Últimamente mi ciudad ha cambiado mucho, ya no se ven las palomas comiendo reposadamente en la plaza central, ni tan siquiera se puede contemplar el mar con tranquilidad. Toda ella se ha llenado de personajes extraños. Cuando salgo a pasear puedo tener encuentros no deseados como tropezarme con una banda de hombres armados, o con una hilera interminable de camiones llenos de perros fieros con colmillos aún sangrantes.
Esta situación comenzó hace un tiempo atrás cuando se mudó a nuestra ciudad un personaje sumamente excéntrico de nombre Pablo que empezó su estrategia con mucha cautela. Al inicio hizo que lo reconociéramos por sus ropas llamativas y de contrastante colorido; usaba unos pantalones anchos de listas azules y rojas, con camisas holgadas de mangas largas de lunares negros y amarillos y un chaleco de color púrpura. Se cubría con una armadura plateada, mientras que su largo pelo lo llevaba amarrado con una cinta de cuero que llegaba al suelo y en sus sienes tenía colocado una especie de astas como las de los renos. Comenzó a frecuentar todos los lugares públicos de mi ciudad y empezó a desarrollar una política de presencia constante hasta lograr hacernos sentir la sensación de que nos era imprescindible su existencia.
Al cabo de un tiempo prudencial, Pablo cambió su táctica, ya no era solamente que fuese reconocido, había que empezar a rendirle pleitesía. No se conformaba con una leve reverencia con la cabeza, había que inclinarse hasta el suelo. Esta absurda acción tenía similitud con las ceremonias que se estilaban en las antiguas cortes reales. Para cumplimentar esta actividad se rodeó de extraños individuos, todos con una expresión de marcado desprecio hacia la humanidad. Traían una colección de espadas, cimitarras, cuchillos, dagas y puñales que cargaban en sus cinturas, o los llevaban en las espaldas, o simplemente se movían en carros totalmente equipados de distintos tipos de armamentos. Comenzaron a ser insolentes con las personas; recuerdo perfectamente como mi amigo Tomás y su perro Dogo salieron un día a pasear y como al animal se le ocurrió mover la cola en señal de reconocimiento y alegría en cuanto me vio; vino uno de aquellos tipejos y le cortó de un certero sablazo la cola, quedando allí en el suelo ensangrentada, mientras que Dogo daba unos aullidos terribles. No solo presencié el episodio del perro de Tomás, también vi otros hechos que lindaban con lo absurdo, la prepotencia y la crueldad.
Cuando esos individuos no tenían nada que hacer gastaban su tiempo en sacar a relucir todos sus sables, puñales y dagas para darles filo, y mientras lo hacían, bailaban una danza rara, bebían cerveza y gritaban alocadamente. Con una situación de este tipo y con esta amenaza tan evidente, todos los ciudadanos comenzaron a acatar las leyes que surgían de la torcida mente de Pablo. Todos los días había una nueva ordenanza y siempre la última era más insólita y desatinada que la anterior.
Por todo lo expuesto, comenzamos a tener miedo de salir a las calles, empezamos a cruzarlas por los más difíciles vericuetos de la ciudad, con el objetivo de impedir ser visto caminando por los senderos frecuentados en tiempo normales. Nos refugiábamos en los edificios y desde allí a través de las ventanas más discretas, nos poníamos a observar el cambio tan rotundo que estaba experimentado la ciudad. No éramos capaces de hablar ni comentar ningún hecho, nos limitábamos a mirar cautelosamente desde donde pudiéramos.
El tiempo pasaba y no veíamos ninguna mejoría, al contrario, la situación fue empeorando progresivamente. Nos íbamos convirtiendo en seres cada vez más tímidos e inseguros y con un miedo latente. En ocasiones éramos incapaces hasta de pensar por el temor de que nuestros pensamientos fuesen develados. Una histeria colectiva que se manifestaba en una apatía absoluta y sin misericordia se apoderó de nosotros. Empezamos poco a poco a no visitarnos, a aislarnos.
Hacía poco habíamos tenido una experiencia desgarradora, entre el círculo de nuestras amistades había cofradía y solidaridad; sin embargo, uno de los integrantes se limitó a hacer un comentario en contra de Pablo y al día siguiente lo vimos en la plaza pública, colgado por los pies, con la boca amordazada y un letrero puesto en el pecho y la espalda que decía: No hay persona más digna y capaz que el señor Pablo. Luego de esto, uno de los componentes de nuestro grupo pasó a ser miembro de la banda extravagante. Comenzó a usar cuchillos, dagas y todo tipo de armas blancas; se vistió de holgados pantalones de vivos colores y se acercaba con manifiesta provocación a la ventana donde nos reuníamos; una vez allí se ponía hacer gestos insultantes. Ante esta situación tan precaria decidimos nos juntarnos más y permanecer en aislamiento absoluto.
La economía de nuestra querida ciudad comenzó a colapsarse. Al inicio escasearon algunos productos de primera necesidad, y cuando desaparecieron, no volvieron a hallarse de nuevo en el mercado, y nos olvidamos de que habían existido alguna vez. Luego comenzó una época de rígida escasez, cuando había pan, no había huevo, nos limitábamos a conformarnos con lo poco que encontrábamos. No obstante, los extravagantes hombrecillos tenían un apetito feroz que no escatimaban ningún momento para caer en el pillaje y el abuso hacia los habitantes de la ciudad. A pesar de esta denigrante situación fuimos acomodándonos a ella, no éramos aptos para revelarnos ante tanta injusticia; paradójicamente encontrábamos que todo era normal. Nos habíamos olvidado de nuestra vida anterior y solamente anhelábamos no tener ningún tipo de accidente con la banda estrafalaria, ni con su jefe Pablo.
Los tipejos del demonio crearon un nuevo tipo de entretenimiento, trajeron de lugares distantes una nueva raza de perro que nunca habíamos visto. Era un animal gigantesco, de pelaje grueso y colmillos enormes que no podían mantener dentro de la boca, fauces que siempre aparentaban estar dispuestas para morder. Todos, todos sin excepción sentimos un pánico intenso cuando las miradas cayeron sobre el animal. Mientras los perros se aclimataban en su nuevo hogar, los individuos del mal crearon una zona en la plaza pública donde los domesticaban a sus conveniencias. Le enseñaron a los perros a atacar sin misericordia, cuando veían a alguien rondando la plaza eran capaces de morder y tragar hasta no dejar rastro del infeliz.
Cada día nuestra vida se estaba haciendo más difícil y no estábamos preparados para enfrentarla. El miedo nos tenía carcomido los huesos, éramos débiles e indefensos; pero a pesar de esto ideamos un plan para terminar con esta situación.
Estábamos excitados y nerviosos, queriendo ejecutar el plan a la perfección, pero antes que la idea cobrara fuerza y fuese asimilada por cada habitante, el señor Pablo tuvo conocimiento de que estábamos elaborando un proyecto para liberarnos de su continua presencia. Sin dudar un instante se le ocurrió una nueva estrategia relacionada con nuestra amada ciudad. Con su diabólica mente trazó un plan para dejar nuestros hogares en ruinas.
Todos quedábamos asombrados de ver lo sencillo que era destruir un edificio, un monumento o un parque. Vimos como el edificio del museo fue cayéndose pieza a pieza, como los mármoles de sus columnas fueron quebrantándose hasta terminar en polvo, como las ventanas perdían sus cristales, las maderas se pudrían, como el cedro y la caoba perdían su esplendor. Estábamos atónitos, no entendíamos el fin del señor Pablo. ¿Por qué destruir la ciudad? ¿Por qué convertirla en ruinas? El terror se hizo más intenso, solo el hecho de no comprender las acciones del señor Pablo, nos impregnaba de más pánico, de espanto antes lo desconocido y lo irracional. ¿Qué lograba con una ciudad decadente?
Las orgías y los desenfrenos de la turba se hacían más intensos y por otra parte estábamos perdiendo nuestras casas, nuestros edificios, nuestras viviendas; ya nos escondíamos entre los escombros o entre las ruinas que crecían con rapidez. Vimos con tristeza cómo la plaza central fue decayendo, primero se desplomó el monumento de nuestro prócer, cayó al suelo y se partió en varios pedazos. Podíamos ver aún cómo el brazo que tenía levantado estaba intacto, completo, apuntando hacia el cielo, como pidiendo clemencia por el destino de sus coterráneos. Descubrimos su espada rota en muchos pedazos, casi irreconocible. Había sido una pieza bellamente tallada en mármol que era la admiración de quienes venían a visitarnos.
A todo esto, nosotros vivíamos escondidos entre escombros, polvos y piedras; no osábamos cambiar nuestro estilo de vida, solo salíamos cuando anochecía, nos deslizábamos por las calles, juntos con las ratas, buscando un pedazo de pan para llevárnoslo a nuestras hambrientas bocas. Estábamos pálidos, descoloridos por la falta del sol y nuestra piel comenzó a escamarse por la carencia de vitaminas, éramos un grupo de desesperados que le teníamos miedo a la luz del día, al mañana, al futuro incierto labrado por nuestra conciencia. Nuestro sentimiento de supervivencia prevalecía y hacía que pudiéramos enfrentar estas condiciones adversas, sin buscar soluciones apropiadas.
Y nuestra ciudad continuaba convirtiéndose en polvo, un polvo que las brisas dispersaban hacia el este y el oeste, o hacia el sur y el norte. Era imposible detener esa avalancha de arena móvil, solo nos restaba contemplar su partida. Un día bajo la luz de la luna llena, vimos a los perros colocarse en lo alto de un montículo en la plaza del pueblo y desde ahí aullar. Era un ruido ululante y estremecedor. La banda de los hombrecillos del mal, seguía entonando sus canciones groseras y bailando alocadamente alrededor de la elevación. Los veíamos allí, con el fondo de un cielo turbio, oscuro, totalmente negro, sin estrellas. Solamente la luna alumbraba para que pudiéramos distinguir las siluetas y en ese instante comprendimos que nuestro destino estaba decidido, que seríamos siempre los hombres de las ruinas.
© All rights reserved Blanca Caballero
Blanca Caballero es profesora de Matemática en los Estados Unidos, además es escritora. Su libro Crónicas de una Sonrisa, recientemente publicado, consta de cuentos cortos, y poemas.
Email: monicatere@hotmail.com
Blog: Trastienda de versos