Me mandaron a arreglar un par de asuntos del trabajo a Coahuila y Durango porque mi jefe no quiso ir.
—Ve tú, que no tienes familia —me dijo.
Supongo que no pude ocultar mi indignación, porque de inmediato trató de arreglarlo:
—O sea, no tienes hijos, alguien que dependa de ti.
No me convenció pero no quise discutir. Además, en el fondo, a mí no me preocupaba tanto el viaje: ¿qué tan terrible podía ser? Llegaba en la mañana a Torreón, dejaba unos documentos, me firmaban de recibido y me llevaban en auto a Gómez Palacio: es otro estado, pero en realidad lo único que separa a ambas ciudades es un puente. En Gómez Palacio asistía a la entrega de un premio en representación de mi jefe y me quedaba en un hotel hasta la madrugada siguiente: menos de veinticuatro horas. No pasa nada, me dije.
En Torreón me recibió Rosa María, una chica con la que había tenido trato constante por correo electrónico. Me dio gusto conocerla en persona, así que acepté encantada cuando me sugirió que fuéramos a desayunar.
Me llevó a un restaurante muy mono dentro de un centro comercial.
—Oye, Rosy, ¿acá la gente no desayuna? —pregunté en broma, porque aparte de la nuestra sólo había dos o tres mesas ocupadas.
Rosa María trató de sonreír, pero no le salió muy bien. Se encogió de hombros, restándole importancia.
—La semana pasada se puso caliente acá —me dijo—. Va a pasar un rato antes de que se le pase el susto a la gente.
—¿Qué pasó?
Justo en ese momento entraron al restaurante tres mujeres, apenas recién salidas de la adolescencia. Las tres vestían jeans muy pegados, playeras escotadas y zapatos de tacón alto. Las tres tenían rasgos imposibles de lograr sin cirugía de por medio, desde las narices respingonas en exactamente un mismo ángulo, hasta la copa D que no cuadraba con su estatura y complexión delgada.
Rosy les lanzó una mirada fugaz y levantó la mano para pedir la cuenta.
—¿Qué pasó? —repetí sin entender su repentina prisa.
—Luego. Acá no —dijo en voz muy baja, mirando a su alrededor.
Cuando nos subimos a su coche me contó a grandes rasgos: una balacera, algunos muertos.
—Lo de siempre —dijo—. El problema es que ya ves cómo es la gente.
No le entendí pero moví la cabeza afirmativamente, pensando que la empatía a veces es mejor que la comprensión.
—Oye, ¿y las guapotas esas? —le pregunté, según yo para cambiar el tema.
—Novias de malos —me respondió—. Lo peor es que son muy liosas. Mejor de lejos, ¿no? De todos modos ya habíamos terminado de desayunar.
En el camino a su oficina nos cruzamos con varios vehículos del ejército. En uno de ellos, los soldados iban en la parte de atrás con las metralletas al frente. Nos detuvimos en un alto junto a ellos y tuve la impresión de que el arma apuntaba a mi cara. No fue una sensación grata.
—Rosy, ¿qué onda con tanto militar? —le pregunté.
Ella volteó a ver el vehículo como si apenas en ese momento se diera cuenta de que estaba junto a nosotros.
—¿Son muchos? —dijo y prendió la radio. Su expresión volvió a ser la de antes de mi pregunta, como si se le hubiera borrado de la mente o los militares se hubieran vuelto invisibles.
Llegamos a su oficina, le di los documentos que llevaba y me dio los que tenía que llevar yo de regreso. Todavía no era medio día y la gente de Gómez Palacio iría por mí hasta las cuatro. No quería causar molestias, así que le propuse irme en un taxi a la otra ciudad y caerle en la oficina a Eduardo, el encargado de la premiación a la que tenía que ir; pero Rosy me miró como si estuviera yo loca.
—Cómo crees. Deja les hablo para que vengan ya.
—Pero me dieron viáticos, Rosy.
—Pero eres nuestra responsabilidad mientras estés aquí.
Al poco rato llegó Eduardo por mí. Camino a Gómez Palacio nos encontramos con más camiones militares. Le conté lo que me había pasado un rato antes con Rosy: los soldados, el arma apuntándonos sin apuntarnos, la evasión de ella.
—A muchos no les gusta ver si pueden evitarlo —me dijo luego de pensarlo un rato y me contó de un coche que había pasado cuatro días abandonado en una calle antes de que los vecinos se quejaran del mal olor.
—Y nada: tenía un cuerpo en la cajuela —dijo.
Al ver mi cara de susto trató de sonreír y agregó para tranquilizarme:
—Pero eso fue en Lerdo.
Lerdo es la otra ciudad pegada a Gómez Palacio y Torreón. La verdad es que no me sentí más tranquila y se dio cuenta.
—Mi abuela decía: “Si te toca, aunque te quites. Si no te toca, aunque te pongas”.
Fingí una sonrisa: pensé que si seguía con expresión de espanto quién sabe qué otra cosa tremenda tendría que decir él para tratar de calmarme.
Seguimos el resto del camino en silencio. Yo trataba de no fijarme en todos los restaurantes y bares con letreros de “se vende” o, simplemente, con las paredes tan descascaradas y grafiteadas que era obvio que estaban abandonados. También intenté no fijarme en las calles sin peatones.
Eduardo me dejó en mi hotel y quedó de ir por mí para llevarme a la premiación.
—¿No prefieres que nos veamos allá? —le pregunté. Según el GPS de mi teléfono eran menos de veinte minutos a pie por una calle grande y a mí me gusta caminar.
—Ay, mi Raque —suspiró. También tenía un rato largo que arreglábamos asuntos del trabajo por mail y por teléfono, así que, aunque apenas nos estábamos conociendo en persona, había confianza.
—¿”Ay, mi Raque sí”, o “Ay, mi Raque, no”?
Se rió y no me contestó. Pero cuando en la recepción me asignaron cuarto y se despidió, me dijo que no saliera del hotel por ningún motivo y que él llegaría por mí para llevarme a la ceremonia.
Al evento, ya en la noche, fue también Rosa María. Eduardo la regañó:
—Ay, mujer, ¿cómo te vas a regresar a Torreón?
—No, pues acá me quedo, en casa de mi prima— respondió ella.
Eduardo me agarró del brazo y me dijo al oído:
—Es un detallazo que Rosy haya venido, siendo que la cosa es de noche.
—¿Tan mal está el bisne? —le pregunté.
—Igual no es para tanto. Hace como dos semanas que por acá no hay balazos ni tiran encobijados en la calle. Allá en Torreón están peor, tuvieron que cerrar el Museo de la Casa del Cerro como dos meses, porque estaba justo en medio del fuego cruzado. Luego que Rosy te cuente, a ella le tocó inventar lo de que lo cerraban por inventario.
A las nueve en punto, todo había terminado. El ganador del premio tenía ganas de seguir la fiesta, pero le dijeron que mejor se guardara en su hotel, no fuera la de malas.
Eduardo me dijo que era hora de irnos. Nos despedimos de Rosa María antes de salir de la Casa de Cultura.
—Llamas cuando llegues —le dijo ella, preocupada.
Eduardo no se bajó del coche al dejarme en mi hotel. Me dijo que al día siguiente iría por mí temprano para llevarme al aeropuerto, pero que de la recepción llamaría a mi cuarto para que no me saliera antes de que llegara.
Cuando entré en mi habitación y cerré la puerta a mi espalda, se me escapó un suspiro involuntario. Sentí que el párpado me temblaba ligeramente y, por puro impulso, me asomé en el espejo del baño. En ese momento me di cuenta de que yo estaba nerviosa también: pálida, los puños cerrados, la mandíbula trabada, los hombros un poco levantados y la espalda levemente arqueada, como gato que va a saltar. El dolor en los omóplatos me dijo que llevaba todo el día tensa y que ni siquiera lo había notado.
—No pasa nada —dije en voz alta cuando me tiré en la cama, ya sola en mi cuarto. Lo repetí como un mantra, hasta quedarme dormida.
Raquel Castro. nació y vive en la ciudad de México; es guionista y narradora. Su novela Ojos llenos de sombra recibió el Premio Gran Angular
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