Una de las tristes características de la tecnología, cuando es nueva, y aparece, de forma disruptiva, en nuestras vidas, es que, a la oleada de optimismo, de esperanza, de ilusión, con la que surge, deviene la depresión, la constatación de los contras, que siguen a los pros, del nuevo invento. Así ocurrió con la fotografía, a finales del siglo XIX que, de un arte nuevo, surgido de una técnica nueva, capaz de eclipsar a, de competir con, la más ilustre de las artes plásticas, por entonces: la pintura, pasó a ser ejemplo de la comercialización del arte. Walter Benjamin (1892-1940) la analiza, en 1935, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Allí afirma que la reproductibilidad mecánica de una obra de arte, como sucede con las fotografías, con el cine, devalúa su aura, como objeto artístico, por dejar de ser único, en el universo de bienes y consumibles que rodean la economía burguesa en la que vivió, a diferencia del cuadro. Para Benjamin, esto era algo positivo, porque convertía al objeto artístico en político, y potenciaba la parte expositiva, el consenso social, frente a la propiedad privada, que permitía solo a unos pocos la contemplación. Sin embargo, esa reproductividad mecánica, esa carencia de aura, de autenticidad, ha sido el motor básico, fundamental, del arte, durante la segunda mitad del siglo XX, para convertirlo en un arte puramente mercantilista, ultracapitalista, un arte, principalmente, performativo, donde el autor se ha situado al mismo nivel que su obra. Las esperanzas de Benjamin de que este cambio motivara una profunda transformación social, y el fin del capitalismo, no se han cumplido, antes al contrario, el capitalismo ha salido reforzado, gracias al peso de la transacción, del comercio, en el arte. Por eso, sus teorías han alimentado a los pensadores marxistas: John Berger, Fredric Jameson, para criticar, para denostar al sistema, tachado de vacío de contenido por el primero, de pastiche sin carga ideológica por el segundo, por culpa del aura, de la ausencia del aura, en la creación artística.
Y ahora, cuando ya dábamos por hecha la ausencia del aura, del carácter único de la obra de arte, cuando éramos conscientes de su fluidez, de su comercialidad, de su reproductibilidad, a través de internet, de los ficheros de datos, aparecen los NFT (Non Fungible Tokens), precisamente, en el entorno digital, para devolver la autenticidad, el aura, al objeto artístico, y revolucionar el mundo del arte digital.
Bien es cierto que está por ver cuánto hay de artístico y cuánto de especulación en los ficheros que certifican los NFT, puesto que, a composiciones pioneras, como Everydays – The First 5,000 Days, de Beeple (Mike Winklemann), el artista que logró que su creación se vendiera en Christie’s por 69,3 millones de dólares, se han unido creaciones artísticas de la inteligencia artificial, como la realizada por la robot Sophia, pero también tuits, como el primero de Jack Dorsey, cofundador de Twitter, memes, o cromos de jugadores de fútbol o de jugadas célebres de la NBA en el universo NFT; y que, como decía al inicio de esta columna, tras la efervescencia, la excitación por su surgimiento, en este caso, a diferencia de en el de la fotografía, en el mercado del arte, y no en el mundo del pensamiento, después vendrá la resaca. Pero estos ficheros con identificador, asociado mediante tecnología blockchain, la misma que se utiliza para las criptomonedas, en donde se especifica el autor, la fecha de creación y el historial de ventas, que no se pueden duplicar, ni se consumen con su uso, ni se pueden sustituir por otro fichero, y que ya se puede ver que son el soporte ideal para el coleccionista, no solo de arte, pueden trastocar el ámbito artístico de los pies a la cabeza. No seré yo quien me atreva a especular ese futuro, visto el poco éxito de una figura tan preclara como Benjamin, para con la reproducción mecánica de la obra artística. Sin embargo, si de un fenómeno como la reproducción en cadena, que socializaba el medio, surgió un arte terriblemente consumista, un arte individualista, performativo, centrado en el autor, quién sabe si de un fenómeno comercial, altamente especulativo, aupado por las subastas y los gestores digitales, emerge un arte más participativo, un arte capaz de organizarse en torno a la autoría colectiva, un arte capaz de construir un diálogo igualitario entre público y autoría, un arte, en fin, más horizontal. Solo el tiempo lo dirá.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.