dijo al niño, que se llamaba Laurent – pequeño Laurent, diminuta víctima de ese perverso, pensé –, que no fuera tan curioso. Esa noche no pude dormir por culpa de los recuerdos, las especulaciones y determinadas ideas que me asaltaron, era como si recuperara si no la desesperación, sí la melancolía, una melancolía que se parecía mucho a la angustia, una angustia que se parecía mucho a la muerte. De tanto en tanto, creía escuchar algo, del otro lado del tabique: un murmullo y también un gemido, junto con un sonido de metales oxidados. Eran unos gemidos lastimeros y dóciles que se mezclaban en mis oídos o en mi imaginación insomne, de madrugada y en París.
(FRAGMENTO DE LA NOVELA “RÍOS DE CENIZA” DE PRÓXIMA PUBLICACIÓN)
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Félix Terrones. Lima, 1980. Escritor y crítico peruano. Ha publicado las novelas cortas A media luz (PUCP, 2003), la novela El silencio de la memoria (Mundo Ajeno, 2008) y, en formato electrónico, el libro de cuentos Cenizas y ciudades (SUB-urbano, 2014). Este año, publicó su primera colección de microrrelatos titulada “El viento en tu cara” (Nazarí). Columnista en la revista SUB-urbano de Miami. Desde el 2004 vive en Francia donde enseña lengua y literatura latinoamericanas como profesor contratado en la Université François Rabelais (Tours). Doctor en literatura por la Université Michel de Montaigne Bordeaux III, ha editado la antología de la obra del escritor peruano Sebastián Salazar Bondy. Actualmente, traduce la novela Conquistadors del novelista francés Eric Vuillard.