En tiempos de hojas de parra
Que la censura de las obras de arte y de pensamiento ha sido siempre un eficaz instrumento de dominación para los regímenes políticos que se estremecen ante el menor cuestionamiento de sus puntos de vista, es una verdad comprobada a lo largo de toda la historia. Y ello, tanto en Oriente como en Occidente. Aunque estamos transitando ya la segunda década del siglo XXI, esta vergonzosa realidad está muy lejos de desaparecer y todavía, incluso, de disminuir. Por el contrario: todo parece indicar que se acrecentará y según de dónde provenga el lector los ejemplos “domésticos” y externos no hacen más que confirmarlo.
Sin embargo, el agravamiento de las formas y los procedimientos de la censura contemporánea ofrecen hoy matices aun más preocupantes que los característicos del pasado, ya que sus vetos a la libre expresión se extienden a aspectos que no solían ser los propios de antaño.
En tiempos pretéritos, amén de los contenidos políticos reñidos con la imagen que los sistemas totalitarios deseaban ofrecer de sí mismos, un blanco preferido de sus prohibiciones eran las referencias sexuales, cuestionadas hasta en sus expresiones estéticas por cuanto estas ponían de relieve detalles “no queridos” de la naturaleza humana, según la entendían aquellos en cuyas manos estaba el poder.
Así, el deplorable caso de las célebres hojas de parra, mandadas confeccionar e instalar sobre las partes pudendas de las estatuas por los poderosos que, de tanto en tanto en la historia de Occidente, se escandalizaban por ese detalle tan propio del arte grecorromano y sus derivados estilísticos: la exhibición de todas y cada una de las porciones del cuerpo humano desnudo.
Los ejemplos son tantos, que alcanza con apenas referir algunos. Tal el caso de Adán y Eva, representados en la añosa Catedral de Notre Dame con sus genitales bien cubiertos por la pudorosa hojita de la viña, cuando fueron esculpidos en el siglo XIII. O el magnífico David de Miguel Ángel, obra maestra del Renacimiento italiano, que en 1504 fue “intervenido” con una faldita –representando hojas de higuera, en esa ocasión- realizada en cobre para los mismos fines. Recordemos que en ocasión de su traslado hasta su emplazamiento original en la Piazza della Signoria, el colosal monumento fue apedreado rabiosamente por los florentinos de la época, escandalizados por su completa desnudez.
Otra creación de Miguel Ángel, el extraordinario fresco del Juicio Final que forma parte de la Capilla Sixtina, también recibió lo suyo: a mediados del siglo XVI el papa Pablo III mandó que unos pudorosos velos ocultaran las intimidades de los numerosos desnudos que componen la obra y, para peor, ordenó que el “trabajito” se hiciera al óleo, cubriendo esas secciones del fresco. Un daño irreparable.
Desde luego que no tenemos que remontarlos tanto en el tiempo de Occidente para encontrar otros repelentes ejemplos de lo mismo. Sin ir más lejos alcanza con leer la columna dedicada en esta misma publicación, en abril del año pasado y por quien esto escribe a “El artista Schiele, a un siglo de su muerte, censurado en la posmoderna Europa”, el caso en que el referido plástico alemán, a un siglo de su muerte, fue censurado en el Reino Unido y en Alemania porque la retrospectiva de su obra que iba a exhibirse por aquel entonces abundaba en desnudos totales. El año: 2018 y el escenario, el muy liberal –en apariencia- Viejo Mundo.
“Una dictadura no tiene que explicar nada”
La frase, tan ilustrativa, tan categóricamente exacta, pertenece al artista plástico, fotógrafo y escultor brasileño Miguel Rio Branco, quien empleándola en noviembre de 2017 se refirió al retiro forzado de sus obras implementado por las autoridades chinas cuando debían permanecer exhibidas en la Sexta Trienal de Fotografía de Guangzhou, en la provincia de Guangdong del país asiático. La serie de fotografías de Rio Branco, bajo el título general de Sob as Estrelas, as Cinzas, mostraba imágenes de pueblos originarios de su país así como crudas tomas de asesinatos extraídas de la sección de Policiales del diario O Povo, de Fortaleza, Brasil. Los censores chinos de Miguel Rio Branco ni siquiera le dieron explicaciones acerca de los motivos de tan arbitraria medida, razón que lo motivó a realizar dicha afirmación.
Sin embargo, lo sucedido entonces con el artista brasileño fue apenas el precedente de lo acontecido hace apenas un par de meses, con el agravante de que con ello se suma un nuevo motivo, inédito, para que un gobierno decida por las suyas qué deben ver y qué no sus gobernados. Es que el pasado 21 de diciembre el procedimiento de censura se reiteró en la misma muestra de Guangzhou, afectando esta vez a creadores europeos, estadounidenses y australianos, aunque en 2018 la causa de la censura fue novedosa: las obras fueron rechazadas porque interpelaban al espectador acerca de los problemas de índole ética generados por el avance de la ciencia y la tecnología. Todo un aporte en materia de restricciones, como bien se aprecia.
La realidad inquietante de la inteligencia artificial; la secuencia ya realizada del genoma humano; el peligro potencial y el impredecible que acarrean las innovaciones tecnológicas y sus consecuencias para el planeta y la cultura en general, son el leitmotiv compartido por la suma de los trabajos censurados en Guangzhou, todos ellos provenientes de Occidente.
Aunque la coartada esgrimida por los organizadores de la muestra se basó en que los referidos trabajos pecaban de ser incompatibles con el gusto y los hábitos culturales locales y ninguna otra explicación oficial se brindó a los artistas así perjudicados, el factor común de las obras antes señalado, su crítica en cuanto a las consecuencias del desarrollo científico y tecnológico para la humanidad, permite inferir cuál es la verdadera razón de este atropello a la cultura, un motivo más –insistimos, antes inédito- para decidir de facto qué pueden contemplar y qué no los seres humanos en materia de arte contemporáneo.
De manera que, de aquí en adelante, deberemos cuidarnos también de este aspecto para no sufrir las consecuencias de unas tijeras contemporáneas no menos poderosas que las esgrimidas por los antiguos papas y monarcas autócratas: la de los tecnócratas que no quieren ni van a permitir que alguno impugne o ponga en duda la magnificencia y los valores derivados de sus descubrimientos científicos y técnicos, tan incuestionables como ellos los quieren. ¿Demorará mucho Occidente en seguir el ejemplo de Oriente? ¿Será, como se titula esta columna, “lo que vendrá”?
© All rights reserved Luis Benítez
Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay