*Para Nacho Bengoetxea
Todos se están muriendo. Lo dijeron en la radio. Me han dado ganas de regresar al departamento y saber qué ha pasado, pero tengo miedo. Sé que no vas a estar ahí. Además, no termina de cicatrizarme la herida del pie izquierdo, se me ha ensuciado un poco, no me he bañado. Luego le pongo babita pero, creo que se va a poner feo. Ya no sé si caminar está de más.
Extraño tu panza, pegar mi cabeza a tu estómago y dejarle que me cuente lo que has comido. Quiero pegarme a tus brazos que me cobijaban mientras los movimientos de tu respiración me movían de arriba- abajo hasta arrullarme y quedarme dormida en el colchón que nos regaló Rocío. No he dormido para ser sincera, deambulaba en el mismo sitio sin saber qué hacer.
De repente me da por platicar con los perros. Son los únicos que no lloran, ni se piensan más importantes que otros. A veces nos acurrucamos en algún rincón ajeno a la muchedumbre que se envilece entre sí, para darnos algo de calor. Seguro te dará risa pero, nos hemos vuelto compañeros de viaje: comemos lo mismo, cualquier cosa, es lo de menos, habrás de saber que ya casi no hay comida, ni agua, todo escasea. No sé si tienes ojos para ver lo que pasa ahora en el mundo, pero me alegro de que no me veas ahora porque no podría aguantar que me recordaras cómo nos burlábamos de los que tenían perros como si fueran sus hijos. Pero habrás de entender, me siento sola. No conozco tu ciudad, no sé a dónde dirigirme. No debimos de haber dejado México.
De repente hago como que enciendo el teléfono y me imagino que tiene señal pero no es cierto; nos hemos quedado a oscuras, se nos ha acabado la tecnología. ¿Quién diría que esto iba a pasar, cuándo lo dijo el gobierno, qué nos perdimos, lo supiste alguna vez? Cofrentes está destruida, desapareció completamente, al menos eso escuché por la mañana. Ni siquiera sé dónde está Cofrentes, nunca puse atención a los mapas de España que me enseñabas.
Hace un rato caminé por la avenida Kansas City, alardeabas de que era tan larga que podría llegar a cualquier lado de la ciudad. Me encontré un campamento, alcancé a ver el escudo de Médicos Sin Fronteras o de la Cruz Roja, no quise quedarme, sé que no estás ahí y cuando una mujer blanca de ojos azules me habló en alemán o un idioma de esos, me sentí tonta.
-Que si eres turca- me dijo un hombre que estaba a mi lado. Negué con la cabeza y me alejé de los dos. La mujer se quedó con su mano al aire que me extendía una botella de agua, el hombre la tomó enseguida y ambos se voltearon a auxiliar a alguien más de la bola de personas que estaba detrás de mí.
Ya casi por la noche comimos guisantes de unas latas que rescatamos de una tienda abandonada. Los perros fueron más inteligentes que yo, porque apenas y comieron, a mí me hicieron daño. Luego, en una calle con escalinatas me acurruqué a uno de ellos y me quedé dormida hasta que escuché los gritos de una mujer que llevaba en brazos a su hijo. Es mentira que Salubridad esté haciendo algo, no hay ningún departamento estatal que funcione. Se rumora que estar expuesto a la radiación te mata en 4 horas. Pero son eso, rumores, no sabemos nada, no hay lugar alguno de Sevilla que nos deje saber si lo que se dice por las calles es cierto.
Nos hemos vuelto una especie de disco rayado: ¿Has visto a mi hijo? ¿Sabes de este hombre? ¿Reconoces a esta persona? ¿Sabes algo de ella? Nos preguntamos los unos a los otros pero nada, nadie tiene respuestas. Dicen que en la radio apenas y dicen que en Madrid está llegando ayuda internacional. Deseo con todas mis fuerzas que tú estés bien y que no te hayas quedado atrapado en Ciudad Real o algo peor. Supongo que siempre tuviste razón cuando decías que el sur de España no importa, aunque sí.
Eso sí, hay quienes están haciendo como que ayudan, como que saben, como que el mundo vendrá a ayudarnos, pero no están seguros. Hay un silencio que arde, duele, lacera. Los pocos hemos comprendido que si hay alguien allá afuera, no queremos que vengan, mejor morirnos y que todo se acabe de una vez.
Para cuando oscureció, seguí andando hasta el centro, recorrí la calle de la Alhóndiga y luego la de Corral del Rey, fue ahí que me encontré con aquel local en el que tomabas todos los fines de semana cuando eras universitario, el mismo en el que una vez compramos cerveza para que yo pudiera entrar al baño, ese en el que me tenías prohibido pedir algo más que no fuera cerveza, porque corría la leyenda que el dueño podría no volver a servirnos nada nunca más; ese en el que aquel viernes de semana santa me pediste que me quedara a vivir en Sevilla contigo. Entonces me puse a llorar porque venías retrasado de la entrevista de trabajo que tenías en Madrid, -ya sabes, el paro, lo que queda es buscar para comer donde sea- decías. Y luego me llamaste y dijiste que nos veríamos ahí, con “Pepe, el muerto”, ¿dónde? pregunté, -ahí donde…- alcancé a escuchar para que luego pasara todo: las explosiones en Madrid, las fugas radioactivas en Cofrentes, Trillo, Almaraz, Carona… la revolución, el terrorismo reinventado, los del paro, los indignados, y luego un silencio ensordecedor del otro lado del teléfono.
Quién sabe dónde estás, quién sabe si vendrás, pero, aquí te espero, aquí nos vemos, como tú lo dijiste, en el local de “Pepe, el muerto”.
Brenda Navarro. Escribe porque no sabe dibujar, ni tocar el piano. A veces, aspira a ser humana.
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