¿Cómo enfrenta el hombre la adversidad, el sentimiento recurrente de que algo que merece le ha sido negado o escatimado? ¿Cómo le hace para encarnar sus aspiraciones de una vida mejor en un contexto que, probablemente, sugiera que el momento para eso no ha llegado? Cada una de estas preguntas tiene respuestas diferentes. Para la primera situación, una posibilidad sería contar historias. Para la segunda, generar un mito, una idea motor que congregue las individualidades dispersas y le permita dar un sentido de trascendencia a su vivir.
En el caso de la Nueva España del barroco, el escritor Luis de Sandoval Zapata (1620-1671) tuvo ocasión de incursionar en ambas posibilidades de manera magistral. Este autor, el más renombrado de los poetas antes de la Décima Musa, cumplió un papel invaluable en la construcción de la sensibilidad criolla y concretamente en una de sus expresiones más acabadas: la devoción guadalupana que tan relevante papel cumpliría en la lenta construcción de una identidad propia. Su soneto guadalupano, del cual extraigo un fragmento de la versión que rescató Francisco de Florencia en 1688 y que cita Juan Pascual Buxó en su invaluable estudio publicado por el FCE en 2005, representa de una manera ejemplar ese sentir criollo de singularidad que, a su vez, se afirmaba en la lealtad a un orden más que humano, divino:
En grande hoy metamorfosis se admira / mortaja a cada flor, mas lucimiento; / vive en el lienzo racional aliento / el ámbar vegetable que respira.
En este soneto la particular gracia recibida por la Nueva España frente al resto de los reinos y naciones se convierte en uno más de los argumentos en favor de la alta estima del cielo por sus hijos americanos que, por cierto, también han logrado una gran maestría en el arte poético. Sin embargo, Sandoval Zapata no sólo encarna la sensibilidad criolla por su maestría poética. Es en el romance, esa forma poética heredada de sus mayores, donde el espíritu que anima la voluntad criolla de no igualarse a nación alguna del orbe, toma tintes más terrenos, pero igualmente míticos. En la ya citada edición de las Obras de Sandoval Zapata, Juan Pascual Buxó le dedica particular atención a su “Relación fúnebre a la infeliz, trágica muerte de dos caballeros de lo más ilustre desta Nueva España, Alonso de Ávila y Álvaro Gil González de Ávila, su hermano, degollados en la nobilísima ciudad de México a 3 de agosto de 1566”. Este evento, lejano en un siglo a la época del autor, se refiere a la conspiración y represión posterior de la conjura de Don Martín Cortes, segundo Marques del Valle de Oaxaca. Lo interesante del romance, como señala Buxó es la manera en que el poeta trata, a través del discurso poético, generar una justicia que va más allá de la historia, reivindicando la figura de estos jóvenes criollos que, de acuerdo a las fuentes consultadas, representaron en su momento un imprudente esfuerzo de los descendientes de los conspiradores por mantener su influencia frente al poder del monarca. Sandoval no remite a la historia, la rehace y, en paralelo, va cimentando la percepción de un derecho criollo menoscabado por los malos funcionarios virreinales que, necesariamente, recibirá una vindicación primero del Rey, luego del Cielo.
Mito y narración. Vislumbre del cielo y reclamo de justicia ante la imposibilidad de ver inmediatamente reparada la afrenta. Este correlato se ve continuado de forma paradójica por un texto aparentemente antitético. En sus Memorias, Fray Servando Teresa de Mier vuelve sobre su sermón de 1794 y en él, trata de desmontar los argumentos que validarían el vasallaje a la Corona Española remitiendo a una nueva historia, ahora de alcances apostólicos con tal de no perder esa singularidad del español americano, muy pronto mexicano, sobre el resto del Orbe. Son ellos y no otros los que custodian esa muestra de favor divino, ese elemento mítico sobre el cuál, ahora sí, las reivindicaciones y reparaciones necesarias deberán hacerse.
Frente a la inclemente y tormentosa historia del México del siglo XIX, nuevas interpretaciones se irán construyendo sobre la historia patria, buscando en los elementos étnicos del país nuevas claves y propuestas, todas ellas en cierta forma reelaboraciones de la vieja mirada providencialista, del reclamo del pueblo elegido que, como tantos otros pueblos elegidos, tiene un papel especial que cumplir. Ya sea este el indígena, el criollo ilustrado o el fruto de la mezcla de ambas razas. Una de las últimas reelaboraciones de este mito es la que hace José Vasconcelos en La raza cósmica de 1925. Este ensayo sugerente y polémico, hijo de la época, da al mestizo un papel fundamental al convertirlo en el crisol de una humanidad naciente frente a la crisis marcada por el nuevo siglo. El sujeto elegido, mestizo, indígena o criollo a final de cuentas tiene un destino único que le permitirá resarcirse del agravio que enfrenta o, de no lograrse esto, por lo menos le permitirá contar con una identidad que lo guíe frente al otro, ese completo desconocido que, como sabe quién conoce la historia mexicana, nunca dejo de estar ahí.
En estos días en que los límites de la propuesta postrevolucionaria del mestizo empiezan a discutirse, cuando la vieja división en castas de la sociedad novohispana parece traducirse en una pigmentocracia contemporánea apenas puesta en cuestión, sólo cabe recordar una cosa: sí, la historia la escriben los vencedores, pero es a través del mito que la visión del desplazado cobra visos de identidad. Desde esta óptica, los clásicos de la literatura mexicana todavía tienen mucho que decir. A su vez, en el México pluricultural de nuestros días, ante las viejas y nuevas afrentas, nuevas lecturas y nuevas mitologías (¿nuevas identidades?) parecen estar a punto de emerger.
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Marco Antonio Cerdio Roussell. Escritor y profesor universitario. Radica en Puebla, México. marco.viajero@gmail.com
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