Las palabras de mi padre siempre se me quedaron grabadas: “¿Por qué debo de comprarme un coche si puedo ir en taxi a todas partes en Barcelona?”. Maldita conclusión: nunca tuvimos uno.
Mientras todos mi amigos de la infancia disfrutaban de un Seat 600 o un 1500, los únicos modelos permisibles y fáciles de uso, el carro amarillo y negro de mi ciudad nos llevaba a toda nuestra familia solo bajando el taxímetro al abrir la puerta.
“¡Taxi… a las Ramblas por favor!”
¿Qué no disfruté durante aquella época?
La limitación de carecer de auto no me permitió ir, por ejemplo, el encender una barbacoa en los bosques colindantes de mi municipio, o ir a la playa a tomarnos un baño en el Mediterráneo. Pero seamos sinceros, tampoco pude presumir de “padre-sacrificado-y-bueno” haciendo honor a su felicidad y tener contenta a su familia al volante.
A los dieciocho, me saqué el carnet de conducir. A los diecinueve mi hermano le vende su automóvil viejo y usado a un servidor. Dice que es una ocasión que no me puedo perder si quiero disfrutar de la velocidad y consentir a mis novias que esperan de mí, un acto de gentileza. Al cabo de una semana, este cacharro blancuzco denominado “seiscientos”, se fundió como el hierro ante un crisol en plena carretera.
No volvería a conducir otro hasta que María José, mi gran amor juvenil, me da su autorización para poder estrenar el primer Mini 1000 Cooper de color aceituna que se vendió en el barrio. Toda la comunidad envidió nuestro idilio y la potencia del motor de aquel auto. En la calle fuimos la voz del deseo. Hasta que un día, yendo de Madrid a Cuenca, en plena meseta castellana, el coche -…y sus ocupantes- saltamos por los aires bajo un sol bíblico. Fue un Viernes Santo. Antes que un camión hiciera añicos nuestro esqueleto, pude desviar el vehículo y dar tres vueltas de campana. Al final, aterrizamos en un campo de trigo. Con el coche completamente destrozado, salí por la ventana ileso. Y les voy a confesar mi primer acto de aquel fatídico momento: me saqué completamente la ropa. Hice lo mismo con el vestido que llevaba mi novia. Y me abalancé sobre ella en medio de las espigas. Al poco rato, eyaculé en su interior como un hombre aterrorizado. Las lágrimas por lo ocurrido descendieron en su rostro y ella me abrazó intensamente al unísono: “Gracias a Dios que estamos vivos”. En aquel semen, viajaba el miedo contenido y el gozo por abrigar aquel calor cenital del mediodía en la piel. Cristo sería crucificado al anochecer, pero nosotros hicimos la resurrección un día antes que Él.
La vida después me regaló un Renault 4 amarillo de mi amigo médico Josep María Armengou. Con él descubrí puentes y paisajes de mi país. Visité casas de campo, villas, sierras, rincones de mi Barcelona…el litoral costeño y escarpado junto al mar. Y los interminables caminos pedregosos que conducían a la cima de cualquier colina en Catalunya. Unos días antes de celebrar la Navidad en 1981 me quedé dormido en la autopista. De repente, mi renault se deslizó hacia la baliza en una curva. El mejor despertar fue saber que mis constantes vitales seguían fieles como un reloj. La policía no dudó en escribir la razón del accidente. Y yo celebré el poder pagar la multa. La vida, a veces, bien vale la firma de un cheque ante el juez, por un error reconocido.
Cuando me casé por primera vez tuve un Mirafiori 132 negro. En mi viaje de novios llegamos hasta Francia y en él dormimos en más de una ocasión. Combinando las estancias con los campings nudistas del país de Edith Piaf y deteniéndonos en los montículos para observar el atardecer de cada jornada. Tenía un motor diesel. Hizo de ambulancia para un enfermo grave del edificio donde vivíamos. Y se estropeó en pleno desierto de los Monegros camino a los sanfermines de Pamplona Este fue mi ultimo carro antes de cruzar y vivir al otro lado del Atlántico.
Al llegar a la ciudad de Miami compré un Honda Accord del 78 . El color tenía el contenido láctico del dulce de leche. Lo primero que hice fue cruzar la calle 8 desde la discoteca La Cascada hasta el dowtwon para buscar algo que tuviera significado en La Pequeña Habana. Lo único que aprendí en el año 95 me lo dio la lingüística del lugar. Los neumáticos se llamaban “gomas,” la gasolina “gas”, el intermitente “las luces”, la ventana “las lunas” y el parabrisas “el güisper”.
De lavar platos en una cocina escolar pasé a food service manager en la misma y me compré otro Accord. Esta vez plateado como el astro. Me sirvió para acercarme más a la cultura americana. Si bien nunca entendí porqué se valora tanto un auto del año en esta sofisticada ciudad, reconozco que vi implícito el pragmatismo estadounidense al ver lo aptos que son los automóviles del imperio del Sol. Pues bien, en el 2004 choqué de frente entre la calle Salzedo y Santillane. Una lluvia torrencial me impidió ver a una joven haitiana al volante de un Chevrolet Cavallier. Entre sollozos y el agua del momento, la joven salió nerviosa y gritando “Where am I?”. Yo le contesté… “You are here…with me…in Coral Gables…We’ve survived”. Así fue. Otro carro menos y dos vidas más siguiendo su camino por separado.
Al cabo de unos días me llamó un venezolano al anuncio que había puesto en Internet pidiendo un auto japonés de uso. “Soy Emiliano Asensio. Tengo un Toyota Corolla del 99. Si quiere lo puede ver ahora mismo…dígame a dónde me dirijo”. Listo. “Paco”, que es tal como lo había denominado mi hija Olimpia el coche para burlarse de mí, me ha acompañado durante doce años en las correrías por este Miami. Me llevó a FIU, a Naples, a Key West, a la cuadra de la esquina, al farito…Le he puesto “gas” de 93 octanos siempre, “gomas” nuevas, faros cristalinos. Pero tal como me ha dicho mi mujer Ángels jamás le he cuidado la estética, ni su interior. Nunca ha habido manera de que el mango de la puerta abriese con dignidad. Ni que el tapiz del techo volviera a su origen después de cien rasguños. El viernes 2 de septiembre a las 4.32 pm y a 75 millas por hora, el radiador vació su agua por última vez. El motor dijo basta en pleno rush hour por el Palmetto. La grúa vino y lo llevó al taller. Rodrigo, mi amigo el mecánico, lo sentenció… “¡Ya te puedes buscar otro, niño! Un transportation en Craiglist.”.
Hace tres semanas, alguien dijo ante esta “hoja de vida” algo tan sencillo como esto: “Tu tienes la negra mi hermano”. Sí señor. Busqué en los dealers de Weston, Homestead, Kendall sin resultado, hasta que en un taller de El Doral lo encontré. Hoy tengo un Nissan Sentra 2005 del mismo color que muchos hermanos y hermanas que viven en este planeta. Aunque para honrar a este denostado tinte, al género femenino y a la raza africana le he adjetivado su nombre. Amigos y amigas les presento a “La Negra”.
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