La gran casona era rodeada por cientos de periodistas, camarógrafos, fotógrafos y furgones con antenas para transmitir a diversos canales de televisión la noticia al instante. Entre flashes, risas nerviosas, despachos en directo e imágenes sin editar, la casona lucía vacía, triste y solitaria. Un aire a nostalgia la recorría de cabo a cabo. Entre los periodistas circulaba el rumor de que ahí vivía una familia poderosa, de ricos negociantes que habían quedado en la ruina. Sin embargo, no eran pocos los que se aferraban a la idea del asesinato. ¿Quién sería el asesino? ¿A cuántos acribilló? ¿Hubo o no asesinato? ¿Cuál sería el móvil de haber habido una tragedia ahí dentro? Una reportera confesó que su pequeña hija de doce años había entrado una vez con un grupo de amigos a esa casa y le había dicho que vio fantasmas y creaturas perversas. Quienes escucharon esta historia rieron a un son y dijeron festivamente:
—Historias de niños.
Los rayos emanados de las cámaras fotográficas eran verdaderos dardos que rompían el camino de los haces del sol y los repartían como dagas sobre las cabezas de todos los presentes. Los periodistas se miraban entre sí buscándose defectos y no eran pocos los que se encontraban: cabellos partidos, espinillas evolucionando en verrugas, puntos negros mofándose de las cámaras y olores poco esperados en tan importantes profesionales. De pronto, hubo agitación; algunos reporteros hablaron a un mismo tiempo por dos móviles dando instrucciones, un camarógrafo escupió un chicle al suelo, un director de programación lanzó una iracunda orden que dejó perplejos a un sonidista y a un encargado del panel de transmisiones: de la casona aparecía un ojo escurridizo entremedio de las cortinas del gran ventanal. Era un ojo claro, perplejo, pequeño, malévolo y lleno de timidez. Las cámaras fotográficas describieron una coreográfica sesión de clics, los periodistas transmitieron en directo la gran imagen del día: un ojo apareció en la casona como si hubiese brotado una flor en el desierto o hubiese nacido un bebé de la nada más absoluta. Pero tal como apareció, el ojo desapareció tras las cortinas. Los periodistas se miraron entre sí confundidos. ¿Qué había que hacer ahora? ¿Cuánto tiempo más había que esperar para que emergiera nuevamente el ojo o quizás en su defecto algún pie, alguna mano que demostrase que ahí dentro había vida, o en caso contrario, que apareciese alguna víscera que diese a entender que se había perpetrado un asesinato? Empezó entonces una cadena de preguntas que cual efecto dominó se propagó por doquier entre los distintos profesionales.
—¿Qué es lo que se supone que estamos cubriendo?
—En realidad no lo sé, a mí sólo me mandaron aquí a hacer mi trabajo…y en eso estoy.
Las preguntas iban y venían y los murmullos se levantaban hacia el cielo creando un gran coro, un gran babel de voces confusas, extrañas entre sí, y que denotaban una terrible soledad.
—Debo sacarle una fotografía a algo… ¿Pero a qué?
La casona contestaba con un furioso silencio. De pronto, suspenso. Alguien abrió la puerta. Los periodistas balbucearon palabras ininteligibles. Un hombre salió de la casona. Los flashes llovieron como relámpagos. De pronto, otro gran silencio. El hombre llevaba un micrófono en sus manos. Habló:
—Disculpen, me dijeron que debía reportear algo que estaba sucediendo aquí afuera…
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Rodrigo Torres Quezada es escritor y licenciado en Historia de Chile. Reside en Santiago de Chile. Filosofía Disney es su último libro de cuentos publicado. Rodrigo.torresq28@gmail.com