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Octubre 2016

LOS DÍAS ANIMALES.  Keila Vall de la Ville. Caracas, OT Editores, 2016.

Capítulo III

–Tú no lo ves, pero somos iguales. ¿De verdad no te das cuenta? –me preguntó sentado en el sofá de mi casa cuando apenas nos conocíamos en persona, pues lo que habíamos hecho era escribirnos dos o tres cartas al mes después de mi primera estadía en Berkeley, cuando nos conocimos. Llegó a Caracas y llamó. Se subió a un taxi sin bañarse y tocó el timbre.

–Mucho gusto, señora. Rafael. Para servirle –dijo a mamá inclinando la cabeza con la humildad de un campesino gocho.

Ella no respondió. Lo dejó entrar.

Luego pasaba y volvía a pasar frente a nosotros, montándonos guardia de reojo, con aquella expresión. La boca fruncida, los labios juntos y las comisuras ligeramente marcadas. Aquellas dos líneas verticales hundidas entre los ojos.

Él me hizo la pregunta y me miró incrédulo, divertido.

–¿De verdad no te das cuenta?

Como si yo recién hubiese dicho que era incapaz de reconocer el color azul, que nunca había subido a un autobús o que había llegado a la universidad sin leer ni un libro. Miré la expresión en su rostro y pensé que: una, los amigos tenían razón, Rafael vivía una realidad aparte. Dos, era un engreído y un desubicado. Tres, el tipo era vidente y yo ciega. Y las tres posibilidades me daban igual.

Nos habíamos conocido con delay, cuando la postal decía que se iba al Capitán, él ya había bajado y estaba celebrando en alguna playa de California. Cuando le llegaba mi postal hablando de algún examen semestral, ya yo estaba de vacaciones. Conocíamos a la misma gente, teníamos lugares en común. Pero los vivíamos distintos. Yo vivía con mi mamá y trabajaba en la biblioteca de la universidad, él vivía en cualquier lugar, con sus padres o en Mérida o en La Guairita. Se refería a la gente normal con desprecio, con sorna. Más adelante cuando quería sacarme la piedra me decía: –Ustedes los normales creen que se la están comiendo. Gran vaina. A cuenta de que viven con un reloj pegado a la muñeca se creen gran vaina. ¿Quién dice que hay que comer tres veces? ¿A cuenta de que ustedes comen tres veces uno también tiene que andar tragando todo el día? Yo sé que no me entiendes, ustedes no entienden.

–Ahora sí somos distintos, ¿no? –le respondía yo–. Ahora sí. Ustedes y nosotros. Ahora sí.

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Allí en el sofá me quedé mirando el cordino de escalada con el que sujetaba aquellos lentes de pasta negra para evitar que cayeran al suelo, tan descuadrados estaban de tanto caerse al planeta que no se le sujetaban al cráneo sino así, con un hilo tenso ajustado a la nuca. Se obligaba a ver, para mirar necesitaba esa cuerda atada al cráneo. Dejé de escucharlo para estudiar con fascinación y algo de repugnancia eso que había de pordiosero en él, esa manera defectuosa de estar en el mundo. Me preguntaba, temiendo mi propio afecto a la carencia, si eso que veía en Rafael me gustaba y cuánto se parecía a mí misma. Algo estaba viendo yo a través de sus anteojos maltrechos. En el fondo no lo conocía más allá de las historias increíbles que él dosificaba y me llegaban en sobres a la puerta de la casa o a través de mensajeros; o de los cuentos que me contaban nuestros amigos comunes. Según, había que sortear mucho miedo para acercársele. Yo no sentí miedo nunca, como si no tuviese nada qué perder. O como si fuésemos hermanos, con esa naturalidad.

–Por eso te digo que somos animales del mismo charco. Tú sabes de eso, ¿no eres bióloga? En un charquito hay animales de todo tipo. Tú debes saber.

Aquella noche, a la sombra de una leona que no dejaba de rondarnos mirándonos de reojo, Rafael aseguraba y me convencía. Todavía no nos habíamos visto bien. No vivíamos en sincronía, ni teníamos mucho en común. Pero ahí estaba, en el sofá de mi sala, hablando de un origen de las especies que nos hermanaba.

En parte no lograba encontrarme en su fibra, había algo dudoso, algo frágil en él, un cordino mal ajustado. Una cosa es el amor al viaje y el deseo de huir. Otra andar por el mundo con una sola muda de ropa, sucio y regalando lo que supuestamente sobra y no sobra en lo absoluto. Sobrevivir pescando comida de los basureros y reírse de eso, conocer los basureros que convienen dependiendo de la calidad del restaurant que tienen detrás, del tipo de comida, del estatus de los clientes. Pedir dinero o robarlo, lo que haga falta, con tal de que los viajes no acaben. Una cosa es escalar, otra elegir paredes de las que si no sales por la cumbre sales pulverizado. Eso pensaba aquella noche e incluso podía habérselo discutido: –¿Qué iguales vamos a ser, Rafael? –le hubiese podido preguntar. Pero me quedé mirándolo. Con mi silencio hubo un acatamiento, un pacto. Por algún motivo o mejor dicho sin motivo lógico confié en la existencia de un código común que nos permitiría viajar de un lugar del ecosistema al otro, cruzar la frontera entre una vida y otra, y hasta descubrir que con sólo dos brazadas podíamos encontrarnos en el mismo lugar, en un mismo sitio del mismo charco. Tener la misma sombra. No lo entendía, no veía el territorio común pero no me preocupaba equivocarme. Si al final todo salía mal era porque tocaba.

No habían pasado tres semanas de esa noche cuando se fue a Berkeley. A partir de entonces inauguramos nuestro tiempo, que está ligado al espacio. Llegamos a calcular de dos maneras distintas cuánto teníamos juntos. Juntos juntos, o juntos separados. Sumando viajes comunes y coincidencias en Caracas, alcanzamos alrededor de dos años. Juntos pero separados, estuvimos casi siete. Juntos juntos visitamos siete países de tres continentes. En tres países de dos continentes nos peleamos, y aunque llegamos juntos, nos fuimos separados.

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Ahora las personas se inquietan por unas horas de retraso en la llegada de cualquier noticia, los viajes y las distancias parecen saltos. Todo es ya. Un silencio de más de una hora sugiere que algo fatal pasó, seguro te olvidaron, se murió el que no aparece, en el fondo no te quería. No te escribió enseguida o no te llegó enseguida lo que te escribió, no cabe duda: ya no te quiere. La gente no está dispuesta a esperar, y puesta a esperar se ofende. Aunque yo vivía deseando tener noticias que no llegaban o que llegaban cuando menos las esperaba, me convencía, me repetía los paisajes, recorría mentalmente o imaginaba carreteras lejanas, caminos o trochas de horas, precipicios y cientos de metros de pared. Lugares donde un teléfono o una computadora serían una caricatura, un chiste. Recorría e imaginaba esos lugares, y recorría mentalmente también el amor y la hermandad para no inquietarme. Hay un acompañamiento en la espera larga de eso que no llega porque no puede llegar. Una completitud. Será fe. Cariño al silencio. Quien espera a conciencia una comunicación lenta y caprichosa lo hace con entereza. Así que yo esperaba entera. Será miedo a saber. Además, no pides lo que sabes que nadie va a darte. Primero muerta que bañada en sangre.

–Yo no me puedo comprometer más, no puedo dar más. Esto es lo que hay. Y no te puedo ver llorar. Así que si no te sirve así, yo entiendo. Pero mejor dejar todo hasta acá. Yo te quiero demasiado para verte así, Pájaro–. Esas eran las salidas típicas del comienzo, cuando me veía triste o dudando: –Pájaro, de verdad que no te puedo ver llorar. Tú no te mereces esto.

Factor Hasta la vista, baby. O te pones las pilas o te dejan y es tu culpa. Te lo buscaste. Por incomprensiva. Eventualmente descubres que si quieres al tipo te tienes que quedar sana. Por otra parte, algo me decía que Rafael sin su tren y sus botellas tabú y sin sus paredes mortales y sin sus desapariciones, era un equis. Un cero a la izquierda. Un zombi. No sólo no podía cambiarlo, sino que no valía la pena intentarlo. Así que elegí el paquete completo.

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La travesía es siempre igual, la misma meditación cada vez, el mismo sudor ácido; y cada vez es diferente, cambia de acuerdo al clima, la roca es más o menos adherente dependiendo de su temperatura. Cuando hace frío los zapatos se pegan más. Cambia dependiendo del ánimo y de la cantidad de gente que te rodea si es que la hay o del tiempo que tienes para escalar. Sólo necesitas una bolsa de magnesio y los zapatos. Nada más. Llegas a la roca, giras las articulaciones, las muñecas, los codos, los hombros, los tobillos. Te estiras. Te pliegas hacia delante, tratas de tocarte los pies. Estiras los dedos de las manos, escondes los zapatos normales bajo algún matorral o en alguna cuevita, tal vez también allí dejas las llaves del carro si llegaste en carro, y los cubres de hojas. Te pones los zapatos de escalada. Tratas de pisar levemente. Aprietan tanto que las uñas se incrustan en las cutículas y mientras no se adormecen el dolor es casi insoportable. Hay que intentar flotar. En cinco o diez minutos todo pasa, cuando ya te subiste nada duele. Sólo sientes los aguijones al final, cuando te bajas de la roca y vuelves a caminar. Pero ahí ¿qué? La tarea ya está hecha.

Frente a la pared metes una mano en la bolsa de magnesio que llevas atada a la cintura y luego la otra. Lista. Te sostienes de un agarre. Luego de otro. Subes un pie, presionas con fuerza hacia la roca, subes el otro, y ya estás. Recorres desde la pared poblada de orificios donde te subiste, hasta una laja al borde de un despeñadero al final del morro. Pasas techos y cuevas, te sujetas de pequeños cristales, filosísimos, y de mogotes color mantecado, esos son más lisos, parecen cartílagos de alguna criatura extraterrestre, rótulas gigantes. Insertas las manos en bolsillos, en grietas, ajustas las palmas, las muñecas, le metes hasta los codos a las fisuras si es necesario. Te sostienes de regletas y repisas. Viajas.

Todo depende de la ruta que elijas, La Guairita tiene su cosmografía, sabes dónde cambiarte de ropa, dónde hacer la siesta o hacer pipí; dónde trabajar velocidad o trabajar pasos técnicos o fortalecer los dedos. Los lugares destinados a cada cosa tienen su nombre y no se confunden, tienen su historia pública y privada. A casi todos se llega caminando y para hacerlo hay que sortear piedras, saltar pequeños barrancos y pasar recovecos apenas identificables por un recién llegado. A varias cuevas se llega escalando en vertical, no se intuyen siquiera desde el suelo. Hueco del zamuro, Ahimsa,The Wall, La vagina, Nutella, Close to the Edge.

Los primeros meses las manos se inflaman, en los dedos nacen llagas y burbujas que luego explotan y se convierten en callos. Esas heridas y luego las cicatrices y la piel endurecida se vuelven trofeos que muestras como evidencia del trabajo en la pared. Mientras más resistentes las manos, más preparada estás para sostenerte del agarre más pequeño o cortante.

Hay tantas travesías como escaladores. Rafael la recorre por lo más alto, arriba los agarres son muy grandes, cómodos. Antibomba. Pero desde allá te caes y sales mínimo con el tobillo o el hombro fracturado. Basta ver lo que le pasó a Aquilino. Yo la escalo más cerca del suelo, abajo los agarres son muy pequeños y las paredes más extraplomadas. Es más divertido, más técnico. Es más duro y es más seguro. Algunos la recorren en quince o veinte minutos, a otros nos toma cerca de una hora. Hay quien pasa dos y tres. Algunos se bajan para descansar en el trayecto o para trabajar pasos difíciles. Para otros es un punto de honor no tocar la tierra hasta el final. Para algunos la travesía termina donde acaba la montaña. Regresan a pie. Para otros está prohibido tocar el suelo, hay que escalar de ida y de vuelta sin bajarse, hasta regresar donde te subiste.

Depende del día. A veces escalas acompañada y conversando. A veces traspasas las cercas del parque al amanecer para escuchar los pájaros y sentir la niebla densa abriéndose a tu paso. A esa hora el parque es fresco y los pies se pegan más. Cada quien tiene su ritual. Con las rutas es distinto, hace falta un arnés, una cuerda y muchos hierros; y siempre al menos un compañero de cordada. No todos los días puedes escalar una ruta. No todos los días quieres. La travesía es otra cosa, es el templo, decía Aquilino.

Hay que entrar a La Guairita a primera hora de la mañana, cuando el parque está vacío. Es lo ideal. Después de la travesía te vas directo a donde sea que vayas. Con restos de magnesio entre las uñas y olor terroso en la piel. Total, la gente ni sabe a qué hueles.

–Primero es la tarea y después el placer –dice Tomás. La primera vez que escuché su justificación para escalar antes de ir a la universidad pensé que era un vago y un pretencioso. Tomás hablaba como si conociera secretos inaccesibles a los mortales y estuviese compartiéndolos contigo por generosidad y compasión, sin esperanzas de que lograras comprender. Aunque era evidente su vanidad yo no le llevaba la contraria. Nadie, mejor dicho, le llevaba la contraria. Usaba aquel tono condescendiente para hablar de la comida cruda (es pura vida, decía), para justificar lo pesadas que le quedaban las barras energéticas vegan: –Al principio te pueden parecer pesadas, pero eso es porque no estás acostumbrada a comer bien, ya vas a ver, después te vas a sentir como una pluma.

–Es que me dan diarrea.

–La fibra es importante. Te van a caer bien en una, dos semanas. Ya vas a ver.

Usaba aquel tono para hablar de los beneficios de despertarse antes del alba: –Con los pajaritos y las ardillas, es lo natural –. Del ayuno: –Hay gente que se alimenta sólo de agua y prana, no necesitas nada más –. O cuando nos repartía (sin preguntar si los queríamos) sus hongos del yogur: –Cuiden los hongos, que no se les mueran esta vez –. Lo usaba cuando hablaba de los distintos tipos de queso hechos con un tamiz: –Sí, con un tamiz, ¿no sabes qué es un tamiz? Ocho horas en el fregadero en un tamiz y listo: el único queso saludable para la digestión –. Y lo usaba para justificar sus escaladas matutinas o sus ausencias en clase. Estudió biología como yo, pero se especializó en botánica y se graduó antes. El día del acto, con la toga y el birrete puesto: –Con el disfraz de científico–, llevó a la escuela cinco cajas de libros. –La academia es tiempo perdido. Lo mío es el aire, la vida. Esto ya no me es útil – dijo soltando la última caja en el suelo. Y girándose hacia mí:

–Usted no se preocupe, princesa, los suyos, si es que los quiere, se los tengo en el carro.

Ahora tiene una fábrica de granola y galletas vegan y crudas. Luego de tanta prueba pegostosa le va bien y ha logrado mantenerse firme en su premisa: primero la obligación y luego el placer. Y la caja de libros que me dejó la usé completa, casi no tuve que sacar fotocopias durante la carrera. Éramos Tomás, Fabián, Rafael, Lupe y yo. Lo único que no hubiera imaginado de todos los desenlaces posibles era que alguno de nosotros abandonara la comunidad que éramos o creíamos ser. Eso son las familias: la ilusión de que sólo la muerte puede contra los lazos que te unen.

 

Keila Vall de la Ville. Caracas, 1974. Autora de la novela Los días animales (OT Editores, 2016), el libro de cuentos Ana no duerme (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2007; Editorial Sudaquia, 2016), el texto crítico en edición bilingue Antolín Sánchez, discurso en movimiento: del pixel, al cuadro, a la secuencia (en imprenta Editorial La Cueva, 2016), el poemario Viaje legado (Bid&Co 2016). Antóloga de la compilación bilingüe Entre el aliento y el precipicio. Poéticas sobre la belleza (en imprenta Editorial Ígneo 2016). Fundadora del movimiento “Jamming Poético” (2011 al presente, Caracas), y co-editora de las plaquettes Mermeladas para llevar I, II y III, y de la Antología 102 Poetas en Jamming (OT Editores, 2014). Incluida en las antologías Tránsitos: antología poética venezolana (en imprenta Editorial Ígneo, 2016); Basta! 100 mujeres contra la violencia de género (Fundavag, 2015), 102 Poetas en Jamming (OT Editores, 2014), Miradas y palabras sobre Caracas, para bien o para mal (Una Sampablera, 2013), Cuentos contados (NYU, 2013), De qué va el cuento: Antología del relato venezolano 2000-2012 (Alfaguara, 2013), y en las compilaciones de la “Semana de la Nueva Narrativa Urbana”, del “Concurso Nacional de Cuentos SACVEN” (2010), y del “Premio de Cuento Policlínica Metropolitana” (2011). Es Antropóloga (UCV), Magister en Ciencia Política (USB), MFA en Escritura Creativa (NYU), y MA en Estudios Hispánicos (Columbia University).

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