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Octubre 2024

ME GUSTA CONDUCIR. David Toledano Salguero

 

Me gusta conducir. Lo admito: me gusta mucho.

 

Algunos eligen ir al cine, jugar al baloncesto o dibujar. Yo disfruto conduciendo. Puse las manos al volante de mi primer bólido cuando apenas podía sostenerme en pie. Tendría un par de años y ya sabía que aquel monstruo de metal y yo nos llevaríamos bien. En el momento que Padre me sentó sobre sus rodillas y arrancó el motor me enamoré. La primera de las nanas de mi niñez fue el rugido ardiente de ese Plymouth Superbird del 72 al que llamo Boogie.  Sus asientos de cuero endurecido me acunaron entonces y aún velan por mí hoy.

Creo que Padre me entendería. Al fin y al cabo, su legado se encuentra en mejor estado que nunca. Mandé cambiar las llantas hace poco, añadí algunas mejoras aquí y allá y le imprimí un rojo más vívido para que sangrara bajo el manto estrellado durante mis salidas nocturnas.

Soy, pese a lo que pueda parecer, una conductora pragmática. Los avatares de la mecánica no me desvelan. Existen profesionales que manejan limas, barrenas y martillos como si fuera el instrumental quirúrgico de un cirujano plástico. ¿Para qué verter esfuerzos en algo que el dinero pone a mi disposición? El tiempo del que gozo es finito y elijo gastarlo, simplemente, en conducir.

Empiezo todas las sesiones (resolví llamarlas de ese modo por su efecto terapéutico) hacia media mañana. Doy un paseo corto tras desayunar. Una hora, como mucho. Es el calentamiento. El viejo Boogie tiene mal despertar y necesita activarse para que rinda después. Al acabar el día ceno en el comedor de la fábrica. Allí me cambio y ya en el garaje de casa preparo las cosas para la verdadera travesía.

Los primeros compases del trayecto son un mero trámite. Abandono las agrietadas calles del barrio y enfilo por la avenida principal, donde los semáforos y radiantes luces de neón se reflejan en el asfalto multicolor de la transitada ciudad. Detesto las aglomeraciones y los ruidos, que en el centro se multiplican al mismo ritmo que los inmensos rascacielos de cristal.

Claro, podría ganar tiempo.

Podría rodear la telaraña de manzanas y salir a carretera abierta por el desvío del este, dónde se apilan las pocas industrias que a duras penas sobreviven. Pero la mía es una ruta que exige ciertos peajes y no deseo responder preguntas incómodas de mis compañeros de trabajo. Lo que un hombre haga en su vida privada no debería ser de la incumbencia del resto, decía Padre.

Atravesada la urbe, me recreo observando por el retrovisor como se encoge poco a poco hasta fundirse con las estrellas y el oscuro horizonte. Aprieto las largas, relajo la nuca contra el cojín y mi vista se pierde en una línea recta de cien millas.

Pocos sucesos perturban el estado de comunión, casi hipnótico, entre la infinita carretera y yo.  A veces los aviones militares maniobran a baja altura y las temblorosas ruedas me avisan segundos antes de que pueda ver las alas de acero adelantarme. No tiembla mi mano cuando ocurre. Ni tampoco lo hace el pie del acelerador si un coyote desorientado sale a mi encuentro. Aunque no lo deseo. Siento respeto por las bestias de la noche, pues también ellas se rigen por los ciclos astrales.

Yo, por ejemplo, nunca viajo durante la Luna Nueva.

La debilidad de mi sexo se manifiesta en los últimos días del mes. Sería una redundante ironía hacer lo que hago. En el futuro puede que un tercero lea estas notas y preferiría evitar analogías con los monstruos del romanticismo.

Mi destino no tiene nombre, y si lo tuvo alguna vez nada queda de él en las cuatro chabolas de ese pueblucho infernal. Allí malviven hombres condenados por la avaricia y otros pecados; vagan por el barro y se calientan alrededor de hogueras. La presencia de una mujer los perturba y excita. Saben quién se esconde tras las ventanas del vehículo y lo que viene después. Pero la tentación es una garra de la que pocos escapan. Siempre hay alguno que sube. Dejo que me hable y permito el tacto de sus dedos entre mis muslos.

El éxtasis se produce cuando le vuelo la cabeza en mitad del desierto. Luego regreso a casa. Juro que el camino de vuelta es tan placentero como el de ida.

Me gusta conducir.

 

© All rights reserved David Toledano Salguero

David Toledano Salguero. Escritor, editor y publicista. Nacido en Girona (España), reside actualmente en Salt (España). Es autor del ensayo Webcómic en España: ¿arte o negocio?

 

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