… Así uniría yo su incierta promesa
a tu adorado nombre, oh Niña del Amor y de la Luz…
Percy B. Shelley, “La revuelta del Islam”.
En un baúl, Mary encuentra una carta. La escribió su padre un 30 de agosto, al nacer ella, hace veinticinco años. El documento asegura que su madre murió de septicemia tras el parto, con tremendas fiebres, convulsiones y dolores. Las lágrimas de Mary manchan la hoja porque a esto se suma el recuerdo de Percy, su esposo, muerto sobre el Lago Lemán no hace mucho. Cómo extraña Mary Shelley la mirada inteligente de Percy, el hombre que desde el primer momento logró cautivar sus hermosos ojos.
Cuando termina de leer la carta escrita por su padre, el filósofo y anarquista William Godwin, Mary escucha un carruaje llegar. En Villa Diodati el viento del lago hiela la ropa. A lo lejos, un visitante de semblante distinguido impregna el ambiente (las nubes que acarician el agua). Este es uno de esos lugares del mundo en el que el verano es frío y lluvioso, un sepulcro lacustre cuyas tormentas se posan sobre él tragándose todo, como le ocurrió al propio Percy, el Gran Poeta de la Patria, al ahogarse en el golfo de La Spezia. Villa Diodati es una magnífica casa que alojó hace no mucho a Lord Byron, hogar en el que Mary dedica todas sus fuerzas a recopilar los poemas de Percy para ensalzar su memoria tras su trágica muerte.
El visitante, Sir Walter Scott, toca a la puerta principal, recargado en su bastón. Ha venido para desengañarse pues hay quienes en Europa dudan que Mary sea la autora de esa extraña novela que Byron le regaló a Scott en Escocia. Sir Walter cree, como muchos, que la obra de esta joven pueda ser un plagio de algún trabajo de Byron, Polidori o el propio Percy. Es casi imposible, argumentan, que una mujer se ocupe de temas metafísicos en la literatura. Incluso, Sir Walter Scott apostó con sus amigos sobre ese tema en Edimburgo.
Sir Walter se arrellana en un sillón en espera de que la joven viuda, de melancólica mirada, nariz aguileña, labios rectos, cabellera castaña y figura media, traiga el té. Mary no se siente bien pero ha accedido a recibirlo dada la investidura de Scott, quien la recorre de cabeza a pies con la mirada. Le gustaría comprobar que ella no escribió esa novela pero sabe que cabe la posibilidad puesto que por las venas de Mary corre la sangre de dos de las mentes más claras del siglo pasado: no sólo William Godwin sino la talentosa escritora Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer, argumentación en la que amonesta a los hombres y a las de su género y propone un nuevo estado de cosas para la condición femenina en el mundo. Hoy, en toda Europa, sin dejar de contar la América británica, el nombre de Mary Shelley comienza a brillar lo mismo entre la nobleza que en el vulgo, no solo por ser hija de aquellos, sino porque algunos consideran que sus habilidades en la escritura superan a las de muchos hombres.
Scott la ha visitado no como el encumbrado escritor que es sino como reseñista de la Blackwood`s Edinburgh Magazine. En esa revista, creyendo a Mary Shelley el seudónimo de un hombre, Scott escribió: “El autor de Frankenstein parece revelar una insólita capacidad de imaginación poética… En su conjunto, la obra nos transmite una elevada idea del genio original del autor y de su vigorosa capacidad de expresión. Nos complacerá saber qué había inspirado al paullo mallora, y entretanto, dar la enhorabuena a nuestros lectores por una novela que suscita nuevas fuentes de reflexión…”
En Villa Diodati, Mary se prepara para responder cualquier pregunta que le dirija Scott, quien en efecto mira en la esposa del fallecido Percy B. Shelley “sublimidad, amor, genialidad, sensibilidad y talento”, como se la describió el propio Lord Byron al regalarle en Escocia el Frankenstein de Mary. Scott lo confirma mientras un niño, el hijo que Mary tuvo con Percy, abraza las piernas de su madre.
Es cierto. En ella, Scott percibe a una mujer de extraño espíritu que “ve la verdad de las cosas con irresistible rebeldía y sublimidad de sentimientos”, como lo divulgó Percy en un diario que ahora Mary le muestra a Scott, y en el que en alguna de sus páginas describe por qué el Gran Poeta de la Patria abandonó a su ex esposa para estar con Mary:
En el mes de junio llegué a Londres para resolver con Godwin unos asuntos… Ahí conocí a su hija Mary… Es amable, incluso tierna y comprensiva… Creo que no hay excelencia humana que ella no posea… Había olvidado la suavidad, la inteligencia y la delicadeza de una mujer culta… Ya no era posible practicar el autoengaño, creí que ya no me quedaba un asqueroso deber por cumplir: seguir engañando a mi esposa…
En dicho documento, Percy también transcribió el detalle de la fuga con Mary:
“Diario, 28 de julio de 1814
Anoche, ya todo decidido, ordené que prepararan un coche para las cuatro en punto. Temí que no lo consiguiéramos… quedaba un cuarto de hora. Qué espantoso me resultó ese tiempo; parecía que jugábamos con la vida y la esperanza… pasaron unos minutos y la tuve en mis brazos; estábamos… camino de Dover…”
—Señora —interrumpió Scott, dejando de lado el diario mostrado por Mary y considerando de alguna manera que seguir leyéndolo era una intromisión a la intimidad de la viuda y a la del difunto poeta—, quisiera ir directo al tema que me trae aquí y excusarme por esta pregunta que le voy a hacer, pues debo ser el portavoz de quienes dudan si los poetas Shelley o Byron obraron alguna influencia o modificaron algún esquema de fondo o estilo de esa extraña metáfora que ha dado usted por nombre Frankenstein. Le aclaro, sin embargo, que yo rechazo esta hipótesis incluso cuando el propio Lord Byron me refirió que la suya era una obra maravillosa, casi improbable, para una muchacha de diecinueve años como fue su caso al momento de la publicación de su magnífica novela, pero como ya dije, es mi obligación esclarecer el hecho.
—Sir —ahora Mary le responde, enviando a su hijo a jugar a un cuarto contiguo—. Le agradezco su visita y al mismo tiempo que me realice esta pregunta que yo misma he oído de quienes dudan del talento que de mis padres he heredado. Permítame contarle que cuando hice mi primer viaje con Percy en 1814 solíamos leer juntos la obra de mi madre. En Francia leí junto con él la primera novela de ella, titulada simplemente Mary. De esto se desprende, amable señor, que más que influencia de Percy o Byron, seguí la naturaleza de mi herencia materna y el pensamiento racional que me inculcó mi padre, quizá, muchas veces con dureza. Si a alguien debo el desarrollo de Frankenstein es a la idea de persecución que mi papá escribió, quizá de manera incipiente, en su Caleb Williams…
—¿Quiere decir usted que entonces el Caleb Williams de William Godwin es el origen de su Frankenstein?
—No tan radicalmente como eso. Debo decir, si me permite aclararlo, que la idea original de Frankenstein surgió en esta misma casa en la que tengo el gusto de recibirle. Fue en el verano de 1816. Percy y su servidora conocimos a Byron en Ginebra, por conducto de mi hermanastra Claire. Como consecuencia, Byron invitó a mi esposo y una vez aquí, congeniaron de inmediato. Se pasaban el día entero conversando acerca del lago y la magia que la naturaleza despertaba en el espíritu humano moderno. Shelley le recitó de memoria el Fausto del Ministro de Educación de Prusia, Johann Wolfgang von Goethe. Nosotras leíamos plácidamente en la Maison Chapuis, que es aquella casa que se puede divisar desde aquí mismo. Corría julio y comenzó a llover. Tuvimos que suprimir los paseos en barca por el clima y no tardamos en encerrarnos en esta casa, que alguna vez hospedó al inmortal John Milton. Las tertulias eran divertidas y duraban hasta tarde. Una noche, la plática giró hacia los temas favoritos de Percy: lo sobrenatural y la ciencia. Byron platicó sobre el invento del médico Galvani quien logró, si no mal recuerdo, experimentar con los músculos de las ancas de rana para descubrir que una corriente eléctrica podría contraer aquellos ligamentos muertos como si estuvieran dotados de vida. Esa anécdota me hizo fantasear que en un elemento de la corriente eléctrica podría alojarse de alguna manera un soplo de vida a semejanza de la energía pura que desprende el sol. Esa noche hubo tormentas y se agudizó el ambiente que sentíamos a la luz de las velas. Después de un té, a las doce en punto, empezamos a hablar de fantasmas en serio. Recuerdo que Byron recitó unos versos del Christabel de Coleridge (And life is thorny; and youth is vain/ and to be worth with one we love/ doth work like madness in the brain…) Shelley se llevó las manos a la cabeza. Cuando se calmó, Byron dijo retándonos: “Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”. La propuesta fue aceptada con entusiasmo. El reto asumió carácter personal pues pocos días después llegó otro amigo de Byron, el escritor de historias sobrenaturales, Monk Gregory Lewis, quien en los días subsecuentes me reveló los misterios de su oficio.
—¿Cuando menciona a Coleridge, se refiere al poema de su personaje Geraldine, la mujer que se alimenta de otras almas de su propio sexo, una no-muerta?
—Precisamente. A él lo conocí en mi infancia. También leímos un extraño libro titulado Phantasmagoriana que refería terribles historias de fantasmas de origen alemán. A la velada asistió asimismo John Polidori, el doctor de Byron, quien nos disertó sobre una superstición muy extendida en la región de Serbia y Grecia. Se trataba del caso de un militar que en Casovia había sido asediado por un no-muerto, al cual lograron ahuyentar comiendo tierra de su tumba y restregándose la piel con su sangre. El doctor Polidori insistió en que tal hombre se había convertido en un no-muerto a los treinta días de su deceso y fue hasta que un hadagni cortó su cabeza y quemó los restos que la comunidad logró vivir en paz. Como usted sabe, distinguido Sir Walter, es sobre ese relato que Polidori escribió El Vampiro, que terminó, me consta, casi en tres días, en junio del 16, y el cual fue publicado hasta 1819, con la firma de Lord Byron, error de la imprenta que sumió en profunda tristeza a Polidori por varios meses hasta que se agotaron esos ejemplares y se pudo hacer otro tiraje con el nombre que correspondía.
—Disculpe mi insistencia, señora, pero me llama poderosamente la atención que aquel reto haya sido detonado por el extraño poema de Coleridge…
—Así es, Sir. Un poema extraordinario, ¿no lo cree? ¿Desea más té? ¿Está cómodo? ¿Puedo ofrecerle algo más?
—No, gracias, señora. Me gustaría preguntarle cuáles fueron los relatos que cada uno escribió aquella famosa noche, pues hay quienes ya integraron una edición, supongo ilegal, de esos supuestos cuentos que circula por Edimburgo y otras ciudades, incluyendo El sueño, que según reza la introducción, “da origen al mito de Frankenstein”. También se integran El vampiro de Polidori, que ya ha mencionado, “Los Asesinos” de P.B. Shelley, y “El Entierro” de Lord Byron.
—Dudo de la seriedad de la publicación que usted me refiere, de la cual ya me han hablado, pues Percy dejó inconcluso “The assasins” en 1814. Ya he referido el caso de El vampiro, quien algunos creen, deriva de “El entierro” de Byron, relato que para ser sincera, tampoco encuentro por ningún lado “sobrenatural” y no creo que Byron lo haya comenzado aquel día, sino mucho antes. Reitero, esa edición espuria no es más que la apuesta de algún vividor que lucra con el esfuerzo ajeno. Además, señor, si me permite, tengo razones para creer que los relatos de Lord Byron y de Percy B. Shelley, derivados de aquella charla, no se terminaron nunca. Yo creo que esa plática derivó, en el caso de Byron, en el poema “Las tinieblas”, que dice: “… oscilaba ciega y ennegrecida en el aire sin luna (…) hasta que de su mutuo horror murieron —el hambre había escrito demonio (…) los vientos se marchitaron en el aire paralizado, y perecieron las nubes: no las necesitaban/ las tinieblas: ellas eran el universo—”).
—¿Quiere decir, señora, que Frankenstein fue el único de esos relatos que trascendió en una forma realmente más acabada?
—Me halaga su observación pero no podría asegurar que fue el único escrito que vio una forma terminada, mucho tiempo después por cierto, ya que nunca vi en qué terminó el relato que escribió Monk Lewis y creo que nadie lo ha visto hasta ahora. Estoy segura que el cuento de Lewis debe estar olvidado por ahí y quizá alguien lo descubrirá, causando una mayor admiración que la que pudiera haber generado mi Frankenstein. El cuento “El sueño” lo escribí bastante después de aquella noche. En cuanto a Frankenstein puedo decir respondiéndole que la idea del monstruo simplemente me poseyó y me guio con imágenes que surgían en mi mente con una intensidad que estaban más allá de las fronteras de mi propia imaginación. Las escenas aparecieron ante mí de una forma natural (o sobrenatural, si lo prefiere). Ya lo he dicho en otra entrevista: vi claramente al pálido estudiante, Víctor Frankenstein, arrodillado al lado de aquella cosa que había conseguido ensamblar. Me lo imaginé con una enorme fuerza, que dio señales de vida, y se agitó con un torpe y vital movimiento. Así lo soñé a la siguiente noche de lanzar Byron su reto. Supremas y espantosas deben ser las consecuencias de cualquier tentativa humana de imitar el asombroso mecanismo del Creador del mundo… Y es que desde que escuché a Byron, lo supe bien, quizá un cadáver podría ser reanimado… Recuerdo que meses después, casi al finalizar aquel relato (lo terminé por completo el 14 de mayo de 1817), terminé de pintar y escribí una nota a Percy: “Acabé ese cuadro tedioso y horrible en el que llevaba trabajando tanto tiempo; también he terminado el cuarto capítulo de Frankenstein, que es muy largo y creo que te gustará…” Percy lo tomó, me miró, sonrió y me recomendó escribir un prefacio que terminó redactando él mismo.
—Agradezco señora lo preciso de su informe, pues esclarece lo que algunos insisten en mirar turbio y oscuro, impidiendo a la Historia ser puntual y justa pues hay quienes ven ya en su obra un hecho sin precedentes en la tradición literaria de Inglaterra. Incluso el dramaturgo Washington Irving, de origen americano, se ha declarado su ferviente admirador. Lo mismo hizo T.S. Eliot. Me gustaría saber cómo se siente con estos reconocimientos una mujer que se ha abierto camino a fuerza de talento y cultura, pero sobre todo a partir de la inteligente sensibilidad…
—Primero que nada, quiero aclarar que aunque el señor Irving y yo sostenemos una relación de amistad, no soy capaz, como varias personas groseramente se han atrevido a suponer, de mantener una relación sentimental siquiera cercana a la que sentí por mi ahora difunto esposo, Percy B. Shelly, ya que pocos pueden superar la inteligencia de alma del padre de mi hijo. Juzgo a esas acusaciones como lastimosas maledicencias. Y al decir esto espero no sonar incorrecta. Aún veo en nuestro hijo todo cuanto una mujer puede haber deseado del amor de un hombre. Ahora estoy entregada por completo a editar la obra poética de Shelley, puesto que en la mayor parte de su creación, estuve allí presente. Estoy convencida de que esa revisión mostrará la bondad de un hombre que no será igualado por ninguno en nuestra historia. Es verdad que a veces me resulta un reto seguir la vida adelante, pero mi hijo me ata a ella. Eso, y el recuerdo de su padre, palian mi dolor. Aun así pude ver ya en este mismo julio y agosto de 1825, mi Frankenstein en los teatros de Londres. Mi corazón encuentra con ello un poco de descanso y alegría. Ahora preparo, por petición de mis editores, una segunda edición de la novela, en la que suprimiré el epígrafe del Paraíso perdido de Milton, para no caer en lo obvio. Sigo escribiendo todo el tiempo y no necesito de ningún otro hombre, y no se mal entienda, de ningún tutor. Trabajo también en la Cyclopedia de John Murray, con artículos sobre las conquistas de México y Perú, y eso me es suficiente en cuanto a lo económico. En la medida de mis posibilidades, el trabajo, que debe ser igualmente accesible al talento de una mujer que al de un hombre, como ya lo escribió mi madre en su momento antes de morir, me permite pensar en que no estoy por completo sola, en que Percy me acompaña, en que nunca ha dejado de estar conmigo…
—Justo esa es la última pregunta que deseo hacerle, excelentísima señora, rogándole me disculpe lo soez de mi planteamiento. Pero es que hoy, hace apenas tres años, murió para desgracia de toda la nación, su talentoso esposo; hace cuatro, John Polidori, y el año pasado, Lord Byron. El propio Monk Lewis murió apenas dos después de aquella insólita reunión nocturna en esta hermosa casa del Lago Lemán. Sólo usted queda, señora mía, de aquella reunión que dio origen a tan extraordinarios trabajos literarios… ¿Qué piensa usted de la vida si esta parece trascender y depender solamente de la misma muerte?
—En efecto, Sir Walter, su pregunta me inunda de pesar y dolor. La muerte para mí es una sombra que se yergue sobre mi alma y mi cuerpo desde que nací. Hoy justo antes de su llegada recordaba que mi propia vida requirió de la muerte de mi madre. Antes de tener a mi hijo Percy, perdí hace seis años a mi hijo William y hace siete, a mi hija Clara, de quienes no quisiera abundar por el terrible dolor que me inundaría al hacerlo; antes de ellos, hace diez años, también falleció otra niña: ese fue el inicio de mis desgracias. Recuerdo que me desperté para darle de comer de mi pecho pero parecía dormir de manera profunda. Ya estaba muerta, pero no lo supe hasta la mañana siguiente… Percy temía que la leche contenida en mí me provocara fiebres porque estaba acostada y pensaba en la criatura fallecida todo el día, como ya lo he descrito en otra entrevista que me han hecho. Hoy sigo en ese ánimo porque a pesar del trabajo y las múltiples ocupaciones que debo desarrollar, la ausencia de mi esposo se ha vuelto aguda e insoportable. Por esa razón, mi corazón está inundado de amargura. Sin embargo, mi querido señor, creo que Percy continúa siendo mi estrella en el firmamento, porque el poder del amor mutuo conforma en sí mismo un destino poderoso.
—Señora mía, quisiera no seguir importunándola, y menos continuar preguntándole este tipo de cuestiones en aras de un periodismo que no le importa en sí mismo la esencia de las personas. Sólo dígame, ¿cómo imagina usted que sus lectores futuros entenderán su obra, digamos tal vez dentro de diez o treinta años? Como hemos dicho, ha sido ya puesta en escena en Inglaterra y habrá otra edición…
—Nunca he sabido con certeza qué características tiene una obra que traspasa el tiempo. No sé en qué consiste el olvido porque al menos en cuanto a Percy, su memoria destella a cada minuto en mi ser. Por eso pedí que su corazón fuera extraído antes de su cremación para que permanezca conmigo hasta el día de mi muerte. Es una forma de rehuir al vacío, de perpetuar su vida, ya que no hay forma de saber si nuestras letras y nuestro recuerdo, permanecerán. Eso es algo que usted, admirado Sir Scott, ha superado, pues ha conseguido ya rebasar la cruel desmemoria con su Ivanhoe, estando usted, para fortuna de todos, vivo. Aun así, estoy cierta que lo conseguirá también la obra del propio Shelley, de Byron, la de Leigh Hunt o la de Charles Lamb. Pero no sé si lo logrará mi Frankenstein o la novela que publicaré gracias a la generosidad del editor Henry Colburn, a la que he puesto por nombre The last man. No alcanzo a comprender cómo una obra que ve la luz surgida de su mismo caos puede llegar a hacer que la gente se sienta atraída y que permanezca en su pensamiento para siempre. Ya lo he dicho en otra entrevista que no recuerdo si la concedí o la conjeturé: “No puedo imaginar siquiera un devenir o si caeremos los escritores de esta época en el desprecio de quienes tengan aún más exigencias en cuanto a la imaginación. Sé que no serán pocos los que exijan que (yo) extienda la historia a la contraparte femenina, por ejemplo. Tal vez no faltará quien imagine que la criatura buscará ser encontrada y cazada de nuevo; otros más querrán narrar fábulas de científicos desquiciados por mantener con vida una parte del cuerpo mutilado; o quienes cuenten groseras historias de hombres deformes en espectáculos fatuos; no faltará quien descubra acrósticos en el nombre de Víctor Frankenstein”. Querido Sir Scott, a qué pedir clemencia del tiempo y de los que están lejos de nosotros: ellos no sabrán cómo hemos sobrevivido a la indiferencia y a las circunstancias que nos permitieron crear estas historias…; ellos no sabrán que estamos cansados de la vida y que no deseamos volver a experimentar dolor, que no queremos pisar de nuevo esta tierra sino un lugar donde solo reine el amor, un lugar donde, al menos yo, pueda permanecer tranquila, junto a Percy, mi hermosa mitad del Amor y de la Luz…
Relato perteneciente al libro Fisiología del olvido de Omar Nieto. FOEM. 2018
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Omar Nieto es Candidato a Doctor en Letras por la UNAM. Es autor de Las mujeres matan mejor (Joaquín Mortiz, 2013), finalista del Premio Letras Nuevas de Novela de Editorial Planeta; Teoría general de lo fantástico (UACM, 2015), Premio Nacional de Ensayo Literario Guillermo Rousset Banda; y Fisiología del olvido (FOEM, 2018), Mención Honorífica del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en la categoría de Cuento. Ha sido profesor de la Maestría en Literatura Comparada de la Ibero Puebla, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, de la Universidad del Claustro de Sor Juana, Escuela de Escritores de México, Escuela de Escritura Puebla, Tec de Monterrey y Universidad del Valle de México. Ha sido antologado en Alemania, Austria, México y Estados Unidos. También es músico.