I.- El punto de Ishiguro
No deja de sorprender que algunos lectores ubican la séptima novela de Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado, en el mismo escaño de obras como Juego de Tronos y El señor de los anillos, debido a que entre sus páginas se congregan seres maravillosos. Es el caso de Querig, un temido dragón hembra, y de insólitos guerreros que comparten territorio con ogros, duendes y barqueros cuyas naves se deslizan sobre aguas extrañas.
Tal juicio también es sorpresivo para el Nobel de Literatura 2017, quien con desnuda sinceridad admite desconocer las producciones librescas de George R. R. Martin y J. R. R. Tolkien, y no se diga las exitosísimas versiones para la gran pantalla a que dieron lugar, y que hoy podrían ser bastante más conocidas que las narraciones de las cuales se desprendieron. Lo que Ishiguro sí conoce y convierte en material de trabajo —como lo hizo el mismo Tolkien— es el manuscrito Sir Gawain y el Caballero verde, compilación de cuatro poemas en lengua romance sobre Camelot.
En El gigante enterrado, este tejedor de historias, nacido en Nagasaki en 1954 pero nacionalizado inglés, habla sobre las memorias que han permanecido enterradas un largo tiempo debido a que están impregnadas de dolor, violencia, tristeza, ira. Para escarbar en dichas arenas, sitúa la acción en el periodo inmediato posterior al reinado de Arturo, es decir, entre la conclusión del siglo V y los albores del VI, en la Alta Edad Media, cuando aún predominaban las supercherías, la mitología, la magia y la alquimia. Un punto en el tiempo marcado por la rivalidad entre bretones y sajones y la infiltración de los pueblos bárbaros, un interregno en el que la verde y helada Britania era una ínsula de nadie y en el que Inglaterra aún estaba muy lejos de ver su primera luz.
Ishiguro, encumbrado a Oficial de la Orden del Imperio Británico y Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno francés, escribió dicha novela tras una década de silencio con respecto a Nunca me abandones. Para hacer esto, previamente reflexionó en torno al lugar y el tiempo en que debía ubicar la historia que quería contar. Pensó acerca de la desintegración de Yugoeslavia y el genocidio de Ruanda. También en torno al apartheid sudafricano, el esclavismo y la segregación en los Estados Unidos, el rol colaborativo de Francia durante la Segunda Guerra Mundial y la agresión de Japón a Pearl Harbor, capítulos de la historia moderna que de alguna manera las naciones aludidas han buscado mantener bajo el velo del olvido debido a que constituyen, en la percepción del escritor, «traumas nacionales». No obstante, terminó desechando estas temáticas al considerar que su fuerte peso histórico lo desviaría del eje sobre el cual habría de girar el asunto que de verdad le interesaba: las memorias tormentosas.
En esta novela, el laureado narrador, con su tradicional estilo, calmo y medido, plantea un problema hondo: el arribo de la concordia entre pueblos antagónicos tiene un costo elevado que se refleja en el desvanecimiento de la memoria histórica, y con ello, en la dilución de la identidad, la empatía e incluso las capacidades emocionales e intelectivas de comprender e interpretar el mundo circundante. Esto incluye entender actos bélicos injustos contra pueblos pacíficos o débiles y aplicar penas a los atacantes. A la vez conlleva fricciones y rupturas entre los individuos.
- La memoria colectiva
Según el poeta y clérigo estadounidense John Lancaster, «As memory may be a paradise from which we cannot be driven, it may also be a hell from which we cannot escape» (1). En efecto, mantener el recuerdo de un evento traumático es abrir la puerta para asimilarlo y encontrar la reconciliación, pero también representa la vía contraria, con lo cual el sufrimiento podría aumentar. Con esto surge una disyuntiva: ¿Es pertinente o no deshacerse de la memoria histórica dolorosa?
Hasta hace algunos años la tendencia de los gobiernos a nivel internacional apuntaba a suprimir hechos punzantes, no sólo los conflictos bélicos y sus perniciosos efectos, sino las tiranías, los magnicidios y derrocamientos, los alzamientos, las crisis financieras y los desastres causados por el hombre. Si algo sobran son los ejemplos: las muertes violentas de los hermanos Kennedy, Anwar al Sadat, Benazir Bhutto o Luis Donaldo Colosio, las explosiones de la nucleoeléctrica de Chernóbil y del almacén de nitrato de amonio en Beirut, el genocidio en Ruanda, el ataque contra las Torres Gemelas, el gigantesco fraude financiero de Bernard Madoff, las ejecuciones de funcionarios públicos en China o la desaparición forzada de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa.
La justificación para dejar atrás asuntos como éstos residía en el beneficio de la patria misma, o lo que el escritor Juan Villoro interpreta como «el uso social del olvido». En otras palabras, deshacerse de los malos recuerdos es necesario cuando las heridas que causan perjudican la salud de los pueblos. Y es que además del acontecimiento trágico en sí, suelen desatarse acusaciones, vendettas, odio, caos. «Los recuerdos son peores que las balas», dictamina el narrador barcelonés Carlos Ruiz Zafón.
Sin embargo, a contracorriente de esto, es cada vez más común observar manos al aire y escuchar voces recias, dispuestas a impedir que se amordace al pasado, por atroz que sea. Tal es la reacción de quienes consideran que borrar eslabones de la memoria nacional es deshacerse de aspectos que contribuyen a dar continuidad, coherencia e identidad a los países. ¿Sería Alemania la misma nación sin el Nacional Socialismo; Argentina sin las juntas militares y el peronismo; o Venezuela sin la dictadura perezjimenista y el chavismo?
Dante Alighieri consideraba que la memoria era un libro en cuyas hojas se escribía. En ese sentido, es relevante entender y procesar los sucesos traumáticos y no borrarlos del libro ni arrancar las hojas, pues hacerlo franquea el paso para que los vacíos sean colmados por quienes detentan el poder de la manera que les plazca. Hoy es cada vez más común que la presión de grupos de interés, partidos políticos, gremios de intelectuales, organismos internacionales y la sociedad misma, obstaculicen el cierre de expedientes patéticos, o en caso de que se haya hecho, ejerzan presión para obligar a las autoridades a que los reabran sin importar cuánto tiempo y polvo tengan encima.
A guisa de ejemplo, en Canadá se formó la Comisión de la verdad y la Reconciliación para esclarecer las circunstancias en que se dio el cautiverio de ciento cincuenta mil niños nativos, entre 1874 y 1996, en espacios de tortura y degradación conocidos como «Internados Indígenas». A la postre el gobierno reconoció sus faltas, emitió una disculpa oficial y se comprometió con los ochenta mil sobrevivientes a reparar el daño, para lo cual destinó dos mil millones de dólares.
Hay asuntos en los que ha sido más complicado arribar a soluciones contundentes, pero que aun así representan un importante avance. Tal es el que vivió Guatemala hace unos años, cuando accedió a crear una comisión para aclarar las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que sufrió su población durante el conflicto armado, en los años ochenta.
En esta línea podrían insertarse los manejos, preñados de equívocos e irregularidades, que muchos países han hecho de la pandemia de COVID-19, México entre ellos. A lo largo y ancho del mundo, en este mismo momento, hay maquinarias estatales que trabajan con frialdad y sin tregua para evitar que el fracaso salga a la luz. Al respecto, cabe una pregunta: Cuándo los dirigentes actuales de esas naciones abandonen sus cargos, ¿habrá quien exija que sean llevados a juicio o será mejor olvidar lo sucedido y dejarlos marchar impunemente para no causar más agravios? Es previsible que la mayoría se decante por la segunda opción, aun cuando de antemano se conozca que los actos de esas autoridades deberían dar lugar al establecimiento de responsabilidades de orden judicial.
Así pues, aunque ubicada en una era remota, El gigante enterrado abre cuestionamientos que son vigentes y se internan en el corazón de muchas naciones. La inquietud de Ishiguro por tratar este tema podría encontrarse en su propia historia de vida, detallada por su calidad de inmigrante. Gracias a ella absorbió elementos de culturas muy distintas entre sí, con lo cual encontró el sustancial beneficio de la visión panóptica.
III. La memoria individual
Ishiguro, quien salió de Japón con tan solo cinco años de edad y no volvió a poner los pies ahí sino hasta treinta después, tomó una determinación fundamental al escribir El gigante enterrado: la desmemoria debía recaer directamente en sus personajes, que son muy pocos, apenas un puñado, y no en el desarticulado conjunto de pueblos que ocupaban la borrascosa Britania. Con ello logró que la trama adquiera una dimensión distinta, mucho más personal.
Esto atañe a los caracteres principales, Beatriz y Axl, matrimonio de ancianos que se ubica en la última fase de su existencia y tiene la imperiosa necesidad de buscar a su hijo, de quien guardan un vago recuerdo. Su desmemoria es tal que escapa a ellos qué nombre le dieron, qué edad tenía cuando lo vieron por última vez y qué motivó su separación del hogar. Entre nieblas deducen que, de continuar vivo, podría hallarse en la «Gran Planicie», punto geográfico localizado en lontananza y hacia el cual parten.
De lo que sí están muy conscientes es que la causa de sus olvidos —y los del resto de quienes viven en la isla—, es el aliento de Querig, el dragón hembra que Merlín hechizó por mandato del Arturo. El monarca, deseoso de poner punto final a los sangrientos combates entre bandos enemigos y llevar armonía a la región, le pidió al mago que empleara sus poderes para que los pueblos en conflicto olvidaran las razones por las cuales peleaban.
En El gigante enterrado, además del análisis de los traumas nacionales y la manera de erradicarlos mediante el olvido, figura el impacto que esto tiene en los individuos. ¿Conviene que las personas olviden asuntos lesivos, traumáticos, duros? Una respuesta en favor es la de Amy Milton, neurocientífica de la Universidad de Cambridge. A decir de esta investigadora, a lo largo de la vida los seres humanos vivimos experiencias por las que habríamos preferido no pasar, y aunque un elevado porcentaje logra sobreponerse a ellas no siempre es posible. Tal es la razón por la que dicha especialista conduce experimentos encaminados a borrar las huellas de los malos recuerdos y ayudar a que la gente continúe con su vida.
En la novela, Axl y Beatriz, víctimas de las vaharadas de la bestia, sufren lagunas mentales cuyas implicaciones laceran su relación y comienzan a desconocerse como marido y mujer, aun cuando se esfuerzan por robustecer su lazo amoroso con actos solidarios, compañía constante y palabras cariñosas. El menoscabo también se observa en el guerrero Winstan, a quien la neblina le permite desechar el remordimiento o la culpa que podría sentir por las matanzas en que participó, algunas de ellas totalmente injustificadas. Este trío de personajes, y otros más, resienten los efectos nocivos de la desmemoria. O, dicho de otra forma, viven en armonía, pero intranquilos, dado que en lo más recóndito de su psiquis late con fuerza la inquietud por recordar.
Axl, Beatriz y Winstan están atrapados en la necesidad de recuperar el pasado para darle un significado más claro a su presente y construir mejor el futuro —breve o no—, que los aguarda. La paradoja que enfrentan es que, al recuperar la memoria, los problemas y conflictos surgen y exponen sus vulnerabilidades. El trío encarna los dilemas a los que típicamente nos enfrentamos los seres humanos.
Carlos Fuentes asegura que descargar a los seres humanos de la memoria es algo «atrozmente triste». Sin memoria no hay alma; o si la hay está incompleta. Para el autor de Zona Sagrada y Terra Nostra olvidar un suceso terrible podría implicar la pérdida de otros cabos, «lo mejor de nuestras vidas», dice: el amor de los padres, la belleza de una mujer, la pasión del varón, la alegría de la amistad. Todo está concatenado, de modo que: «La cláusula diabólica es olvidarlo todo o no olvidar nada».
Como bien señaló Thomas Mann, una novela debe recorrer los hilos del destino humano. En este caso los personajes de El gigante enterrado trasiegan por los territorios de la pérdida y el dolor, conscientes de que el conocimiento del pasado podría ser contraproducente.
IV.- La memoria esquiva
Un nudo adicional que parece desprenderse de esta novela es la naturaleza esquiva de la memoria. Ésta, aún para quien posee una mente fotográfica, suele ser infiel. Para los occidentales los asuntos de la memoria atañen a la psique, vocablo que la Grecia clásica empleaba para referirse al alma y, curiosamente, a las mariposas. La razón de esto residía en que ambas debían pasar por oscuras fases antes de alcanzar el esplendor. La memoria —como el alma y las mariposas— es delicada y en cierto modo inasible. ¿Quién puede capturar un instante y mantenerlo en la mente el resto de la vida sin cambio alguno?
En el poema «Memoria», José Emilio Pacheco habla del difuso nexo entre el tiempo y los recuerdos huidos: «Quién te dice que no te está contando ficciones / para alargar la prórroga del fin / y sugerir que todo esto / tuvo al menos algún sentido».
Esto viene a colación porque Axl, Beatriz y Winstan no tienen garantía de que si recuperan la memoria encontrarán las repuestas que necesitan. Tampoco de que conseguirán alivio y mucho menos la redención por los malos actos que pudieron haber cometido. El ámbito que pisan es sumamente inestable y las decisiones que deben tomar tras la muerte de Querig —a la que recordaban como una bestia feroz, pero que con el transcurso del tiempo se ha tornado en un animal viejo y sin ningún brío que espera dócilmente la muerte—, están basadas en percepciones sobre el pasado.
Santiago Roncagliolo asevera que la memoria es en sí una novela donde caben distintas ficciones. Ni siquiera los integrantes de un matrimonio serían capaces de contar la misma versión del lazo que los une. Seleccionarían y reelaborarían sus recuerdos hasta transformarlos en una ficción. Y si eso sucede en la vida íntima, dice el escritor peruano, «mucho más lo es en la historia política de un país».
En Los testamentos traicionados, Milán Kundera apunta que: «El recuerdo es una forma de olvido». Le asiste la razón al escritor checo. Incluso si alguien anotara los acontecimientos de su vida en un diario o llevara una bitácora pormenorizada, al final obtendría un conjunto de informaciones próximas a un acto o un suceso, pero de ninguna manera el acto o el suceso en sí. Esa realidad objetiva yace hundida en las arenas del pretérito y no volverá a resurgir. O puesto de otro modo, la reconstrucción plena del pasado es una entelequia por más voluntad e imaginación que se tenga.
Ishiguro, en El gigante enterrado, apunta hacia un blanco móvil y deja serias inquietudes. ¿Merece la pena seguir la elusiva pista de la memoria, particularmente aquella que carga dolor o pena en las entrañas? No hay forma de responder a esto con rotundidad, pero en cualquier caso, cuando se trata de los pueblos más que de los individuos, ir tras ella e intentar recuperarla, escarbar en la tierra hasta dar con sus raíces, es hacer un esfuerzo para dar a los actos pasados la oportunidad de explicarse, al presente de comprenderlos y al futuro de desarrollarse con mayor libertad y certidumbre.
1) Como la memoria puede ser un paraíso del que no podemos ser expulsados, también puede ser un infierno del que no podemos escapar.
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Gustavo De Paredes: ganador, en 2018, de una beca del PECDA, con la que escribió la antología de cuentos El sol en cenizas. En agosto de 2017 ganó la convocatoria de obra cuentística, realizada por la Secretaría de Cultura de Morelos y la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, con la antología Un día para acabar con todo. Fue ganador de los Juegos Florales de Morelos 2015, en la categoría de cuento. Es responsable de diversos ensayos, aparecidos en revistas como Monolito, Nueva Vía, Voz de la tribu, de la UAEM; Ciencia y Cultura, del CINVESTAV, y Educa, de la UPN. Es maestro en Literatura por El Colegio de Morelos y profesor de la Licenciatura en Creación y Estudios Literarios en el Centro Morelense de las Artes. En 2005 fue becario del Diplomado en novela y cuento por la Universidad Complutense de Madrid.