No tengas miedo, le dice Calibán a Stefano en La Tempestad, la historia que, como la isla que conquista Próspero, está llena de ruidos, sonidos y aires dulces, que dan deleite y no dañan. Calibán es el monstruo. El infrahumano. El caribeño. El caníbal. Fagocita gente como al aire. A veces, mil instrumentos vibrantes zumbarán sobre los oídos; y a veces, voces, añade el subalterno.
¿Puede el subalterno hablar?
El mar es una frontera. Una prisión. En sueños, las nubes parecerán que se abren, y hasta muestren riquezas listas para caer sobre Calibán, que, cuando despierto, pide llorando soñar de nuevo.
El caníbal se traga la historia, el prejuicio, el desprecio. Regurgita su respuesta. Toma la forma de imágenes poéticas que pintan el paisaje de Cannibal, primera colección de poemas de Safiya Sinclair, escritora jamaiquina y ganadora del premio Whiting Writers en 2016. Desde la otredad endemoniada, el subalterno no solo habla, sino cuestiona.
Sinclair ensambla una refinada selección poética que pendula de lo extraño y lírico hacia lo místico y empírico. Los poemas viven. Ocurren, como en un eterno presente posible. El mundo se disuelve en boca de la poeta oriunda de Bahía Montego, desde donde se huele
Cuba. Sinclair, la chica más dulce que puedas conocer, escinde la luz. Safiya significa pureza, pero el rastro de sus poemas se desasocia de cualquier trazo de purismo. Su lenguaje deviene en agilidad ecléctica. Una hamaca que se mece entre tradiciones. Hamaca. Hammock. Xaymaca. Jamaica. En arawak, abundancia de manantiales. Cool runnings, Marley. El huracán no ruge en pentámetros, conviene Kamau Brathwaite.
Los poemas de Safiya Sinclair en Cannibal se desmarañan en un acto de búsqueda, reafirmación e identidad. La idea no es una máquina: es el dialecto del caracol marino. Un apostrofe enrizado en la lengua. La poesía es el deseo por la memoria y los hablantes de estos poemas transitan por el tiempo en un esfuerzo por recuperar al caribeño desamparado, fragmentado y privado de derechos. La memoria es un lugar reimaginado: “¿Acaso he olvidado…/como los españoles construyeron muros/ de vidrio molido para mantenerme al margen”.
Este debe ser el lugar. El lugar “envuelto en sargazo/ rojo, escombro ancestral/ enfermo sobre el mar pensativo”.
La mirada regresa a la patria paulatinamente y el orador encuentra los restos de aquello que alguna vez fue. Los altares adornados con cráneos de peces evocan el pasado, fulgurantes con plumas de madera de palo santo. Los milagros -la poesía convertida en materia- exigen la formulación de lo consecutivamente inefable. La hablante fija la distancia. Transformación. El inevitable paso del tiempo. El poema, una vez dicho y escrito, es liberado. Las palabras escapan llenar el territorio fugitivo y esto ya no es Jamaica, Toto. Más allá de la perspectiva, está el acento de las escapadas. La dicción, «alisada/ como mi cabello; ese extraño que por largo tiempo ya/ hemos dejado de buscar».
El mar es historia, escribió una vez Walcott. El mar llama como la sal preserva. La ambigüedad disipa la territorialidad y aun así es su propio mapa. Es una poética de la poética. Recuperar, el intento de apalabrar la pérdida, es transformar. En todo caso, un acto de creación. O en su defecto, un orden restaurado desde un desorden prevalente.
En verdad, la poesía de Safiya Sinclair es un lenguaje como violencia sutil. Huele a mar, sal, salitre.
Nuestro símbolo no es, pues, Ariel, tal como pensara Rodó, sino Calibán, advirtió Fernández Retamar. Próspero invadió islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Calibán y le enseñó su idioma para entenderse con él. ¿Qué salida le queda a Calibán que no sea utilizar ese mismo idioma para maldecir, desear, destruir y rehacer?
Calibán- el Caníbal- no es enteramente nuestro, argumenta Fernández Retamar.
Sigue siendo un producto importado desde el continente europeo.
Es un horror. Un mutante. Un híbrido. Un cyborg.
Posthumano. Posthumana.
A Cannibal lo mira la poeta Cathy Park Hong en “Retrato de Eva como la Anaconda” y la ve como la quimera, la serpiente monstruosa e híbrida que expelía fuego por su boca y por su ano. Maña de Gorgona. Moña de diosa. El cuerpo es regenerativo, múltiple, reproducido como un lenguaje que pugnar por hacerse entender y por desentenderse. Yo también reúno la vulgaridad botánica, dice en “Eva”; el ojo y su puntería por el mal. Soy un ídolo egoísta. Virgen primitiva. Supernova. Estigma indómito. Sí: presume un Sacrosanctum salvaje. Medusa se ríe. La historia de una mujer es la historia de todas las mujeres (Cixous, exacto). La mujer se libera en la risa, el sexo y la escritura. Y, en Cannibal, también con la venganza.
La mujer debe escribir, dice Cixous. Debe escribir sobre las mujeres y traer a las mujeres a la escritura. Las mujeres han sido separadas de sus cuerpos. Segmentadas. Convertidas en algo infrahumano. ¿O es sobrehumano? Morir es un arte maravilloso, decía Sylvia Plath, que lo hacía excepcionalmente bien. En los poemas de Cannibal, las hablantes presumen de sirenas, mitos de carne o formas de la Malinche. Enuncian desde una alteridad desmembrada. Llevan sus manos y cabellos como fantasmas. Yo debo ser una mujer criatura muy feliz, escribe Sinclair en el poema del mismo título.
El poemario, en su segundo movimiento, subvierte la perspectiva de Miranda, la hija de Prospero, y la convierte en la mirada de la mujer emigrante a Virgina. La transformación como apropiación. El deseo es una criatura con figura de sílfide. La Miranda angelical de Shakespeare también encarna lo demoníaco. Oscurece el concepto generalizado sobre la naturaleza femenina.
Ba-ban. Calibán tiene una nueva ama.
En el espejo blanco de la mañana, el cuerpo desaparece. Las imágenes fantasmagóricas inventan una desnudez transparente. Se sueña en extranjero. Lengua. Dientes. Cráneo. Génesis. La pigmentación de la piel no es apócrifa. La mujer es una herida. ¿Qué mito, dulce alegoría dotada? El cuerpo hecho piedra. Nada sobrevivirá aquí, presagia la hablante en “Mujer, 26 años, permanece optimista mientras el cuerpo se torna en piedra”.
El mundo florece obscenamente. El lenguaje, en su función mimética, no puede representar. La imagen de lo discontinuo.
La mujer apoderada como espectro. Chimera. Las extremidades fantasmas duelen. Encuentra el cuerpo como una página en blanco.
Entonces, el exilio puede ser glamoroso y el océano, sordo. Una historia de agua ciega.
Caníbal: horror, mutante. Se come a los hombres como al aire.
La memoria termina en carroña.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre