Hubo un tiempo cuando la abuela me decía hasta de qué me iba a morir. Yo sabía que le cagaba la madre. Y aunque era muy contestón desde pequeño, no era por eso que le cagaba la madre: le cagaba la madre todo el mundo. Le cagaban sus hijos, le cagaban sus nueras, le cagaban sus nietos. Pero su fastidio, su odio acumulado, lo sabía disimular la mayoría de las veces.
Mi abuela estaba cansada. Había quedado viuda a la edad de 36 años, con siete niños que mantener. Los dos primeros, listos, se fueron en cuanto pudieron a un lugar donde nadie los encontrara. Otro murió atropellado por un camión urbano cuando tenía sólo 11 años. Los cuatro que quedaron se dedicaron a desgastar poco a poco a la abuela Panchis, con los berrinches, con las cuentas, con las nalgas cagadas.
Francisca, nombre que casi nadie se atrevía a decir en voz alta, odiaba a todos, pero a todos les sonreía, porque eso era lo que la gente educaba debía hacer. Muchas veces me lo dijo, mientras me peinaba con una mezcla que preparaba con limón y un cepillo que pretendía alisar mis chinos a jalones, “Mijo, a la gente no le tienes que enseñar, nunca, lo que sientes… la gente educada se guarda sus problemas”. Hacía una pausa y marcaba con énfasis el nunca, a manera de amenaza, o consejo o advertencia. Y yo lo tomaba muy en serio, sobre todo porque después de un día, cuando se me ocurrió preguntar el motivo, me dio un jalón tan fuerte con el cepillo que me arrancó buena parte de mis chinos, y me sujetó por los hombros, mientras yo la veía con lágrimas en los ojos por el espejo, y me dijo firme: “Porque lo digo yo”.
Mi madre era una mujer muy guapa de joven. Nadie supo por qué se había casado con mi padre, pero todos sospecharon que fue por mi culpa. Panchis odiaba a mi madre más que a todos. Con ella no podía disimular ni poquito. Se le torcía la cara de coraje. Mi madre lo sabía, pero no le importaba lo que mi abuela pensara. Eso le molestaba todavía más a mi abuela que hacía lo posible por aventarle tierra, cada que podía, cuando estábamos en una comida familiar. Que si le faltaba sal al guisado, que si tenía una media corrida, que si el labial estaba muy rojo para una mujer decente. Mi madre, que era cabrona, ponía una sonrisa cuando recibía los insultos, pero contestaba con un acentito entre serio y burlón: “Se me hace que a su edad ya no siente los buenos sabores… Sí, qué pena, la media se me jaló en ese vejestorio de ahí (y señalaba el sillón preferido de la abuela)… El rojo sólo hace indecente a las feas, por eso nunca le he regalado ese tono”, y lo peor es que cada vez que respondía coronaba la oración con el vocativo más chingativo para la abuela: Francisca.
Cuando pasaba esto, Panchis se ponía colorada, pero se limitaba a poner una sonrisa que oscilaba entre cordial y diabólica y, en seguida, sacaba de bolsa su paquete de Benson & Hedges dorados 100s, y prendía uno. Sabía que a mi madre le molestaba el olor al cigarro. Además, aventaba continuamente el humo hacia donde ella estaba, lo hacía de una manera hermosa, si se puede decir eso: por la comisura de sus labios, como si una bomba tuviera una fuga finísima. Francisca, Panchis, con eso daba el último chingadazo. Sus Benson siempre fueron el argumento final para todo. Servían para callar y ahuyentar a mi mamá, pero también para decir que no tenía nada más que decir, que si no les gustaba lo que había dicho o hecho le valía todas las madres del mundo. Así era Panchis. Cabrona como sólo ella.
Por eso tampoco era extraño que le gustaran tanto los Benson. Eran su arma. Decía que siempre había fumado, incluso cuando estábamos los nietos. No le importaba que la vieran mal cuando decía esto, como si no supiera que era un mal ejemplo. Le daba orgullo decirlo. No veía fumar como algo malo. Guardaba los cigarros en el refri durante la noche. Según ella sabían mejor. Fumaba una cajetilla diaria. Nunca más, nunca menos. O decía que fumaba una cajetilla diaria, porque después de un tiempo me di cuenta que casi nunca le daba el golpe al cigarro. Sólo aspiraba y tenía unos segundos el humo en la boca y lo soltaba. Sabía hacer trucos. Sacaba donitas cuando nos cuidaba de más niños y nosotros lo celebrábamos. Después nos dijo que había olvidado cómo hacerlos. Supongo que la sensación del tabaco en la boca, el sostener el cigarro mientras hablaba, moviendo ligeramente la mano, provocando que su figura estuviera siempre rodeada de cierto halo místico-vicioso era lo que realmente le agradaba.
A Panchis le gustaba hacer dos cosas cuando nos dejaban encargados en su casa: llevarnos a misa y al mercado. Nos acarreaba a misa, creo, porque tenía la esperanza de que alguno de nosotros se convirtiera en padre. Además, ahí se enteraba de algunos chismes picosos, aunque en realidad no le gustaba tanto hablar con las señoras que atendían a misa a la misma hora que ella, porque eran unas “víboras cabronas”, según decía. Le gustaba hablar con el padre, el padre Anselmo, que, hombre divino, era más chismoso que todas las mujeres juntas. Al terminar la misa, Panchis se quedaba un rato en el patio. Sacaba de su bolso un bolillo duro y nos daba la mitad, para que alimentáramos a las palomas. A veces se le olvidada el bolillo y nos daba dinero para comprar unas tortillas a la vuelta de la esquina, porque le daba un poco de pena haber olvidado el bolillo. Hubo un tiempo en que ni bolillo ni tortillas y nos teníamos que robar la masa que se caía al suelo en la tortillería para jugar. Pachis siempre nos veía corretearl a las palomas mientras fumaba y esperaba que las víboras dejaran en paz al padre Anselmo para que ella pudiera sacarle toda la papa.
Nunca dejamos de ir a misa cuando estábamos en su casa, pero creo que pronto se dio por vencida con eso de que alguno de nosotros iba a ser padre. O se le olvidó seguir insistiendo. Como sea, ninguno era material para el seminario. Menos con una madre como la nuestra, nos decía la abuela.
El mercado, por otro lado, fue crucial para nuestra formación. Ahí, Panchis sacaba el cobre. Se sentía, mientras avanzaba en los laberínticos pasillos, totalmente en su territorio. Cruzaba segura entre los puestos de verduras y frutas. Se movía con agilidad esquivando personas aletargadas que preguntaban precios y obstruían el paso. Le gustaba regatear. Ahí, en el mercado no tenía que preocuparse por los pelos en la lengua. Si le parecía alto un precio, mentaba la madre. Le regateaba lo mismo al carnicero que al frutero. Discutía igual por cincuenta pesos que por cincuenta centavos. Lo hacía porque decía que era importante ahorrar. Pero creo que sólo le gustaba el pleito. Como quiera, cuando ganaba el regateo, porque siempre ganaba, ya cuando nos íbamos alejando del puesto y del agraviado, hombre o mujer, viejo o vieja, nos decía: “no hay mejor amigo que un peso en el bolsillo”. El mercado era un semillero de lecciones y nosotros éramos los alumnos.
Recuerdo el día que me dio diez pesos y me mandó a comprar unas chucherías que costaban quince. Además, el viejillo con el que me mandó era bien enojón. De más pequeños siempre nos escondíamos en las enaguas de la abuela mientras ellos estaban en el estira y afloje del regateo. Era la prueba de fuego. Tenía trece años. Me moví lento, entre la gente, porque la verdad tenía un chingo de miedo. Antes de llegar al puesto volteé a buscar a mi abuela, que no me hizo ni un gesto ni me alzó los dedos ni me dio una sonrisa. Pero yo sabía que si no lograba lo que me había pedido iba a estar muerto para ella. Bueno, no lo sabía, lo sé ahora. Tomé aire y me planté frente al viejo. Entre él y yo estaban todas las chucherías desplegadas. Tenía desde una muñeca sin cabeza hasta navajas de afeitar oxidadas; una pierna de Barbie por ahí y unas pilas sin carga. Lo que mi abuela quería era una pluma de acero. Ya la había visto antes, pero se limitó a decir, cuando la levantó “Mira, Genaro, que cada vez traes más porquerías que antes”, y la dejó caer entre las cosas. Genaro le respondió “Nadie te obliga a comprar”. Y se vieron, con el mismo odio y aprecio con que veía a todos en el mercado, antes de que mi abuela siguiera su camino. Lo hizo porque quería la pluma, y porque estaba preparándome el terreno para el día siguiente.
No tomé la pluma primero. Ya había visto muchas veces cómo regateaba mi abuela. Tomé unos balines que tenía ahí, pregunté su precio, y cuando me lo dijo repliqué que por qué tan caro, sin mirarlo y sin enojo, sólo decirlo por decirlo mientras seguía viendo las demás cosas. Miré un G. I. Joe, que estaba todo gacho, pero que sí me gustaba. Era de los malos, el Comandante Cobra. Le pregunté el precio, costaba seis pesos. Y pensé en comprarlo, pero sentí la mirada de mi abuela en la nuca, como regañándome. Me concentré. Volví a decir: “por qué tan caro, pues, si son puras chucherías”. Y el Genaro dijo “Igualito a tu abuela, si no te gustan las cosas nadie te obliga a comprarlas”, y sentí bien feo, pero no tanto porque no me dijo maldiciones, era bien pelado el viejito, eso ayudó para mantenerme calmado, como hubiera hecho mi abuela, le dije “pues a este precio también te la jalas, no vas a vender nada”, y seguí sin voltear a verlo, moviendo chucherías con los dedos. Puedo casi jurar que sentí que el señor se reía, o hacía una mueca de alegría. Hice lo mismo con otras dos cosas, una libretita de rezos y un broche que estaba roto. Genaro me preguntó que si era joto. Le dije que no, que buscaba algo para mi abuela, que se acercaba su cumpleaños. No era cierto. Pachis cumple en noviembre y estábamos como en febrero. Después tomé la pluma, y pregunté:
—¿Y esto?
—Esa vale quince pesos. Viene grabada. Pero esa no le gustó a la Pachis.
—Pues está cara. No le debe haber gustado por lo cara y porque está toda talloneada de la parte de abajo —y se la pasé, todavía sin seguirlo viendo.
—No me había dado cuenta de eso.
—Te daría seis pesos por ella.
—Estás pendejo, morrillo. Si éstas no crecen en árboles.
—Pues eso es lo que cuesta el G. I. Joe y está mejor cuidado que esa cosa.
—¿Pero para qué la quieres? No te digo que no le gustó a la Pachis.
—Que te valga para qué la quiero, pues, igual si la limpio y se la doy le gusta. Si no le gusta la deja para anotar recados junto al teléfono. ¿Me la das en seis? —y seguía viendo otras cosas. Pregunté también por unos aretes que estaban súper chafas y por unas cucharas que tenían como óleo pintado en la parte cóncava.
—No, no puedo, seis es muy poco. Te la dejo en 12.
—Sigue estando muy cara —la agarré otra vez, la vi rápido y se la regresé—, eso de que está grabada es peor aún. Nadie quiere tener las iniciales de otra persona en su pluma.
—¿Entonces para qué la quieres? Doce es el precio, es justo, cabroncito.
—Te doy ocho y quedamos. La quiero porque está bonita y porque traigo ocho pesos y porque igual a la abuela le sirve aunque no le guste.
Entonces dejé de hurgar entre las cosas y volteé a verlo, justo como hacía mi abuela, serio, y le volví a insistir: “Ocho, ¿quedamos?” Genaro quiso decir Die…. pero lo interrumpí, firme: “Ocho, es lo que traigo y lo que doy por ella, ¿quedamos?” Agarró la pluma, la vio de cerca, y estiró la mano. “Va pues, saca esos ocho… Eres igual de cabroncito que tu abuela”. Y entonces sí, cuando le di la moneda de a diez, entonces sí se botó de risa. “Igual de cabroncito”, decía, mientras me regresaba los dos de cambio y me daba la pluma.
Corrí con la abuela, que parecía ver todo de lejos. La quería abrazar pero no se veía contenta. En realidad parecía un poco extraviada. Cuando me reconoció, su semblante cambió de preocupado a alegre. Le dije: “La conseguí en ocho pesos”. Me preguntó de qué hablaba. Le dije que de la pluma y se la extendí como ofrenda, orgulloso. La vio unos momentos intrigada y la guardó en su bolso. Dijo: “La podrías haber pagado a seis… pero está bien”. Me sentí regañado. Le di los dos pesos que sobraban bajando la mirada, esperando una reprimenda. Supongo que se dio cuenta que me entristeció su respuesta, porque me dijo: “Esos dos pesos son tuyos, te los has ahorrado, pero recuerda que siempre se puede regatear más cuando te aceptan el precio tan rápido”, y me agitó el pelo con su mano mientras me mostraba una sonrisa, una sonrisa sincera, muy rara en ella. “Ahora sácame de aquí y vamos a la casa”, dijo. Y comenzamos a zigzaguear entre los puestos de comida, frutas y carnes y pescado, buscando la salida. Yo llevaba la delantera, cosa que nunca pasaba.
Caminamos a la casa despacio. Iba diciéndome todas las técnicas que se sabía para regatear. Le ponía mucha atención. Nunca me había tratado como un igual. Es más, casi siempre me trataba como a un perrito, con cariño, pero con la hosquedad que las personas mayores le exigen a los animales. En ese tiempo no se trataban a los perros como hoy, además. Cuando llegamos al cruce de la Calzada, estiró su mano –también algo muy extraño en ella– y se la tomé. Cruzamos la calle y después no me soltó. Me siguió diciendo las artimañas del regateo, dos veces más por lo menos, como para que no las olvidara. Era curioso cómo cada vez que la veía a los ojos se alegraba, como si fuera la primera vez que me veía en mucho tiempo. Fueron las manos y los ojos y el caminar despacio que más he disfrutado en la vida.
Cuando llegamos a la casa, mis papás ya estaban ahí, también estaban unos tíos y mis primos. Pachis entró, sin saludar a nadie, se sentó en una silla en el zaguán y me dijo que guardara el mandado. Mi papá se acercó y la saludó: “Hola, mamá, ¿cómo les ha ido hoy?” Pachis lo miró de arriba abajo, pero no con cariño como a mí, sino con cierta repulsión. Una repulsión que aumentó cuando escrudiñó a los demás. No dijo nada por unos momentos, como si tratara todavía de reconocerlos. Cuando vio a mi mamá su semblante cambió de inmediato. Acorralada por las miradas, fue hasta entonces que respondió que nos había ido bien con un tono hosco, casi violento. Agregó de inmediato que hoy yo había hecho mi primer regateo, “Le sale naturalito, no como a ti –volteando a ver a mi padre– que nunca supiste cómo negociar… ojalá le vaya mejor que a ti”. Lo decía por mi mamá, claro. Pero no me molestó que le dijera eso a mi papá. Es más: me sentí bien orgulloso. Sacó de su bolsa una cajetilla nueva de cigarros y prendió uno. Me dijo: “Guarda éstos en el congelador, que ya no tengo”, mientras aventaba el humo, por la comisura de los labios, en dirección de mi mamá.
Guardé las cosas en la alacena. Puse la fruta ordenadita en el recipiente de madera que la abuela siempre tenía al centro de la mesa. Metí la leche y las carnes en el refri. Pero cuando abrí el congelador vi que mi abuela tenía unas cuatro cajas de cigarros, abiertas, casi completas. Puse la otra y cerré. Pero me quedé pensativo. Volví a abrir el congelador y me quedé viendo las cajetillas. Cerré despacio el refri. Mi pulso se aceleró. Me empecé a sentir mal. Estaba mareado. Repasé el día de arriba abajo. Y recordé el bolillo, el mercado, la pluma, los Benson, las manos que tomaron mis manos y los ojos que reconocieron mis ojos, y me asusté. Corrí al zaguán donde estaban todos sentados alrededor de la mesa de metal y abracé a mi papá, mientras le susurraba al oído: “Hay algo mal con la abuela”. Para mi sorpresa mi papá sólo me abrazó muy fuerte, como si me quisiera romper las costillas, y me respondió: “Lo sé”.
* Cuento perteneciente al libro Las marcas del pasado.
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Ernesto Sánchez Pineda (San Luis Potosí, 1982). Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de San Luis. De 2019 a 2021, realizó una estancia posdoctoral en la Universidad de Guanajuato y actualmente realiza otra estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Ha sido becario del FECA (2011) y del FONCA (2015) en el rubro de Jóvenes Creadores. En 2020, ganó el Premio “Manuel José Othón” de narrativa, en categoría cuento, con un libro titulado Las marcas del pasado (Secretaría del Cultura, 2022). Ha publicado otros dos libros de cuentos: Condominios (Cocodrilos, UG, 2021) y La vaca de muchos colores (Vocho amarillo, 2018).