Junto a las madrugadas de insomnio, yo me tomaba quince minutos sola durante el alba. El silencio, la soledad y el mate, como quién se pone un abrigo contra el frío, me servían para iniciar el día.
Los despertaba uno a uno. Eran cuatro, incluido mi marido. Se lavaban las manos, la cara y los dientes en el baño, y luego se vestían rápido. En el comedor, la mesa quedaba desbaratada, la leche caía a menudo en el piso. Entonces, apurada, yo corría al baño a arreglarme como ellos. Luego el trabajo…y seguir estudiando para progresar en aquella tierra. La escritura y el teatro, quedaron en el olvido; espacios que se fueron perdiendo, con cada hijo que llegaba. Las tertulias de artistas, literatos y músicos desaparecen. Y llaman a la puerta de mi hogar: los juguetes de plástico, las cunas, los andadores, los pañales que en invierno solitarios colgaban de una silla.
Más adelante, los casamientos: los hijos que parten con su propio rumbo. Los nietos hermosos que entran en nuestra familia.
Hasta que un día me di cuenta… que me fui quedando sola con mis sombras.
Los primeros años fueron duros; me había desacostumbrado a vivir sin vínculos. Pero, paulatinamente, fui reconociéndome y reinventándome poco a poco. Hasta que le abrí el paso a una nueva vida.
Un lunes de agosto de 1998, desde el otro lado del mundo, me trajeron una noticia de hielo… “Descanse en paz mi mejor amigo” me contesté a mí misma. Aquél que, sentada yo en su exhuberante panza, me había relatado historias que terminaban siempre en ilusión y risas al otro lado de la cama. Aquél que me enseñó sus libros y me elegía uno, cada fin de semana. Aquél que saciaba mi avidez de aprendíz de lector. Aquél que hacía, de mí, un auténtico ratón de biblioteca… había partido hacia una nada.
Con la muerte de mi padre, esa mujer que por sesenta años fue su compañera inseparable, su esposa, se quedó huérfana de hombre. Viejita y recogida, permaneció desolada en su lejanía…al otro lado de mis esperanzas…allende los mares…las cataratas del Iguazú…el Amazonas…cerca de El Río de La Plata se quedó.
Ahora me mira desde sus ojos cansados. Aferrada a la vida. Me mira sentada en la mesa del comedor y me habla… y sigue hablándome…y lo vuelve a hacer. Y yo quiero enojarme, quiero decirle:¡Mamá. Mírame, escribo versos sobre tu rostro todavía! ¡Mamá, quiero salir sin que dialogues con esos ojos de no me abandones!… Mamá”.
Pero la observo detenidamente…esta mujer esforzada que vivió con el mismo y maravilloso hombre; que abandonó el pincel por los hijos; la escritura por la familia…se apaga como el hálito.
Quiero huir, pero no puedo. Está ahí, en mi cocina, en mi habitación, en mi camino. Respira…Decide… Habla y habla…todo lo que calladamente guarda mientras estoy ausente. Si no la cuido, tengo miedo de que una enfemedad o el propio Alzheimer se apoderen de su vida.
Ahora regreso a mí y a mi espacio. Y veo que se llenó nuevamente la casa de remedios, de pasos, de palabras. Sí… de palabras. Ellas se descuelgan de las paredes como estampas de un libro y se lanzan contra mí. Cada vez que abro la puerta de mi casa, me abruman. Me voltean. Depués me levanto, llego al comedor y le doy un beso en la frente a la dueña de ese tropel que conforma una existencia. Y me digo a mí misma…“¡Qué va! …No puede ser”
La historia se repitee. La vida sigue mordiéndose la cola como un animal hastiado de sí mismo…Renovando su idéntica e infatigable rutina hacia mis días.
Susana Biondini. Buenos Aires, Argentina. Poeta, cuentista y actriz. Co-fundadora de AUNARTE (Taller de arte multidisciplinario (Buenos Aires-1980). Taller Actors’ Arena Group, de Max Ferra (Miami) – Taller de escritura para teatro de Mario Diament. (Miami)