Existe una categoría donde el Tricolor se coloca entre los mejores del mundo. Donde no hay fantasmas ni playeras que amedrenten a los nuestros. Donde, al contrario, los guerreros aztecas son los que imponen, los que logran las grandes hazañas, los que siempre —al final de innumerables proezas— levantan la copa sin importar que se juegue en territorio nacional o en el extranjero. En menos de dos décadas, la Selección Mexicana de menores de 17 años ha dado más logros, más anécdotas gloriosas, pero sobre todo más alegrías, que la selección mayor en toda su historia. Hasta dan ganas que estos niños nunca crezcan.
En el previo al Mundial Sub 17 de Perú en 2005 las declaraciones a la prensa de Jesús Ramírez, técnico tricolor, llamaron la atención de los aficionados y de los especialistas. ¿Cuál era el objetivo de su equipo en el torneo? Salir campeones, cualquier otro resultado sería un fracaso, respondió. ¿Ya, en serio: pasar de la primera ronda, quedar entre los mejores ocho? Salir campeones, cualquier escuadra que vaya a un Mundial cuyo objetivo no sea la Copa ya ha fracasado antes de pararse en la cancha. Era oficial: teníamos a un demente dirigiendo a los cadetes mexicanos.
Al primer partido contra Uruguay, con goles de Carlos Vela y César Villaluz, las palabras de Chucho Ramírez empezaron a tomarse en serio. El trabajo de más de cuatro años y las visorías llevadas a cabo en todo el país de donde se seleccionaron a 100 muchachos parecían dar resultado. El juego mostrado por la escuadra era vistoso, aguerrido, cada uno de los elementos sabía a qué jugaba. Desde la portería hasta la delantera sonaron los nombres. El más seductor de ellos era Giovanni dos Santos, un habilidoso media punta que por las bandas mostraba una potencia inaudita. Nos habíamos sacado la lotería: Gio tenía sangre brasileña, jugaba como crack brasileño, le pegaba al balón como brasileño, pero había nacido en México. Sus asistencias fueron cruciales para la victoria contra Australia.
En la ronda de cuartos de final frente a Costa Rica, la Selección estuvo a punto de ser eliminada. Tras el uno a cero que parecía ponerle fin al sueño azteca, el equipo nunca dejó de insistir hasta alcanzar el empate al minuto 87 a cargo de Efraín Juárez. Durante el primer tiempo extra, los tantos de Ever Guzmán y otra vez Vela confirmaban lo dicho por Ramírez: el equipo iba por el campeonato. El Quijote nunca se equivoca: solamente los locos pueden cambiar la historia.
El potente cuatro por cero frente a la siempre poderosa y estafa dora Holanda (¡No era penal!) allanaban el camino para México. El Tri se enfrentaría a Brasil en la final. Hubo periodistas y federativos que aún se le acercaron al director técnico para señalarle que no importa ba el resultado, ya había cumplido, ya había puesto a la escuadra en la vitrina internacional. Nadie entendía el plan. Para evitar el encabronamiento Chucho regresaba a su mantra: cualquier otro resultado que no sea el campeonato sería un fracaso. Los jugadores también lo atesoraban. No tenían duda que iban a coronarse, sin importar el rival, la cancha, ni las circunstancias. Habían trabajado seriamente para lograrlo. ¡A la chingada la cultura ratonera del futbol mexicano!
Contra Brasil, la poesía nació de los botines tricolores. Con goles de Vela, Omar Esparza y Ever Guzmán, así como con una soberbia actuación de Gio, el futbol mexicano conseguía el primer Campeonato Mundial en su historia. Se comprobaba la eficacia de lo que había establecido Chucho Ramírez como el arma más poderosa de los mexicanos: la mentalidad ganadora y el juego en conjunto, con un trabajo serio por varios años. Las virtudes técnicas, la táctica colectiva, las genialidades individuales, sólo podrían dar frutos si estaban soportadas sobre una perspectiva triunfadora de cada uno de los individuos que conformaban la escuadra. “La persona te brinda más cosas que el jugador”, declaró Chucho Ramírez.
La semilla ganadora sembrada en los jugadores, en los periodistas, en los técnicos y en la afición volvió a dar frutos en 2011. Si el Mundial Sub 17 se jugaba en México, era inevitable que saliéramos campeones. Todas las dudas se diluyeron. Las preguntas de los re porteros cambiaron. Ninguno cuestionó qué se esperaba del equipo, sino contra quién sería la final en el Estadio Azteca. El Potro Gutiérrez, al frente de la dirección técnica, no rehuyó la responsabilidad. Los triunfos ante Corea del Norte, Congo y otra vez los culeros holandeses en la primera ronda demostraban el compromiso de todos los involucrados en el Tricolor.
Invicto llegaba el equipo a enfrentar a Panamá en el Estado Hidalgo de Pachuca, sede también de Los Cuervos Negros de Nuevo Toledo. Con un avasallante dos cero a favor, el siguiente rival fue la poderosísima Francia en el mismo escenario. Por más que los herederos de Zidane intentaron, una y otra vez, el Tricolor se impuso por dos goles a uno. El equipo parecía desconocer la derrota. Paso perfecto hasta semifinales cuya página heroica estaba reservada para El Estadio Corona de Torreón. Frente a la siempre poderosa Alemania se vivió uno de los mejores partidos de México.
Julio Gómez abrió el marcador al minuto tres, pero los germanos respondieron con fuerza anotando al nueve y yéndose al frente al 59. Nadie podía imaginar que esa tarde los guerreros aztecas serían bendecidos por los dioses del futbol. Dos genialidades le dieron el triunfo a los nuestros. Primero fue un gol olímpico de Espericueta al minuto 75, donde quedó lesionado Julio Gómez debido a una cortada en la cabeza. Luego fue el propio Gómez que regresó a la cancha con un vendaje que le cubría la testa. A minutos de acabar el partido, a cen tro pasado, “La Momia” se lanzó en una chilena para sellar la victoria. Con ese gol México llegaba a la gran final y Julio Gómez sería galardonado con el Balón de Oro del torneo.
Ya en el Estadio Azteca, mítico lugar del eterno sacrificio mexica, la selección del Potro sólo reafirmó su gran labor. Aunque siempre peligroso y aguerrido, el equipo de Uruguay no pudo hacer mucho frente a la marea verde que los planchó en el césped por dos tantos a cero. Los campeonatos mundiales de 2005 y 2011, más las soberbias actuaciones en los demás torneos, confirmaron que el futbol mexicano se había convertido en una potencia en la categoría de menores de 17 años. Ya había historias de gloria para contar a los nietos.
Como era de esperarse el crecimiento de talentos subrayó el trabajo de excelencia en las fuerzas básicas que muchos clubes mexicanos habían realizado por años. Al igual que lo sucedido a nivel mundial donde se cuida a los jóvenes prospectos —el caso de Leonel Messi es uno de los más emblemáticos—, los federativos nacionales se dieron cuenta de la riqueza futbolística y de la promesa de ganancias monetarias al exportar este capital humano. Por lo menos dos generaciones de muchachos habían conocido la gloria mundialista. Se trataba de entre treinta y cuarenta jugadores implicados en el proceso, más aquellos otros buenos elementos que fueran surgiendo paulatinamente. Por lo menos había medio centenar de nombres dispuestos no sólo a renovar la Liga MX, sino también a cambiar la historia del futbol mexicano.
Con la convicción de escribir nuevos episodios, tan extraordinarios como fuese posible, todas las piezas implicadas en el proceso del balompié nacional trabajaron de forma inaudita. Los dueños de los equipos se volcaron a la preparación de sus cuadros juveniles. Poco les importó el triunfo efímero de una copa o una liga, se enfocaron en hacer equipos de antología basados en el aprovechamiento de los nuevos baluartes. Ordenaron a los visores dejarse de mezquindades. Si había rumores de que los muchachos tenían que pagar miles de pesos por ser fichados por alguna escuadra profesional o por debutar, de inmediato se castigaba a los involucrados. Nada podía contaminar la ambición de nutrir a nuestro futbol de los mejores elementos menores de veinte años.
Los directivos se pusieron en la misma sintonía. Se olvidaron del famoso “pacto de caballeros”. Ninguna de las partes involucradas en alguna contratación tenía que pagar derechos de formación de los jugadores, como tampoco ningún club ostentaba la potestad de impedir que los futbolistas se contrataran con la escuadra que mejor les conviniera. Las únicas ofertas que se tomaban en cuenta, pese a bajar el precio de los mexicanos, eran las provenientes de Europa. Por todas las vías se buscaba el crecimiento de la gran camada de los nuestros.
Al igual que los dirigentes, los directores técnicos se sumaron al esfuerzo. Ninguno de ellos obedeció a interés de los promotores. Persuadían a los dueños para negarse a contratar sudamericanos con menor calidad que los locales. No importaba si los elementos ofrecidos a los clubes mexicanos fueran argentinos o brasileños. Había que hacer una limpia en la liga para que los extranjeros se convirtieran en una verdadera fuerza que levantara el nivel del campeonato y no lo que pasaba en la mayoría de las ocasiones: extranjeros llegados a nuestro país por medio de arreglos entre promotores, directivos y técnicos, a los que sin calidad futbolística se ponía a jugar hasta que naufragaban de escuadra a escuadra para finalmente ser despedidos. En los cuadros titulares empezaron a jugar los mejores de cada equipo sin importar banderas.
Si no fue automático, a cada jornada se veía la mejora. La Liga MX fue convirtiéndose en un punto de referencia en América. Los clubes europeos voltearon hacia nuestro país, mientras que los mejores elementos sudamericanos sabían que el camino más prometedor de llegar al Viejo Continente era por la vía mexicana. Su derroche de talento vino a exigir a los aztecas, quienes también asumieron el compromiso.
Muchas veces acusados de acomodaticios, sin cultura alguna y millonarios en un país con miles de carencias, los jugadores nacionales tomaron conciencia de los privilegios, tanto económicos, como en instalaciones y fama, de los que gozaban. Le bajaron a su obsesión de fiestas, pisto y deudas. En cambio, se dieron cuenta que la educación que les ofrecían sus clubes se volvía primordial para consolidar el aspecto mental dentro la cancha. Cerraron la chequera y abrieron los libros. Respondieron al reto con calidad y esfuerzo. Y lo más importante, respondieron con madurez, goles y huevos.
Desde afuera del campo las televisoras pusieron orden entre los patrocinadores. Nada de compromisos de publicidad que afectara la preparación de los equipos y menos de la Selección Mexicana. Ningún jugador tendría que estar en el Tricolor tan sólo por su presencia mediática. Con el mismo afán la programación de los partidos se enfocó al mejor rendimiento de los futbolistas, más que a los intereses de la televisión. Atrás quedaban los juegos al medio día en Ciudad Universitaria donde no se apostaba qué equipo ganaba, sino cuál de los 25 hombres sobre el terreno de juego —incluidos los árbitros— moriría primero de insolación.
Al ver el cambio en el pambol nacional, los periodistas y la afición dejaron viejas prácticas que sólo abonaban a la mediocridad del me dio. Los especialistas deportivos se documentaron sobre el futbol como fenómeno social. Poco a poco fueron desapareciendo los pro gramas sin contenido, sin propuesta y con delirantes presentadores cuyo mayor talento es escupir a gritos más de mil estupideces e insultos por minuto. Mientras tanto, los hinchas se volvieron exigentes. Cuando un partido o equipo decepcionaban, apagaban la televisión o no se paraban en los estadios. Con sentido crítico dejaron de creerle a los analistas que llevan al cielo a un jugador, escuadra o a la selección cuando alcanzan logros ínfimos, pero también abandona ron la caballerosa tradición nacional de menospreciar, a la menor equivocación, a su club, ídolo o al Tri.
Mediante la unión de todos los frentes el objetivo se marcó en tres etapas. La primera: prepararse con los equipos más poderosos del orbe. La prensa bautizó la decisión como: “El día que murió El Moletur”. La segunda, tanto para clubes como para la selección, se volvió obligado participar con sus mejores cuadros en los torneos con más nivel futbolístico del continente. Durante la segunda década del siglo XXI se tenían que conquistar, por lo menos en una ocasión, la Copa América y la Copa Libertadores. El poderío azteca debía demos trarse desde La Patagonia hasta El Polo Norte.
La tercera y última de las etapas de la llamada Operación Mexigol, ponía a Brasil 2014 como la primera prueba de fuego. Si no se con quistaba el torneo en tierras cariocas sería una excelente oportunidad para medir realmente el crecimiento de nuestro futbol. Una vez corregidas las posibles fallas, todas las perspectivas se dirigirían a Rusia 2018 y Qatar 2022, pero sobre todo a 2026. En esta justa, con México como anfitrión de un tercio del Mundial, cualquier otro resultado que no fuera el campeonato sería un fracaso (tanta chinga para un subcampeonato o quedar en semifinales madreaba el proyecto).
Para lograr el gran objetivo tricolor se buscó dar continuidad al equipo. Al igual que lo sucedido con de El Bosque en España, que les dejó una copa mundial y dos eurocopas, se buscó a un técnico serio, con mente y números ganadores, que supiera trabajar a largo plazo, que fuera experto en el medio nacional, que conociera y comprendiera la cultura mexicana, que estuviera consciente de la importancia de las fuerzas básicas, que gozara del respeto de los jugadores y que pusiera como titular al Chuky Lozano junto al Tecatito. La Selección dejaba de esta manera su papel de animador de los mundiales, explotador de los paisanos en Estado Unidos y lugar común de las derrotas, para convertirse finalmente en una potencia deportiva.
¡No se crean! Más allá de los maravillosos mundiales sub 17, nada de los últimos párrafos pasó en realidad. La mayoría de los campeones de 2005 se debaten entre la Liga de Ascenso, la banca en es cuadras de primera e incluso el retiro. Los más exitosos son Héctor Moreno y Carlos Vela que mantienen un ritmo destacado jugando en México y Estados Unidos, respectivamente. Al igual que su carnal, el explosivo Gio, promesa del Barcelona, Vela prefirió emigrar a la MLS, donde bajó su nivel de juego como quedó demostrado en Rusia.
Un panorama todavía más nublado padecen los campeones de 2011. Parece que la primera A es el sitio habitual para aquellos afortunados que logran ubicarse en algún equipo profesional. Si el mediocampista Jonathan Espericueta logró mantenerse en Tigres para luego pasar a Puebla, y Carlos Fierro, en el Querétaro, Chivas, Cruz Azul y Monarcas, los más de sus compañeros naufragan en el olvido. Hasta 2021, Giovani Castillo, anotador de uno de los tantos de la final contra Uruguay, juega en el Barracudas de Acapulco. Mientras que la mítica “Momia”, Julio Gómez, tras su paso por el Pachuca y el Chivas defendió la camiseta del Club Coras de Tepic (antes de este libro ni siquiera sabía que existía este equipo) para luego pasar a los gloriosos Cañeros de Zacatepec y después perderse en Estados Unidos y su tres veces heroica United Premier Soccer League.
De esos campeones del mundo, los menos afortunados se han ido de las canchas. Ante las circunstancias, Antonio Briseño, capitán de aquella selección, tuvo que emigrar a la Primeira Liga de Portugal tras su paso por la primera A nacional con los Bravos de Juárez para luego llegar a Chivas. En entrevista explicó que en la Liga MX “no hay espacio para jóvenes, con tantos extranjeros y naturalizados. […] Tiene que pasar una catástrofe para que pueda debutar un joven”.
Pero los directivos, dueños y televisoras ya se han involucrado en el asunto. En mayo de 2016 decidieron eliminar el límite de extranjeros que pueden jugar en los equipos mexicanos, es decir, menos lugares para las jóvenes promesas. Una decisión que asfixia totalmente a los mexicanos que intentan debutar en primera división con sus lógicas consecuencias en el Tri. En México así se le rinde homenaje a sus héroes: condenándolos al fracaso.
Fragmento de ÚLTIMAS NOTICIAS DE FUTBOTITLÁN publicado por katakana editores (2022)
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© All rights reserved Xalbador Garcia
XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.