El primero se ubicaba debajo de las sábanas de mi cama a los siete años. Era un silencio que olía a sudor del día a través de mi piel. Lo acompañaba mi respiración tenue en mis bronquios de niño asustado por la noche. Durante este tiempo yo inhalaba el pitido que da la oscuridad en mis oídos. Las tinieblas siempre tienen un sonido agudo y mal olor. Un silbido indefinible, cercano a un violín viejo. Un silencio que no me ha abandonado nunca. Una mudez plana que, a veces, surge con trazos semejantes cuando recibimos el frío de febrero arropados bajo una manta.
El silencio que se crea después de un bofetón del maestro ante tus compañeros de clase, es un silencio tupido e imposible para un lector joven. Queda delimitado por la geometría del aire. La humillación ante los demás, permite ver las sombras en el suelo de la vergüenza. La luz que la rodea vibra por el vacío que se crea en aquel espacio lleno de pupitres. Todas las miradas del resto de tus compinches están detenidas en tu rostro . Yo me siento vejado y sin preguntas, ante la autoridad “suprema”. Es el silencio de la violencia sin posible respuesta al maldito.
Hay silencios simpáticos o curiosos. Casi siempre cortos, pero intensos. Por ejemplo, el que acompaña tu interior cuando mi primera novia teenager, me da un “sí “ en la última butaca del cine ante su primer beso. Cierras por unos instantes los ojos y piensas ¿esto es ser hombre?.
El que se produce en un edificio vacío. El silencio que emiten lo objetos esparcidos después de una fiesta multitudinaria: el que esconde el vino a mitad de una copa untada de carmín, el de los papeles entre migajas y manchas en el mantel, las serpentinas en el suelo, la comida sobrante en la basura detenida…
El fin del acontecimiento y tú, mientras contemplas aquel desorden lleno de objetos y vivencias que han desaparecido por la hora que anuncia el reloj. El silencio de la medianoche después de una cena memorable.
Silencios solemnes como los acaecidos en una iglesia ortodoxa, sin más compañía que el incienso y el mármol. El del amanecer junto al farito en Key Biscayne cuando ni las hamacas ni las sombrillas están aún abiertas al público en la arena.
El silencio de un domingo de diciembre entre las calles de Venecia junto al puente de la Academia o contemplando la arquitectura de Palladio o al Tintoretto o simplemente que te dejen solo en la platea de La Fenice.
El silencio final en los versos del poeta Gamoneda.
El vigilante de la nieve fue herido por su madre /describió con sus manos la forma de la tristeza/ y acarició cabellos que ya no amaba.
El silencio ante el féretro de mi padre. Acariciándole su pañuelo de seda en el cuello…la ausencia de sujetos en la habitación donde reposaban las flores y su cadáver…su grito -ahora desaparecido- cada vez que le escondíamos su botella de cognac.
Pero hay algunos silencios que matan en vida más que el propio infierno que te espera: el silencio de la amada cuando se protege de tu amor por ella . Y escoge no decir palabra alguna, durante largo tiempo. Huir de tu imagen y tus versos de niño. La intención de olvidar lo vivido, sin consensuar juntos un “cómo”.
O el de tu hija después de haberle enviado tu enésimo mensaje. El silencio del whats app de quien amas. Cuando sus palabras no aparecen en pantalla ni bajo ningún sonido predeterminado que indique una llegada. El silencio que da el castigo por un juicio sobre un artículo o un sentimiento no compartido
El de la celda de castigo donde me internaron de joven en el Penal de Carranza. El silencio de las ratas y los hombres. El silencio que te da el sol en el patio carcelario cuando uno desconoce si su salida llegará pronto.
No me voy a despedir sin citar silencios hermosos. Como los que se respiran en las telas de Edward Hopper con sus personajes frente a la ventana o los silencios cerrados de Rothko en los márgenes de su pinturas umbrías. El silencio interior que provoca la meditación. O el silencio de este lunes en mi oficina, mientras recogido en casa escribo y conmemoro, el día de Martín Luther King… Tampoco hay que olvidar los silencios negros en el alma de esta comunidad, a lo largo del pasado año en Ferguson o Nueva York.
Sin desdeñar, por supuesto, el silencio tuyo ahora.
Esta comunión entre lo escrito y tú, en la lectura. Este es uno de los más gratos para ponderar si uno quiere seguir siendo un escribidor, que decía Vargas Llosa.
En fin, el sigilo inherente de las palabras antes de ser leídas y descubiertas. Esta ausencia de ruido que implica la lectura desde las páginas de un texto…es uno de mis mejores silencios.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)
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