No me brindó caricias, ni consuelo. Estaba impedido para dormir a mi lado o escuchar mi llanto. Cuando le pedí un abrazo me tiró una bolsa de cocaína. De la más cara, dijo. Para que me dejes de estar chingando, dijo. Yo tampoco necesitaba el artificio de un noviazgo podrido. Comprendí que ante cualquier indicio de cariño, el mexicano siempre respondía dándome mariguana o coca, aunque muchas veces también me agarraba el coño y empezaba a singarme sin misericordia. Su pene raspaba mi estrechez. No estaba húmeda y el instrumento de tortura desgarraba mis pliegues, provocando pequeños pinchazos en los ovarios. Tras los empellones, me ardía al orinar.
Lo importante era la droga. Valía el riesgo de salir herida de la cama del mexicano. Me tiraba las bolsitas y yo me iba al sillón de la sala. Absorbía o fumaba un poco. Lo demás, la mayoría de lo que sobraba, lo guardaba en mi pantalón de mezclilla, negro como las botas y la playera, para venderlo después en el estacionamiento del Navarro. Por las madrugadas ahí me esperaban los yonkis más miserables de La Pequeña Habana.
A veces llegaban tres, a veces cuatro. Hombres y mujeres que vivían bajo el puente de la 95, en los límites del esplendoroso Downtown de Miami. Con las limosnas del día pagaban por el pedazo de sueño que yo podía venderles. Tras el consumo se recostaban a un lado de los carritos de supermercado donde cargaban los desperdicios que ellos creían su vida, en un país donde la propiedad privada se necesita para legitimar la rutina.
El mexicano no se enteró de esa línea del negocio en la que él fungía como proveedor. Cuando estaba carente de mercancía, le daba mi culo de a gratis. Me consolaba pensando en que se trataba de una inversión segura. Cuando tuviera grapas él me las ofrecería sin interpretar el estúpido rol de niña violada por su padre. Un papel que me cansaba más que seducirme. Esa llaga era mía y sangraba a solas hiriendo mis madrugadas. En el día, en cambio, no me causaba dolor alguno. Utilizaba la historia para hacerme del dinero necesario, de las alianzas que me permitieran los procesos necesarios para los dólares, como el mexicano y su manía de singarse a una adolescente de dieciséis años.
Sobre todo, la historia me servía para joder a Caridad, esa madre que nunca me cuido como debía. Se lo hacía saber en cada cucharada del cereal que ingería como si tragara mierda. Cada gesto, cada mirada, se volvía la repetición del odio que me provocaba la mujer que se decía mi madre.
Frente a ella, cuando regresaba del trabajo y pedía un gramo de paz en el televisor, le miraba las piernas cansadas, con la celulitis y las varices evidenciando unos años mal llevados; el vientre hinchado bajo la casa de bata, apenas menos desagradable que los dos senos que caían exhaustos, como muriendo cada día. Me le posaba para recordarle que, poco a poco, quedaba a mi merced. En cualquier momento cambiarían los patrones y ella dependería de mí y no, yo de ella.
Meses atrás parecía haberlo comprendido. Dejó de pegarme en el rostro con la palma de su mano. Ya no me jalaba el cabello hasta hacerme llorar al no haber lavado el baño o preparado la comida. Se daba cuenta de que su luz estaba por extinguirse y la mía empezaba a relucir con más brillo. Así lo sugerían mis piernas, cada vez más largas y las caderas que tanto me tocaba el mexicano. Caridad me miraba en silencio. No pronunciaba palabras. Voy a fumar al patio, le decía, y salía del departamento apenas con un bóxer y una playera blanca sin sostén abajo. Si vas a singar otra vez con el mexicano, por lo menos ponte condón porque no voy a cuidar a ningún bastardo tuyo.
Ahí fue que decidí su destino. En cuanto juntara el dinero suficiente, dejaría el departamento y el barrio y la ciudad con sus 612 mil delitos al año. Así se lo hice saber al mexicano que luego de eyacular sobre mi espalda me dijo: ¿cuándo quieres largarte? Voy a llevarte conmigo.
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal para la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra