Sabía los horarios de cada uno de los habitantes del edifico. Entraba fácilmente en los departamentos y así fue coleccionando las manías, los fracasos, las necesidades de cada uno de ellos. Colecciono desdichas, me dijo cuando vi las cajas con fotos y cartas y ropa que había robado a los vecinos. Me alegra saber que no soy el más miserable de este lado del muro. Dijo que iba a escribir una novela con todos los fragmentos de la vida de los otros. También dijo que necesitaba saber si alguno de los viejos podría venderlo con los hondureños que vivían en el terreno tras la cerca trasera del edificio.
Con cada objeto sacado de la caja contaba historias. Ignoro si fueran ciertas pero en sus gestos podía olerse el placer causado por el dolor ajeno. Hablaba de muertes y abandonos, de fantasmas y desdichas, de pobreza y palabras gastadas. Todo con las comisuras estiradas, como dejando ver una sonrisa ahogada en los más profundo de la desvergüenza.
Nadie conoce el horror de la miseria hasta que se duerme con hambre y sabe que por la mañana no habrá un pedazo de pan en la despensa. Así lo dijo tratándome de explicar la vida de los viejos. Tú eres joven y aún no has sido masacrada por la vida. Tienes dolor pero puedes cambiarlo todavía por cualquier ilusión absurda. Un amor, un viaje, un plan para cavar todo tu sufrimiento en el olvido. En cambio los viejos han comprendido el fracaso, con sus llagas de por medio, como el único destino posible. No hay escapatoria. Nunca ha habido escapatoria. Son como esas mariposas que había en el patio y te gustaban. La Miami Blue que han terminado por extinguirse.
El mexicano salía a las cinco de la mañana a buscar la mercancía. Caminaba rumbo al Estadio de los Marlines. Tres horas después empezaba la jornada husmeando en los cuartos de quienes salían al trabajo o al parque del dominó. Buscaba eso, pedazos de vida, para alimentar la caja, para luego contarme de los hallazgos. Nunca repitió las historias. Fumaba el porro y hablaba. Hablaba y fumaba el porro. Le gustaba limar el tiempo bajo sus palabras en la cálida cobija del humo. Cuando no forjaba un cigarrillo se volvía melancólico y también violento. Me singaba sin ganas pero con odio. Desnudos, sobre la cama, censuraba sus caricias contándome nuevas desdichas de los viejos o declamando versos que, pese a su lobreguez, decía que se trataban de poemas.
Tal vez por la suciedad compartida había momentos en que deseé de verdad que me pasara una mano por la espalda, sentir un roce que alimentara la esperanza. El mexicano se había alejado de la bondad hace mucho tiempo, tanto que ya no recordaba cómo mirar a una mujer. Dejemos hablar al viento, decía, y se quedaba callado. Y su silencio me exigía silencio. Con mi cuerpo de almendra, casi susurrado en la cama, veía su dorso oscuro como prólogo a un pene muerto y unas piernas agotadas de tanto andar. Toda la pesadumbre del silencio caía en medio de esas almas que se habían encontrado, no para salvarse, sino más bien para compartir la desgracia. El silencio hiere. El silencio es tan bello que ensordece.
Con la misma mesura del silencio empezaba a vestirme. Él me veía como se ve a una presa recién domada. Terminé por acostumbrarme a la conmiseración de su mirada. Ya con ropa regresaba a la cama para pedirle alguna grapa de coca o un churro. Sólo conmigo y aquí puedes fumar. Además eres menor de edad.
De antemano conocía la respuesta, pero siempre es bueno provocar al demonio. No me esperes a cenar. El lugar común lo hacía reír y cerraba la puerta. Mi madre aguardaba en el departamento con el retrato diario de la deshonra. En los momentos en que no quería escupirle su desgracia al rostro, iba directo a mi habitación donde recordaba. El mexicano era mi pasaporte hacia el futuro. Lo dejaba tocarme por el dinero y la droga gratis. Pero hubo noches, luego de estar con él, que la soledad se me hacía tan inmensa que busqué sus palabras en mi cuerpo. No había ninguna, como tampoco existía huellas de nexo con aquel hombre que inventaba su mundo al hablar. Ni él, ni yo, ni nadie. Nada podía existir sin esas palabras adecuadas que rompieran el silencio. ¿Éramos acaso apenas algunas líneas de la historia que él estaba contando?
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal para la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra