La inspiración dura un pucho y ya y luego es difícil arrastrarla hasta más allá que la última humeada, y los lobbyists de la nicotina agradecen y tal vez que deberían de basar su publicidad sobre esto, seguro que venderían más cajetillas. Inspiración tan fugaz como el cigarrillo, tan precaria como la ceniza, tan inútil como todo lo demás, menuda condena. Se puede intentar prolongarla con el alcohol sin gaseosa, pues los sorbos amargos atrapan por breve rato los vahos de la genialidad, pero aun así no logran transmitir su perspicacia. Luego todos los demás intentos se vuelven nulos. La meditación resulta inútil y la concentración termina desconcentrándose y los rituales y la ceremonias y los sacrificios pierden su funcionalidad y hasta los dioses se dan vuelta para el otro lado cansados de las oraciones o se distraen leyendo un periódico de chismes, estos que se redactan sin menester de inspiración ni ingenio, y apenas el humo se disipa, chao. Así que apagado el pucho se acabó, fin, kaput, y la desesperación avanza. Los escritores se olvidan de sus palabras y los músicos desoyen sus notas y a los pintores se les caen sus pinceles y a los chefs se les vierte toda la sazón y a los amantes se les ablanda la pija y se les seca la concha. Y todo lo bueno que hay en el mundo se arresta así de golpe, sin preaviso ni preparación, apenas unos dedos hepáticos aplastan la colilla contra el cenicero de madera o de cristal o lo tiran por la ventana despreocupándose de los transeúntes, sentenciando la maldición de un mundo sin arte. Por dicha que el globo es tan vasto y variegado y hay tantas diferencias horarias y existen tantas cajetillas con fantasías llamativas que atraen a todo artista sin inspiración, inspirándolos a sacar o enrolar un pucho más cada vez que por el otro lado del mundo otro se apague, creando un flujo humeante y constante que asegura el perdurar artístico, y así el mundo está a salvo de lo soso y lo inexpresivo. Pero mientras el entorno goza del amparo del apocalipsis en su sentido extraviado, los artistas padecen la falta de apocalipsis en su sentido etimológico, en la angustia que distancia un pucho del otro, en los instantes infinitos que detienen las cuerdas de una guitarra y confunden los rasgos de un esbozo y causan artritis a las máquinas de escribir, dejando surgir preguntas tipo, pero ¿qué es lo que estoy haciendo?, ¿por qué lo estoy haciendo?, y peor aún, ¿cómo es que se hace?. Un desasosiego indescriptible. No hay otra sino prender otro pucho, ignorar la tos y la congestión y el ardor de garganta del día siguiente y dedicarse a la creación de estas crías tan chillonas y embarcarse en estos partos tan angustiosos que son las obras de arte en todas sus facetas. Es un sacrificio necesario. A no ser que se decida quedar estancado en la mediocridad y navegar en la zozobra y pues entonces sí, a dejar el pucho para el día siguiente y luego para pasado mañana y luego para quién sabe cuándo, y a lo mejor a dejar este hábito tan dañino que es el tabaco, el médico les dirá que bien, seguro que la salud se lo agradecerá, los pulmones se llenarán de aire, los dueños de los estancos terminarán en quiebra, y la inspiración irá disipándose poco a poco junto a la angustia, hasta desaparecer para siempre, dejando a salvo el alma del escarmiento opresivo pero regocijante de la creación. O si no, a prender otro pucho, enfrentarse al presagiar del fin del mundo que apenas se acabará.
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Giacomo Perna es estudiante y escritor. Estudia en la Universidad Libre de Bruselas, ciudad donde reside. Es originario de Nápoles, Italia. Es autor del relato Los sin ventanas en Revista Sinfín. G.perna7@gmail.com