“Malos tiempos para la lírica” cantó en los 80 la banda de música pop española Golpes Bajos. Desde entonces han transcurrido 30 años y la situación no ha mejorado, sino todo lo contrario. La cultura y la literatura están en franca decadencia. Solo nos queda la desesperanza para los que de alguna manera estamos implicados, puesto que la perspectiva es más siniestra todavía y no cabe imaginar un futuro mejor. ¿Significa esto que nos hallamos ante el principio del fin? ¿O el hecho cultural y literario tendrán que reinventarse para adaptarse a los nuevos tiempos? Tal vez si no perdemos el hilo de Ariadna podremos desvelar el secreto del Minotauro. Al fin y al cabo, el objetivo de la cultura y de cualquier manifestación literaria es comprender, dilucidar, comunicar, compartir.
El mundo ha cambiado mucho en muy poco tiempo y aún no sabemos qué va a ser de la cultura, de la escritura. Lo único cierto es que el rumbo que lleva no presagia nada bueno. En mi opinión asistimos a una crisis de alcance mucho más amplio, a una agonía finisecular (en sentido unamuniano) que se prolonga al inicio del actual siglo XXI. La poesía, lo que conocemos como literatura en su conjunto, cada vez interesa menos y a menos gente. Pero eso no es nada nuevo. Su declive se está gestando desde hace tiempo y dura ya varias décadas. Hoy es tan evidente que resulta imposible ignorarlo. Y eso duele. Cuando se es uno de los agentes implicados duele demasiado.
La evidencia está clara: la carrera por los primeros puestos la han ganado la inmediatez, la superficialidad, lo chabacano, lo fútil, y en su omnipresencia lo invaden todo. Los nuevos gurús no esconden sus armas de seducción, sino que por el contrario las exhiben con orgullo. No es preciso ningún requisito de inteligencia o formación, la mediocridad es un atributo per se, solo el impacto sensacionalista despierta las conciencias y el beneficio económico se antepone a la calidad con la máxima urgencia. De todo ello se deriva que el clamor popular reivindique lo kitsch hasta las heces. El consumible cultural ha de ser fácil, básico, estereotipado, aunque se trate de un auténtico sinsentido, y si es absurdo, mejor. Esta llamémosla “subcultura” es altamente sugestiva y, por añadidura, adictiva. A las pruebas me remito: ante el abandono de los libros prolifera la televisión basura, los youtubers, los bloggers, los millones de internautas en redes de sociales intercambiándose continuos mensajes, los videojuegos y un largo etcétera.
No obstante, siendo honestos, si miramos hacia atrás convendremos en que la literatura y la cultura siempre han tenido un lugar aparte y diferenciado dentro de la sociedad. Aunque añoremos tiempos pasados –que por serlo fueron mejores- en los que gozaban de reconocimiento público, de apoyo institucional siempre han pertenecido a una élite letrada. No olvidemos que nunca se codearon de tú a tú con la mayoría de la población, aunque esta les mostrara mucho más respeto que ahora. Lo cultural, lo artístico se mantenía circunscrito a un ámbito muy preciso, dentro del cual una minoría le rendía talento y pleitesía.
Hubo un tiempo en que muchos creímos que la educación haría alzar los ojos del suelo, la testuz del yugo y que la obra de calidad, el mensaje que indujera a la reflexión estarían al alcance de todos. Confiábamos en que el pensamiento, el verdadero arte florecería, y con ello seríamos más libres. Era el sueño dorado de épocas más optimistas. Más ilusas diríamos. Ahora todo parece un espejismo.
Sin embargo, nada de eso se ha hecho realidad. La situación, contra todo pronóstico, se ha revertido. La alfabetización es general, tenemos más universitarios que nunca, vivimos en la era de la información con un mundo absolutamente intercomunicado y, a pesar de ello o precisamente por ello, la cultura de nivel camina hacia la marginalidad. Las humanidades, el pensamiento, las artes han perdido su enjundia y su buen nombre. Apenas sobreviven, y con escasa dignidad.
Pero no queda ahí la cosa. Se ha extendido una especie de autismo que afecta a un número creciente de personas vinculadas con la poesía, de modo que los poetas en ciernes (la mayoría diletantes sin pizca de talento) observan un desinterés general por la obra de los demás y, en cambio, un énfasis inusitado en todo lo propio. En los casos más extremos se reconoce un narcisismo sin límites que refuerza la idea de la propia genialidad –intrínseca de cada uno- no compartida por nadie más que el sujeto en cuestión. ¡Y estos son de los pocos que enarbolan la bandera de la poesía! Menudo panorama.
Puesto que a casi nadie le interesa ni la literatura ni la cultura, se ha abierto la veda, han desaparecido los complejos y todo el mundo sale a la palestra poética. Los poemarios infames pululan por doquier, y lo mismo –aunque en menor proporción- podemos decir de los cuentos y novelas. Abundan las editoriales que funcionan como imprentas, sin rigor literario alguno. Apartar la paja del grano se vuelve una tarea ímproba, así que pobre de aquel que se acerque por vez primera a los mundos poéticos. Puede salir profundamente decepcionado. Creo que Alonso Quijano debería encender de nuevo la hoguera para purgar tanta obra inmunda. De este modo, quien quisiera acercarse al mundo de la literatura quizás tendría alguna opción.
El resultado es palpable: todos los aspirantes a poetas quieren asistir a los recitales de micrófono abierto, al ser ese el único foro donde viven la ilusión de ser escuchados; cualquier aficionado se ve con el derecho de editar un libro que nadie, excepto ellos y unos pocos amigos, va a leer. Paradójicamente, los asistentes a los actos literarios disminuyen día a día; cada vez se edita más pero se lee menos y de peor calidad. En consecuencia el autor de valía tiene menos oportunidades de publicar en unas condiciones dignas ya que el grupo de lectores potenciales se reduce y por tanto no es comercialmente rentable. Nos hallamos ante el oxímoron de los mundos literarios, una contradicción que la lógica sola es incapaz de explicar.
Tal vez la oralidad sea una de las soluciones viables para este laberinto inescrutable de libros, lectores en proceso constante de cambio y egos exaltados. Ahí está el testimonio de los slammers, de la música pop, el Nobel de Bob Dylan… Esos fenómenos están en la órbita de la cultura, de la literatura y sí que tienen poder de atracción, incluso levantan pasiones. Toda una proeza.
¿Estamos ante el fin de la literatura y la cultura o es el principio de otra cosa? Quién sabe qué nos deparará el futuro… Yo creo que la buena literatura nunca desaparecerá. Estoy convencida de que la creatividad, la imaginación, la poesía son inherentes al ser humano y que de una manera u otra el autor encontrará la manera de lanzar su mensaje al mundo. Otra cosa es que este quiera recogerlo…
No quiero dejar una impresión de necrosis cultural, literaria y artística. Por el contrario, deseo recordar algo fundamental que a veces se nos olvida, y es que tiempos nuevos necesitan formas nuevas de expresión. Tal vez lo que ocurre es que nuestro mundo, tal y como lo conocemos, ha caducado.
Habrá que estar atentos a los brotes culturales que surjan. Nunca se sabe en qué momento y en qué lugar puede aparecer la semilla de algo nuevo, de calidad, que aporte valor, contenido significativo al pensamiento, es decir, a las personas, que de eso se trata. Mientras tanto, trabajaremos en la resistencia.
© All rights reserved María Dolores Fernández
María Dolores Fernández es filóloga y residente en Barcelona (España). Creadora del blog literario Despeñaverbos, es autora, entre otros, del conjunto de relatos Halogramas y del poemario El escriba en su pirámide.
twitter: @sibilinda