El día que yo nací, el abdomen de mi madre se rajó como un cielo de carne, y me sacaron por la grieta infame que luego mi progenitora llevó como el espinazo de un pez tatuado en la barriga. Lo mejor fueron las primeras horas que, como los mejores mitos, conozco de terceras y cuartas voces. Esto, claro, no me consta. En la inmensidad de la memoria, es un relato. Como cuando me dicen que, horas luego de yo haber nacido, el médico gringo ordenó que me sirvieran un guineo majado en leche para que me callara la boca. El chico La Torre, de ocho libras, ensayaba un llanto aletargado desde las primeras nalgadas y llevaba cuatro horas contaminando el aire con ruido.
Feliz, me comí el banano. Me callé la boca.
Moraleja: en barriga llena no entran moscas. O algo así.
La historia del día de mi nacimiento se repitió en mi casa por varios años, cada 27 de mayo, hasta que mi abuela perdió la memoria y mi madre murió de cáncer.
Aquí el discurso es iterativo. Aquí se fueron tres historias en una. Aquí lo que queda es la ficción de lo que quiere recordarse porque ya no existe. El lenguaje es pérdida.
Walter Benjamin, en su ensayo El Narrador, da cuenta de que, entre aquéllos que han puesto historias por escrito, los grandes son quienes en su relato se separan lo menos posible de lo que tantos otros les contaron anónimamente. Los elementos fundacionales de la subjetividad refieren a tales mareas. Navegar es lo mejor. Esa es toda la sinécdoque.
Si pienso en otras historias que componen la novela de mi vida- la que me cuento a mí mismo con el afán de inventarme entre ese estado constante de lo idéntico que es vivir en el trópico colonial- se me hace la idea de fabular la existencia en un sistema donde prevalece “lo idéntico” (en el sentido de Byung-Chul Han).
Por alguna voluntad innata hacia la trasgresión, fabular es resistir. Entonces, la resistencia carece de otra inmunología práctica que no sea reinventarse uno mismo. Hacerse nuevo.
Uno rara vez es lo que quiere ser. Uno crece con lo que le dicen que sea. O, en su defecto, con lo que uno inventa.
De niño, la realidad siempre me pareció un tamaño mayor. Como cuando intentaba calzar los zapatos de mi padre y los pies se me perdían. Un día me fui por un zapato y no volví como por dos días. Ni mi padre ni mi madre me extrañaron, así que dudé la veracidad del acontecimiento.
El sabor insulso es aparatoso en la lengua.
Solía inventarme juegos, animales y amigos. En fin, además de que tuve que aprender a vivir con la lluvia omnipresente de mi pueblo, me dediqué a montar mundos sacados de los libros. Lewis Carroll. Kipling. Manuel Meléndez Muñoz. Poe, por supuesto. Pero nada me desafiaba más que los libros que guardaba mi padre en su mesa de noche. El túnel. La hojarasca. Yo visité Ganímedes. Jesuscristo era un astronauta. Mi iglesia duerme. Manual de la Masonería. Entre otros títulos que mi madre me instó a nunca, nunca, pero nunca leer.
Cuando mi padre se fue de casa, también se fueron sus libros. Siempre quise reescribirlos todos. Un acto borgiano sin otra utilidad que no fuese reconstruir a mi padre en aquellos años que no estuvo. De modo que, antes que poeta, nació en mí el deseo de ser novelista.
El deseo. Si tan solo eso. El deseo.
Cuando recorremos esas narrativas fundacionales que nos convierten -en cierto modo, en algún momento- en contadores peregrinos de historias, nos damos más que al desplazamiento en formas expresivas del decir. También hay placer. Un placer egoísta de autosatisfacción. Adicción primordial o pretexto para lamer palabras. O hacer un ídolo de textos.
Lo extraordinario nunca sabe igual dos veces.
Savater dice que cuando Bataille habló de la literatura como una infancia recuperada, no se refería a “historietas suavemente pueriles, sino a la obra de ficción como experimento en el que corremos de nuevo un riesgo fundacional”. Como decir que la ficción narrativa cumple otras funciones valorativas en el Yo. O en el tú. O en el nosotros.
(The pun is always intended).
Entonces, para entenderme tuve que escribirme. Mi mejor amigo de la infancia murió y nunca pude entender por qué. Me lo imaginé así en un cuento que titulé “Unicornio”, donde nada de lo que pasa es real, el registro del relato coquetea con la fantasía, pero el final trata simplemente de la manera en que un niño enfrenta el dolor.
El dolor. Como la experiencia, es intransferible. El dolor nunca puede decirse. O narrarse. O transmitirse. Solo el que lo siente lo vive. O lo escribe.
Escribir de la memoria es asesinar el pasado. O encadenarse a un cuerpo de sentidos rotos que no dan para otra cosa que un poema. O un relato.
I’m a criminal. I’m a prisoner.
Un día me puse a hacer pájaros de barro, como en la canción aquella de la que no quiero acordarme, pero no volaron. La lluvia. Otra vez. Los rompía. Mi abuela decía que, si Puerto Rico fuera el Mediterráneo, a lo mejor llovería barro. A saber. Nada más absurdo, pensé en medio de una nube de polvos provenientes del desierto del Sahara.
Después, con el tiempo, me tocó ser padre a mí. Crear historias. Elucubrar el tiempo. El tiempo. Sonido disperso. Palabras que legaran el mundo a mi hija. Hasta que ella aprendió a hacer pájaros de barro, como en la canción aquella que ahora ella canta todo el tiempo. Los de ella sí volaron.
Un día me preguntó si yo tenía fotos mías durante mis días más jóvenes. Los Throw Back Thursdays, para mí, son aburridos, le dije. En Facebook lo comenté y alguien me etiquetó. Hubiese querido quedarme callado la boca. En la foto, había alguien que se parecía a mí, llevaba mi cabello y sonreía como yo. Pero no era yo.
Aquel, el de la foto, creo que murió en un accidente hace tantos años. Igual, pudo no haber ocurrido nunca, y yo me creo que no soy.
Para las dudas, siempre hay beneficio. Dudar. La única certeza.
Vivir es escribirse desde la muerte, de todos modos. Algunas vidas las escribimos para nosotros. Otras, para los que nos leen. Sea en partes o en partículas. Diría Benjamin que la novela se separa de la narración en la medida que la primera refiere al libro, y la segunda data desde el primer fuego.
No velar el viaje es naufragar bajo una lluvia de barro. Novelar, en fin, es volver a Ítaca.
Llegar a casa. Eso es todo.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre