Cierro los ojos y ya no soy yo, Águeda, sino Rosario. Estoy en lo alto de un cerro en Comitán. Tengo la mirada baja y los brazos cruzados frente a mi pecho para protegerme del frío. El viento convirtió mi falda en un papalote como el que volaba mi hermano Mario en los llanos de Comitán.
Abro los ojos. Estoy de regreso en el parque Inwood Hill y mi hermano no se llama Mario, sino Julián y aquí no hay cerros, ni viento helado, pero sí olmos, mesas para hacer picnics y campos de beisbol. Tendida sobre el pasto, veo el baile de las hojas en las copas de los sicomoros, completamente sumergida en el efecto de los hongos alucinógenos.
Aquí se condensa, químicamente pura, la ordenación del mundo. Palabras de Rosario. Ella se refería al Valium, pero bien pudo estar hablando del psilocybe semilanceata.
Me obsesioné con Rosario Castellanos cuando llegué a Nueva York. Necesitaba conectar con alguien que supiera de la muerte y del destierro. Releí Balún Canán y marqué todos los pasajes donde aparece Mario. Rosario, igual que la niña de la novela, no se pudo quitar de encima el tufo de la muerte de su hermano.
Comí estos hongos para olvidar, aunque fuera por unas horas, que no pertenezco a esta ciudad, que no logro amarla. Para que el nombre de la ciudad que dejé atrás ya no signifique “mi hermano Julián amarrado, amordazado y con un tiro en la frente”, sino “ombligo de la luna”. Quería respirar en sincronía con los sauces de Inwood Hill, descifrar sus cortezas y dejar que sus hojas me rozaran los párpados.
Cierro. Estoy de vuelta en el llano de Comitán. Tengo siete años y trenzas peinadas con baba de linaza. Mantengo la mirada baja, como me enseñó mi nana, para resguardarme del dzulum, ese animal terrible pero hermosísimo que hechiza a las personas. Mi hermano Mario sigue vivo, los brujos todavía no han hecho que le explote el apéndice y su papalote acaba de ganar el concurso de acrobacias. ¡Rosario!, me grita mi padre, ¿Qué andas viendo en el piso? ¿Dónde tienes la cabeza, niña?
Abro. Después de lo que le hicieron a Julián me rapé. No supe explicarle a mi padre porqué lo había hecho, pero cuando leí Cartas a Ricardo —las que Rosario le escribió a su esposo (y luego ex esposo) a lo largo de más de veinte años— me enteré que ella también se había rapado. Entendí que ese gesto era una forma de encerrarnos en nuestro dolor porque ninguna de las dos pusimos un pie fuera de la casa hasta que nos creció el pelo.
Y ahora que me arranqué de mi ciudad y me trasplanté a ésta, siento que eso que me acechaba en México me olfateó la pista. A los troncos moteados de los sicomoros de Inwood Hill les salieron ojos que parpadean sincopadamente y el pasto sube y baja como si fuera el lomo de una bestia dormida. Quiero cerrar los ojos, pero tengo miedo de lo que le espera a Rosario, así que sincronizo mi respiración con la del pasto y trato de ver fijamente a cada una de las pupilas que me miran para que crean que no les temo.
La carta más triste de Rosario es la que escribió desde Nueva York en un hotelito de Greenwich Village. En ella le dice a Ricardo que la rodea una sensación de inexistencia y de muerte, que se está convirtiendo en algo que no sabe qué es pero que será infinitamente más pobre. Y aunque nunca lo nombra, está hablando del dzulum. Su nana le enseñó que cuando el viento sopla fuerte es porque el dzulum anda rondando, entonces más vale bajar la vista para no mirarlo, porque quien lo vea queda condenado a la desgracia.
En cuanto el sol se pone, Inwood Hill queda desierto. Me levanto del suelo y caigo en cuenta de que el efecto de los hongos casi se ha esfumado. Las luces del puente Henry Hudson se encienden, yo me acerco al río para verlas más de cerca y una ráfaga me pega en la cara.
Cierro. Estoy sola en mi cuarto de hotel y me asomo por la ventana. Greenwich Village está aletargado, apenas hay un par de bares con letreros de neón encendidos y aunque he tomado más Valium de lo normal, no puedo dormir, así que me pongo mi abrigo y salgo a la calle.
El viento de aquí me recuerda al de Comitán. Camino sobre Waverly Place y giro en Christopher Street hacia el oeste, hasta llegar al río. Es diciembre y el Hudson arrastra pedazos de hielo que parecen durmientes pálidos.
Recuerdo que estoy en una isla y veo cómo la lengua paciente del agua va amansando las rocas de la playa hasta deshacerlas. Sé que es una lengua áspera como de felino y quiero sentirla. Camino entre las rocas hasta que el agua me moja los pies y la bastilla del abrigo.
Estoy a punto de dar otro paso hacia delante cuando un policía me alumbra con una linterna y me grita Hey, lady! Keep out of the water! You’ll freeze to death! Y aunque me detengo y me arrebujo en mi abrigo, una parte de mí quiere seguir avanzando hacia el agua.
Abro. No voy a meter piedras en el abrigo de Rosario. Yo, igual que ella, sólo quiero un poco de anestesia, que aquellas aguas heladas me adormezcan los pies y lo que ellos arrastran.
Cierro. El mundo de Rosario ya no está.
Abro. El efecto de los hongos desapareció. Sólo estoy yo, apoyada en el barandal viendo las luces del puente Henry Hudson sobre el río. Enfilo la cara hacia el viento, hacia donde viene el rastro del dzulum, ese animal que puedo oler desde aquí y cuyo nombre significa ansia de morir.
Relato publicado en Nagari 5 edición impresa
© All rights reserved Úrsula Fuentesberain
Úrsula Fuentesberain (Celaya, Guanajuato 1982). Es escritora y periodista. Su primer libro de cuentos se llama Esa membrana finísima (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2014). Tiene cuentos en nueve antologías de narrativa, las más recientes son Emergencias: Cuentos mexicanos de jóvenes talentos (Lectorum, 2015), Pide un deseo (Tusquets, 2014) y Lados B (Nitro Press, 2014).
Con el apoyo de la beca Fulbright-García Robles, cursó la maestría en Escritura Creativa en Sarah Lawrence College. Su relato Preguntas sobre la propagación del moho resultó finalista del 2o. Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila y forma parte de la antología bilingüe Tiempos Irredentos-Unrepentant Times (Nagari/Katakana, 2017)
twitter: @ursula_fb